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11-S: El principio y el fin del Imperio Americano
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Ramón González Férriz

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11-S: El principio y el fin del Imperio Americano

El brutal ataque terrorista provocó una respuesta legítima de Estados Unidos que mezcló argumentos religiosos y liberales. Dos décadas después, es evidente que fue un error

Foto: Vista de Manhattan el 11 de septiembre de 2001. (Reuters)
Vista de Manhattan el 11 de septiembre de 2001. (Reuters)
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Veinte años después, recordamos el atroz atentado del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono entre una bruma religiosa. El ataque se produjo en nombre del islam, por supuesto. Pero también la legítima respuesta estadounidense estuvo dominada por la retórica teológica. En octubre de 2001, cuando el Gobierno de George Bush ya había anunciado que invadiría Afganistán si el país no le entregaba a Osama bin Laden, el presidente republicano dio un discurso lleno de referencias bíblicas y citas del Apocalipsis de san Juan y de Isaías. Un cargo intermedio de su secretaría de Defensa afirmó que "el enemigo es un enemigo espiritual [...]. El enemigo es un tipo que se llama Satán". En enero de 2002, en el discurso del estado de la Unión, Bush explicó la existencia de un "eje del mal" formado por Irán, Irak y Corea del Norte (se decidió añadir a este último para que el eje no fuera solo musulmán). Años más tarde, Bush le diría a Mahmud Abás, el primer ministro palestino: "Dios me dijo que atacara a Al Qaeda y la ataqué, y después me ordenó que atacara a Sadam y lo hice".

Foto: Lawrence Wright.

Sin embargo, esta es solo una parte de la historia. Al revisar ahora otras intervenciones de Bush y su Gobierno para explicar, primero, la invasión de Afganistán, y luego la de Irak, suenan extrañamente ilustradas. En el Informe Nacional de Estrategia que guiaría la llamada "guerra contra el terror" tras los atentados, se afirmaba que, después de la caída del comunismo soviético, "las grandes luchas del siglo XX entre la libertad y el totalitarismo terminaron con una victoria decisiva de las fuerzas de la libertad y un único modelo sostenible para el éxito de las naciones: libertad, democracia y economía libre".

En ese contexto, decía, "el mayor peligro que encara nuestra nación se encuentra en el cruce entre radicalismo y tecnología". Pero Estados Unidos iba a aprovechar esa oportunidad "para ampliar los beneficios de la libertad en todo el mundo. Trabajaremos de manera activa con el fin de llevar la esperanza de la democracia, el desarrollo, el libre mercado y el libre comercio a todos los rincones del mundo […]. La libertad es una demanda innegociable de la dignidad humana; un derecho de nacimiento que tiene toda persona de cualquier civilización […]. Hoy la humanidad tiene en sus manos la oportunidad de extender el triunfo de la libertad a todos esos enemigos". Estados Unidos lideraría la oportunidad. En algún lugar, Voltaire y Montesquieu sonreían asombrados.

Tal vez la retórica religiosa hubiera entrado de repente en la política internacional estadounidense, pero esta no iba a cambiar demasiado: como había hecho durante más de un siglo, Estados Unidos iba a intervenir en los países extranjeros que considerara una amenaza —sin duda Afganistán lo era—, cambiaría sus Gobiernos e intentaría establecer un marco legal y cultural que favoreciera la democracia al estilo estadounidense, como había hecho con éxito en Alemania y Japón tras la Segunda Guerra Mundial.

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Pero, además del elemento religioso, había un nuevo giro. Lo supieran o no los líderes neoconservadores, Estados Unidos iba a convertirse, finalmente, en un imperio bastante tradicional. Como sucedió con casi todos los imperios, este también acabaría mal.

El principio del fin

El poder de Estados Unidos en el mundo no está agotado; sigue siendo la principal potencia global, a pesar del innegable auge de China. Pero el esfuerzo imperial que llevó a cabo tras los ataques del 11-S, destinado a consolidar su papel como fuerza única e indiscutible en el mundo y a hacer, como decían los neoconservadores, que el siglo XXI fuera "el siglo americano", iba a tener muchas consecuencias inesperadas y perjudiciales. No solo para los países de Oriente Medio, sino para la sociedad estadounidense y la reputación de su Administración. Se mandó a otros países a cientos de miles de soldados que no fueron recibidos como liberadores. Tras largas estancias en las sociedades afgana o iraquí, a las que pretendían ayudar, pero a las que apenas podían comprender, los militares volvían a casa, en muchos casos, traumatizados, mutilados o con adicciones.

El coste económico también fue astronómico: entre dos y cinco billones de dólares, dependiendo de los cálculos. Sin las guerras de Afganistán —"la guerra buena"— e Irak —"la guerra absurda"— no se habría producido la creciente divergencia entre las dos patas de Occidente, Estados Unidos y Europa; China no se habría aprovechado de tener un rival distraído durante década y media; Trump no habría ganado unas elecciones; y no habríamos visto la chapucera salida de Afganistán de las fuerzas imperiales como la señal inequívoca de que el proyecto de las dos últimas décadas había sido un colosal error de cálculo.

El 'shock' que marcó nuestras vidas

La magnitud de los atentados del 11-S los convirtió en un ataque sin precedentes a los valores liberales y democráticos. Como en cierta medida reconoció el Gobierno estadounidense, revelaron el potencial terrorífico de la globalización y la tecnología, y como señaló el filósofo británico John Gray, pusieron de manifiesto que, a pesar de nuestras fantasías, los yihadistas no eran seres medievales atrapados en una visión anacrónica de la religión, sino hombres hipermodernos que utilizaban las propias armas de la modernidad para luchar contra ella. Las dos décadas posteriores han estado dominadas por las consecuencias provocadas por la respuesta de un Occidente fragmentado. Han sido años de discusiones sobre el islamofascismo, el multiculturalismo, el miedo a la islamización de sociedades como la francesa o la neerlandesa, o el temor simétrico a que la sociedad se sumiera en una dinámica racista y xenófoba y transformara su miedo legítimo en histeria.

Foto: La famosa imagen del 'Hombre cayendo'.

Es posible que recordemos este aniversario entre las brumas de la religión. Pero el 11-S también nos obligó a plantearnos no solo si existían realmente los valores universales de democracia, libertad individual y libre comercio que estableció la extraña pareja formada por los ilustrados, y su defensa de los derechos humanos, y Bush, y sus apelaciones bíblicas. Si no si, una vez más, Occidente tenía algún derecho a imponerlos a terceros países mediante la fuerza.

Hoy la respuesta a esas preguntas es algo más sombría que hace veinte años. El 11-S fue atroz. La respuesta imperial ante él, en gran medida, un error. Hemos experimentado las consecuencias durante dos décadas, y estas no acabarán con este lúgubre aniversario.

Veinte años después, recordamos el atroz atentado del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono entre una bruma religiosa. El ataque se produjo en nombre del islam, por supuesto. Pero también la legítima respuesta estadounidense estuvo dominada por la retórica teológica. En octubre de 2001, cuando el Gobierno de George Bush ya había anunciado que invadiría Afganistán si el país no le entregaba a Osama bin Laden, el presidente republicano dio un discurso lleno de referencias bíblicas y citas del Apocalipsis de san Juan y de Isaías. Un cargo intermedio de su secretaría de Defensa afirmó que "el enemigo es un enemigo espiritual [...]. El enemigo es un tipo que se llama Satán". En enero de 2002, en el discurso del estado de la Unión, Bush explicó la existencia de un "eje del mal" formado por Irán, Irak y Corea del Norte (se decidió añadir a este último para que el eje no fuera solo musulmán). Años más tarde, Bush le diría a Mahmud Abás, el primer ministro palestino: "Dios me dijo que atacara a Al Qaeda y la ataqué, y después me ordenó que atacara a Sadam y lo hice".

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