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La digitalización y la transición energética provocarán inmensas brechas sociales
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Ramón González Férriz

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La digitalización y la transición energética provocarán inmensas brechas sociales

Se trata de procesos necesarios, pero que van a generar enormes desigualdades entre varios grupos de la sociedad. Y los gobiernos no saben cómo evitarlas

Foto: Un coche eléctrico, cargándose cerca de Londres. (Reuters/Toby Melville)
Un coche eléctrico, cargándose cerca de Londres. (Reuters/Toby Melville)
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Desde el estallido de la crisis financiera, y su funesto impacto en la economía, un tema ha dominado la conversación de la izquierda: la desigualdad. Esta lleva décadas aumentado, han demostrado un estudio tras otro, y la Gran Recesión amplió aún más la brecha entre los que tenían y los que no. Las soluciones propuestas han ido desde lo clásico —la subida de impuestos a los ricos, el aumento de sueldo de los trabajadores— a lo innovador —los ingresos mínimos, la renta universal—. Hasta ahora, parece que nada ha funcionado demasiado bien. Y hay algo peor: las grandes tendencias en las que estamos entrando no van a hacer más que aumentar la desigualdad. Incluso en aspectos más nocivos que el económico, aunque tengan que ver con este.

El imparable auge de la digitalización

La primera de esas tendencias es la digitalización, que las élites políticas y económicas impulsan con entusiasmo. En parte, por motivos estéticos: lo digital se asocia con lo moderno, lo limpio y eficiente (cualquiera que haya trabajado en entornos digitales como los 'software' de la hostelería o los editores de contenidos sabe que eso no siempre es así). Existe, además, cierto 'determinismo tecnológico': la sensación de que la digitalización de casi todo es un destino inevitable, una fuerza imparable de la historia, en lugar de una decisión colectiva que adoptamos de manera consciente. Pero, más allá de eso, la digitalización puede aumentar la productividad y reducir los costes, como señalan economistas y empresarios, y esa es una razón objetiva para darle prioridad.

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Sin embargo, si en otras ocasiones las innovaciones tecnológicas y el aumento de la productividad no han implicado necesariamente un incremento del desempleo ni de las desigualdades, esta vez sí parece claro que van a ampliar una brecha: la cognitiva. Al margen de las cuestiones económicas (aunque, implícitamente, estén relacionadas), la digitalización del mundo va a suponer el refuerzo de unas élites cognitivas que manejan con comodidad los códigos del estatus en las redes sociales, dominan los mecanismos de creación e intercambio de información en la red y, básicamente, son mercaderes de información. Es el caso de un número cada vez mayor de profesionales —de economistas a periodistas especializados en ciertas materias, de consultores empresariales a expertos en comunicación— cuya materia prima es el conocimiento y su trabajo la divulgación privada o pública.

Pero no se trata solo de la consolidación de una nueva élite de profesionales. Si, en un principio, las clases altas y medias fueron las 'early adopters' de la tecnología y quienes más la utilizaban, últimamente esa situación se ha invertido. Las clases educadas, conscientes de los potenciales peligros de la adicción a las redes o a la simple pantalla, restringen cada vez más a sus hijos el uso de la tecnología. Ahora, la utilizan más para el ocio los niños de las clases bajas que los de las altas. ¿Ven la brecha? Los menos formados están enganchados a la tableta; los que tienen una educación superior dominan el ecosistema digital, pero conocen mejor sus peligros.

Foto: Varias personas esperan su turno para solicitar los documentos con los que pedir el ingreso mínimo vital. (EFE) Opinión

¿Subir los carburantes a los trabajadores?

Otra tendencia es la transición ecológica. En 2018, cuando Emmanuel Macron intentó dar los primeros pasos hacia ella con una medida lógica, el aumento de los impuestos a los carburantes derivados del petróleo, se produjo una reacción que fue al mismo tiempo sorprendente y lógica: se organizaron protestas semanales en contra de la decisión. Los manifestantes, ataviados con los chalecos amarillos que los conductores franceses están obligados a llevar en su vehículo, sostenían que ese impuesto suponía un castigo desproporcionado a la clase trabajadora de las zonas rurales o suburbanas, que dependía del coche para sus desplazamientos cotidianos o su trabajo, y que solía tener vehículos viejos que consumían mucho.

Macron reaccionó con rapidez y no solo dio marcha atrás en la subida fiscal, reconoció que existía una brecha que el impuesto podría haber ampliado: la que separa a quienes pueden vivir en el centro de grandes ciudades, desplazarse en transporte público o bicicleta, comprar un coche eléctrico y, en todo caso, prescindir en gran medida de los combustibles fósiles, de quienes están atados de por vida a su consumo. Es posible que, cuando el proceso de transición energética esté más avanzado, se encuentren maneras de disminuir la distancia entre estos dos mundos de consumo energético. Sin embargo, las protestas de los chalecos amarillos fueron una señal temprana de cuál podría ser la reacción de una parte de la sociedad a medidas bienintencionadas pero desconectadas de la realidad de un sector relevante de la población.

Foto: Imagen: Irene de Pablo.
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Esas son las dos grandes tendencias político-económicas de nuestro tiempo. Pero no son los únicos fenómenos que pueden aumentar las brechas sociales. Es posible que la inflación que experimentamos ahora sea pasajera, pero independientemente de lo que dure, va a perjudicar sobre todo a quienes tienen ingresos más bajos. Llega, además, tras una pandemia en la que, al menos en España, la mayor parte de los empleos destruidos fueron los de peor calidad: los temporales, los de los jóvenes. Cuando finalicen los ERTE, veremos si no han sido también los trabajadores y las empresas que aportan menos valor añadido los que han sobrevivido solo como zombis.

Estados impotentes

Esto no es un llamamiento a parar la digitalización y la transición energética: ambas son necesarias y, si se hacen bien, pueden suponer enormes beneficios medioambientales, laborales, económicos y hasta cívicos. Pero las élites que las están impulsando deberían tener mucho más en cuenta que son procesos con claros perdedores, y que estos se hallan sistemáticamente en lo más bajo de la escala educativa y económica. Es algo que ha pasado en otras ocasiones de la historia y debería poder solventarse. El problema, en este caso, es que parece que los gobiernos no tienen ni idea de cómo compensar debidamente a los damnificados. El ingreso mínimo vital español ha sido un fracaso parcial. Los fondos europeos irán a parar de una manera desproporcionada a las grandes empresas, con la simple esperanza de que estas pongan en marcha un 'efecto derrame'. Y una parte relevante de la sociedad no está dispuesta a pagar más impuestos para compensar a quienes se vean desplazados a los márgenes del sistema. Las consecuencias políticas de todo ello pueden ser devastadoras.

Desde el estallido de la crisis financiera, y su funesto impacto en la economía, un tema ha dominado la conversación de la izquierda: la desigualdad. Esta lleva décadas aumentado, han demostrado un estudio tras otro, y la Gran Recesión amplió aún más la brecha entre los que tenían y los que no. Las soluciones propuestas han ido desde lo clásico —la subida de impuestos a los ricos, el aumento de sueldo de los trabajadores— a lo innovador —los ingresos mínimos, la renta universal—. Hasta ahora, parece que nada ha funcionado demasiado bien. Y hay algo peor: las grandes tendencias en las que estamos entrando no van a hacer más que aumentar la desigualdad. Incluso en aspectos más nocivos que el económico, aunque tengan que ver con este.

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