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Ni la izquierda ni la derecha: quien manda ahora es la volatilidad
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Ramón González Férriz

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Ni la izquierda ni la derecha: quien manda ahora es la volatilidad

En los últimos tiempos, los ciudadanos somos más proclives a cambiar de opinión. Ningún relato perdura ni se vuelve mayoritario. Esa es la verdadera tendencia actual

Foto: Manifestación ante el Tribunal Supremo estadounidense. (Reuters)
Manifestación ante el Tribunal Supremo estadounidense. (Reuters)

Hace apenas un año, Italia era el enfermo de Europa, en sentido literal y figurado; hoy, con Draghi como primer ministro, es su mayor esperanza reformista. Las elecciones presidenciales francesas del año que viene se preveían como un gran duelo binario entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen; en las regionales de la semana pasada, los partidos de ambos sufrieron una derrota humillante. Hace escasos meses, el Partido de los Verdes alemán encabezaba las encuestas de cara a las elecciones generales de septiembre y su nueva líder, Annalena Baerbock, era la síntesis de lo que debía ser el político occidental moderno: joven, preocupada por el clima, abierta a la tecnología y hostil al iliberalismo de China y Rusia; hoy, la propuesta aburrida y continuista de los conservadores de Merkel va muy por delante.

El cambio es consustancial a la política, por supuesto. Pero, en los últimos tiempos, los ciudadanos parecemos particularmente dispuestos a cambiar de opinión. También en España. Hace apenas tres años, Ciudadanos era el partido con mayor intención de voto. Hace dos, parecía que Pablo Iglesias iba a ser el líder eterno de Podemos, reconvertido en una especie de empresa familiar. Hace uno, la derecha temía que, gracias a los fondos europeos y su hábil uso de la comunicación, Pedro Sánchez gobernara para siempre. Hoy, las conversaciones con gente del PP están dominadas por la sensación de que la caída del presidente es, si no inminente, inevitable.

Foto: Pablo Iglesias y Albert Rivera, en el debate electoral de las generales de 2019. (EFE)

¿Por qué tantos cambios?

Hay varias explicaciones para que sea así, además de los rutinarios cambios de opinión. Tal vez la pandemia nos ha vuelto más impacientes, y simplemente queremos que cambien las caras que vemos todos los días en la televisión, las redes y los periódicos. Quizá sean esos mismos medios los que, por su propia dinámica, incitan al hartazgo con lo existente y espolean la búsqueda de novedades allá donde se encuentren.

Sin embargo, si buscamos una explicación algo más profunda, es posible que esta se encuentre en la descomposición de las dos grandes ideologías europeas de las últimas décadas: la socialdemocracia y la democracia cristiana. Ambas familias están desorientadas por los cambios políticos, culturales y económicos que, en gran medida, ha propiciado la tecnología. Sus partidos emblemáticos mantienen una enorme capilaridad en sus países, lo que les sigue dando una gran tracción electoral, pero sus ideas parecen cada vez más residuos del pasado, cuando una demografía distinta les permitía disputarse la hegemonía sin terceros rivales importantes. La volatilidad actual respondería a la que se produce en cualquier tiempo de interregno: aún no tenemos sustitutos sólidos para esos dos pilares de nuestras sociedades y estamos probando, viendo si nos fiamos de algo distinto, rectificando cuando nos parece que, a pesar de todo, son preferibles las ideas viejas pero profundas a las nuevas y todavía superficiales. Y vuelta a empezar.

Foto: Imagen: Irene de Pablo.
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También es probable que a esta situación contribuya el desconcierto de quienes nos ganamos la vida intentando encontrar un relato coherente a todo lo que sucede. Y, si somos honestos, o no demasiado fanáticos, nos daremos cuenta de los inmensos puntos ciegos que tienen nuestras explicaciones. Nos enamoramos de interpretaciones sucesivas. Hace no tanto, creíamos que la política occidental estaba dominada por el resentimiento legítimo de los llamados “perdedores de la globalización”, los sectores de la población que habían perdido el empleo y la identidad por culpa de las deslocalizaciones y la falta de política industrial; hoy, parece que todas las soluciones pasan por una élite muy parecida a la que inició ese proceso, que ahora ve en la digitalización y la transición energética una fuente de riqueza y estabilidad no tan distinta de la que prometía la globalización. No son cambios de opinión necesariamente deshonestos: se deben más bien a la sensación de que las ideas caducan rápido. El único análisis seguro es afirmar que todo cambia y, cuando nos pregunten en qué dirección, responder que en varias y contradictorias.

El relato principal de nuestro tiempo

Pero ¿de verdad es así? En realidad, es la propia sensación de volatilidad la que genera buena parte de la volatilidad. El mundo es más estable de lo que queremos pensar, y es probable que las grandes corrientes que estamos viviendo ahora lleven, con la salvedad de la pandemia, más de una década en marcha. Eso no nos impedirá tuitear con furia, declarar un cambio en nuestra intención de voto, anunciar al mismo tiempo la transformación radical del mundo y la pervivencia de los valores clásicos y prever alternativamente la derrota de los nuestros a manos del autoritarismo y su victoria inevitable gracias a la democracia.

Foto: Las manifestaciones pidiendo ayuda han sido muy frecuentes. (Juan Herrero/EFE) Opinión

Este es el relato principal de nuestro tiempo y debemos asumir que durará años. Por supuesto, no es la primera vez que alguien cree detectar que los rasgos principales de su tiempo son el nerviosismo y la volatilidad. Eso es, paradójicamente, una constante histórica. Pero hoy parece una realidad: no existe un relato lo bastante sólido para lograr una hegemonía estable, el entorno comunicativo favorece los cambios de opinión disfrazados de férreas convicciones —no habrá indultos, ha habido indultos— y le hemos cogido el gusto a decepcionarnos con propuestas que acaban de nacer, como los nuevos verdes en Alemania, Ciudadanos y Podemos en España o el nuevo centrismo y la nueva derecha en Francia.

La semana pasada, el 'Economist' afirmaba que los conservadores británicos actuales solo conocen dos estados de ánimo: la soberbia o el pánico. Si ganan unas elecciones, son arrogantes; si las pierden, creen que es el fin. El caso de los 'tories' no es único. Hoy, las grandes ideas, las grandes intuiciones, las grandes transformaciones, nos duran un ciclo electoral. No mandan ni la izquierda ni la derecha, sino la volatilidad.

Hace apenas un año, Italia era el enfermo de Europa, en sentido literal y figurado; hoy, con Draghi como primer ministro, es su mayor esperanza reformista. Las elecciones presidenciales francesas del año que viene se preveían como un gran duelo binario entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen; en las regionales de la semana pasada, los partidos de ambos sufrieron una derrota humillante. Hace escasos meses, el Partido de los Verdes alemán encabezaba las encuestas de cara a las elecciones generales de septiembre y su nueva líder, Annalena Baerbock, era la síntesis de lo que debía ser el político occidental moderno: joven, preocupada por el clima, abierta a la tecnología y hostil al iliberalismo de China y Rusia; hoy, la propuesta aburrida y continuista de los conservadores de Merkel va muy por delante.

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