Tribuna Internacional
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El fallido plan de Israel para ganar el conflicto ignorando a los palestinos
Netanyahu asumió que se habían resignado a la nueva situación y que no era necesario alcanzar la paz con ellos. La estrategia puede haber fallado
Hace años, el Gobierno israelí de Benjamin Netanyahu asumió que era imposible encontrar una solución al conflicto que enfrenta a su país con los palestinos y decidió que limitarse a gestionarlo era una estrategia más efectiva. La idea era no apostar por una solución con dos Estados, o uno binacional, o un estatus especial para Jerusalén, o cualquiera de las muchas posibilidades que durante décadas se han discutido con intensidad: era mejor, simplemente, evitar los grandes choques violentos, seguir colonizando poco a poco todo el espacio posible y esperar a que el mundo se cansara de sentir pena por los palestinos y rabia por los abusos israelíes.
Con suerte, confiaba el Gobierno israelí, Palestina acabaría convirtiéndose en una de tantas batallas que hasta los más idealistas dan por perdidas. De vez en cuando, un famoso de Hollywood, un viejo intelectual o una autoridad intermedia de la ONU alzaría la voz y recordaría la tremenda injusticia que sufren quienes viven apelotonados en Gaza o son expulsados de Jerusalén Este, pero el mundo no le prestaría mucha más atención que a otras causas perdidas como Nepal o el Sáhara.
Doble estrategia
Eso requería de dos estrategias complementarias. La primera, que Israel estableciera relaciones diplomáticas con países árabes como Marruecos o Emiratos Árabes y que los países de la región no lo consideraran el viejo ocupante, sino un aliado contra el enemigo común: Irán. La segunda, dejar que la Autoridad Nacional Palestina siguiera desacreditándose a sí misma con su corrupción. Mahmud Abás, su presidente, no ha convocado elecciones desde 2006 y volvió a posponerlas en abril de este año; el argumento oficial era que Israel ponía trabas a su correcta celebración, pero se trataba más bien de que Abás y su partido, Fatah, podían perderlas.
Cabe reconocer que a Netanyahu la estrategia estuvo a punto de salirle bien. Pero, como en otras ocasiones, las autoridades israelíes calcularon mal. El mes pasado, lo que empezó como un pequeño choque, cuando la policía israelí cerró una plaza cercana a la mezquita de Al-Aqsa donde suelen reunirse los palestinos durante el Ramadán, y luego entró violentamente en la propia mezquita, fue aprovechado por Hamás como la excusa perfecta para lanzar una ofensiva con cohetes. El conflicto ha escalado y, tras dos semanas de enfrentamientos entre judíos y árabes en varias localidades israelíes, el bombardeo de infraestructuras en Gaza por parte del ejército israelí, y el de ciudades del sur del país, Jerusalén y Tel Aviv, desde Gaza, hay 200 fallecidos en el lado palestino y 10 en el de Israel.
El conflicto no se recrudecía hasta este punto desde 2014. Y ha sido así, en parte, por razones de política interna: Netanyahu se enfrenta a varios juicios por corrupción y, después de cuatro elecciones en dos años de las que no ha salido ninguna mayoría clara que permita la gobernabilidad, se creía que esta vez era posible formar una alianza que le desalojara. Por su parte, Hamás quiere dejar de manifiesto la progresiva irrelevancia de la Autoridad Nacional Palestina dirigida por Fatah y erigirse como defensora de los derechos de los palestinos, no solo de los de Gaza, sino de los que viven en Israel.
Estos representan un 20% de la población total israelí, y un 38% de la de Jerusalén. Gozan de derechos que probablemente no tendrían en muchas de las dictaduras árabes, pero siguen siendo ciudadanos de segunda. Ninguno de los partidos que les representan ha participado nunca en las múltiples coaliciones que han gobernado Israel y tienen razones para pensar que algunos hechos recientes, como el intento de desahuciar a varias familias palestinas de Jerusalén Este, porque los supuestos propietarios de las tierras donde estaban sus viviendas eran judíos, tienen algo de expulsión por motivos étnicos. Vista la capacidad de Netanyahu para sacar de la mesa las posibles salidas al conflicto territorial, es probable que este se reconduzca hacia un tema que incomoda a una parte relevante de los israelíes: la igualdad de derechos para sus ciudadanos árabes en un país que, pese a tener todos los elementos de una democracia, sigue incluyendo en su descripción oficial una etnia.
El imprevisible final del conflicto
Es difícil saber cómo acabará el conflicto. La Unión Europea ha mostrado su habitual incapacidad para dar una respuesta unida al conflicto. Joe Biden ha demostrado ser un viejo político con instintos de la Guerra Fría y ha justificado el derecho de Israel a defenderse, aunque en el seno del Partido Demócrata ya no exista, como en el pasado, unanimidad sobre la postura a adoptar en el conflicto israelí. Los países árabes que establecieron relaciones diplomáticas con Israel, y en particular Marruecos, miran ahora con recelo la respuesta de su población, tradicionalmente solidaria con los palestinos, ante esta nueva escalada del conflicto. Es posible que, si se produce una tregua pronto, nada cambie demasiado: con sus bombardeos, Hamás no conseguirá que la justificada causa de una vida más digna para los palestinos avance ni un milímetro. E Israel tiene la capacidad de decidir hasta qué punto quiere aplastar a Hamás y destruir Gaza, sin tener que asumir demasiadas bajas. Pero también podría pasar que, si el conflicto da paso a una guerra, este vuelva a convertirse en uno de los centros de atención del mundo y se reactiven las presiones sobre Israel para que contenga su respuesta, como ya sucedió en 2014.
Netanyahu dio legitimidad a los nacionalistas israelíes más extremos y, al mismo tiempo, convenció al país de que buscar la paz con los palestinos era irrelevante, porque estos se estaban distanciando de las viejas reivindicaciones heroicas y se resignarían a las condiciones que se les plantearan. Por un momento, parece que ese plan ha fracasado. Pero, vista la trayectoria política del país, es perfectamente posible que solo sea un fracaso temporal.
Hace años, el Gobierno israelí de Benjamin Netanyahu asumió que era imposible encontrar una solución al conflicto que enfrenta a su país con los palestinos y decidió que limitarse a gestionarlo era una estrategia más efectiva. La idea era no apostar por una solución con dos Estados, o uno binacional, o un estatus especial para Jerusalén, o cualquiera de las muchas posibilidades que durante décadas se han discutido con intensidad: era mejor, simplemente, evitar los grandes choques violentos, seguir colonizando poco a poco todo el espacio posible y esperar a que el mundo se cansara de sentir pena por los palestinos y rabia por los abusos israelíes.
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