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No se engañe: los Juegos Olímpicos son política
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Ramón González Férriz

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No se engañe: los Juegos Olímpicos son política

Por sus costes, falta de transparencia y privilegios, quizás en el futuro solo puedan albergarlos las dictaduras. Pero también las democracias disfrutan con su lucha de poder

Foto: Un levantador de pesas celebra su victoria en Tokio. (Reuters)
Un levantador de pesas celebra su victoria en Tokio. (Reuters)

En 2012, al mismo tiempo que se celebraban los Juegos Olímpicos de Londres, un estudio de arquitectura, XML, publicó un informe encargado por el Ministerio de Infraestructuras del Gobierno neerlandés sobre las ciudades olímpicas. Su mensaje era claro: en el futuro, los Juegos solo podrían celebrarse en dictaduras. El proceso de toma de decisiones alrededor de estos eventos es opaco, su celebración implica privilegios intrínsecos para algunos, los costes de organización son enormes, como lo es la deuda pública que se suele generar; por no hablar de las incomodidades para el ciudadanos medio que, además, no se beneficia económicamente del evento pero lo paga. Todo eso resulta cada vez más difícil de tolerar en las sociedades democráticas. “Es posible que los Juegos Olímpicos solo se celebren en países no democráticos que tienen el poder centralizado y el dinero para organizarlos”, decía el informe. Reconocía que eso supondría traicionar el espíritu original de las Olimpiadas. Pero ¿lo sería?

Más allá de la retórica internacionalista y un tanto ingenua que acompaña a los Juegos modernos desde su origen, estos han sido siempre un fenómeno esencialmente político. Todo empieza por la decisión misma de querer albergarlos; muchas veces, esta es fruto de la vanidad de unos gobernantes que ven en las Olimpiadas la posibilidad de hacer inversiones y transformaciones urbanas que serían imposibles sin el capital político y económico que da la celebración de un evento así, y esperan que les dé la aureola de grandes organizadores y genios del estímulo económico. No solo los dictadores sueñan con transmitir esa imagen.

Foto: Una saltadora de trampolín durante los JJOO de Barcelona'92. (EFE)

Pero van más allá de eso. En 1936, los nazis convirtieron los Juegos Olímpicos de Berlín en un espectáculo racial pensado para demostrar la superioridad aria. En los de Londres 1948 no se invitó a Alemania y Japón por su papel en la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra Fría, los choques fueron constantes: en Helsinki 1952, la URSS exigió que sus deportistas estuvieran separados de los de los países capitalistas; China se retiró de Melbourne 1956 porque el Comité Olímpico reconoció a Taiwán como país; en 1968, México se convirtió en un indeseado escenario para la reivindicación de igualdad racial después del asesinato de Martin Luther King; en Múnich 1972, un grupo de terroristas palestinos asesinó a 11 atletas israelíes; en 1980, decenas de países occidentales boicotearon las Olimpiadas de Moscú; en 1984, la URSS boicoteó los de Los Ángeles.

Ya en tiempos menos dramáticos, Barcelona 92 fue aprovechada por los independentistas catalanes para intentar transmitir su mensaje al mundo (fracasaron, pero el éxito de la organización contribuyó a que los independentistas empezaran a creer en la viabilidad de su proyecto); Atenas 2004 fue una muestra casi sublime del impacto de unos políticos irresponsablemente derrochadores en la economía y la política de una sociedad, y Londres 2012 fue una celebración nacionalista inglesa que daría empuje al Brexit.

Foto: El historiador Jordi Canal. (Cedida)

'Soft power'

Los Juegos Olímpicos, además, se basan por completo en la competición entre naciones. Estas tienden a utilizar su participación en ellos para demostrar el superior esfuerzo y valor de su juventud y el talento táctico de sus élites deportivas; en realidad, es una muestra de 'soft power': la capacidad para persuadir a los demás, de manera no coercitiva y por medio de la simple admiración, de la superioridad política de tu país. A ello se dedican cantidades de dinero completamente desproporcionadas que las sociedades censurarían si se dedicaran a otros fines que no fueran el deporte: antes de los Juegos de Tokio, el Gobierno británico dedicó 19 millones de libras solo a la creación de un equipo de nadadores de élite. En noviembre del año pasado, la entonces presidente del Consejo Superior de Deportes, Irene Lozano, anunció que este contaría en 2021 con un presupuesto de 251 millones de euros, “el más alto del siglo”. El Gobierno de Singapur da un millón de dólares a los nacionales que ganan una medalla de oro en los Juegos Olímpicos; en el pobre Kazajstán, son 250.000; en Estados Unidos, son 37.500, que no paga el Gobierno sino el Comité Olímpico, de carácter privado.

Foto: Una manifestación paralela a la inauguración de los Juegos este viernes (EFE)

En comparación con la economía del fútbol global, el baloncesto estadounidense o el circuito internacional de tenis, son cifras ridículas. Pero denotan la importancia política que los gobiernos dan al desempeño en deportes en los que prácticamente nadie está interesado, pero que pueden servir para mostrar la bandera en un acontecimiento obsesivamente mediático.

Como cuenta el economista del deporte Andrew Zimbalist en su libro 'Circus Maximus: The Economic Gamble Behind Hosting the Olympics and the World Cup', por lo general las Olimpiadas dejan tras de sí “elefantes blancos”: un estadio de voleibol en Atenas en el que hoy viven okupas, un campo de fútbol en Brasil con 40.000 asientos que hoy utiliza un equipo de segunda división que nunca tiene más de 1.500 espectadores, un circuito de ciclismo en Pequín hoy infestado de hierbajos. Pero el carácter político de los Juegos permite no solo que los ciudadanos sigan asumiendo que el deporte internacional o la organización de eventos merece ese gasto absurdo, sino que asuman que es una cuestión de valores morales, además de un espectáculo que puede ser hermoso.

Foto: Ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Tokio. (EFE) Opinión

Por ello, la predicción de que en adelante solo las dictaduras estarán dispuestas a asumir los costes económicos y sociales de la organización de Juegos Olímpicos es un tanto osada. Es cierto que hoy menos ciudades suelen presentarse candidatas, y que los comités organizativos de las competiciones deportivas internacionales parecen cada vez más proclives a premiar candidaturas en países no democráticos, como los juegos de invierno en Pequín 2022 o el mundial de fútbol en Qatar 2022. Probablemente las democracias seguirán disfrutando también de este espectáculo asombroso, caro y a ratos emocionante. Y seguirán apreciando el inmenso potencial político que ofrece a quienes lo organizan, quienes lo financian y quienes lo consumen. Pero el rechazo mayoritario de los toquiotas a albergar los que están en curso en las condiciones actuales quizá sean una alerta que otras ciudades, como Madrid, deberían tener en cuenta.

En 2012, al mismo tiempo que se celebraban los Juegos Olímpicos de Londres, un estudio de arquitectura, XML, publicó un informe encargado por el Ministerio de Infraestructuras del Gobierno neerlandés sobre las ciudades olímpicas. Su mensaje era claro: en el futuro, los Juegos solo podrían celebrarse en dictaduras. El proceso de toma de decisiones alrededor de estos eventos es opaco, su celebración implica privilegios intrínsecos para algunos, los costes de organización son enormes, como lo es la deuda pública que se suele generar; por no hablar de las incomodidades para el ciudadanos medio que, además, no se beneficia económicamente del evento pero lo paga. Todo eso resulta cada vez más difícil de tolerar en las sociedades democráticas. “Es posible que los Juegos Olímpicos solo se celebren en países no democráticos que tienen el poder centralizado y el dinero para organizarlos”, decía el informe. Reconocía que eso supondría traicionar el espíritu original de las Olimpiadas. Pero ¿lo sería?

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