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La poderosa atracción de la vida de clase media en Rusia
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Ramón González Férriz

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La poderosa atracción de la vida de clase media en Rusia

Durante décadas, los rusos urbanos y con ingresos medios han podido gozar de un consumo no tan distinto al nuestro. Los delirios imperiales de Putin han acabado con eso

Foto: Una tienda de Ikea en Moscú, cerrada tras las sanciones. (EFE/Shipenkov)
Una tienda de Ikea en Moscú, cerrada tras las sanciones. (EFE/Shipenkov)
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En el año 1990, en la céntrica plaza Pushkin de Moscú, 30.000 personas hicieron cola con motivo de la inauguración del primer McDonald's en lo que todavía era, aunque por poco tiempo, la Unión Soviética. En 2000, con el imperio liquidado y tras una enorme crisis económica que provocó el impago de la deuda pública y la devaluación del rublo, llegó Ikea. Lo hizo con una provocativa campaña publicitaria en los túneles del metro de Moscú en la que, junto a la foto de un dormitorio de la tienda de muebles sueca, se leía: “Uno de cada 10 europeos ha sido creado en una de nuestras camas”. La campaña resultó demasiado provocativa para el país y la empresa la retiró, pero su éxito fue inmenso: en las dos primeras semanas, 265.000 personas visitaron Ikea y, según su responsable, el 30 por ciento compró algo. Inditex abrió su primera tienda de Zara en Moscú algo más tarde, en 2003. En 2008, la compañía anunció orgullosa que contaba ya con ochenta establecimientos en “Moscú, San Petersburgo, Rostov, Kaliningrado, Krasnodar [y] Novosibirsk”, entre otras ciudades, y que había recibido el premio al “mejor producto de moda” del país. A principios de 2022, tenía más de 500 tiendas en Rusia.

No fueron las únicas empresas que se instalaron en Rusia durante esas décadas de esperanza en la democratización y modernización del país. Un ruso urbano de clase media podía ver en el cine las películas de Warner y en su casa los estrenos de Netflix; si priorizaba la comodidad, comprarse unos zapatos Crocs y, si prefería algo más estético pero su presupuesto que no daba para la ropa de lujo, vestir de la marca japonesa Uniqlo. También podía ir de H&M o comprarse unas zapatillas o un chándal Adidas, el patrocinador de la selección de fútbol rusa. Y, por supuesto, elegir entre Coca-Cola y Pepsi. Es decir, una persona rusa de clase media podía consumir de forma muy parecida a una europea, a pesar de que la renta per cápita en el país es una cuarta parte de la de la Unión Europea.

Foto: El logo de Apple sobre la bandera rusa (Dado Ruvic/Reuters)

Según un artículo reciente del 'Financial Times', a mediados de la década de 2000, los rusos empezaron a utilizar la expresión 'evroremont', 'euro-renovación', que se refería a la sustitución de las viejas cocinas y baños de los pisos pequeños y oscuros de la era soviética por mobiliario de Ikea, sencillo pero decente y luminoso. Consumir como se hacía en Europa era una manera de ser europeo, aunque las libertades políticas fueran claramente menores que en la UE. Hoy, después de la oleada de sanciones occidentales, todas las empresas mencionadas han cerrado sus operaciones en el país. El efecto no solo es económico: su impacto psicológico es enorme.

¿Por qué este país no funciona?

La gran duda ahora es si ese impacto psicológico —la sensación de encontrarse de repente sin artículos de consumo que pueden parecer banales, pero tienen gran importancia simbólica e influyen en el bienestar— puede compensarse, como parece creer Vladímir Putin, con una mezcla de represión, apelación al nacionalismo y, si las sanciones se alargan, productos sustitutivos. Aunque parece extremadamente improbable que una revuelta popular haga caer al presidente ruso, es difícil saber si las sanciones y la marcha o el cierre de muchas empresas generará resentimiento hacia Occidente o si los rusos entenderán que Occidente tiene motivos legítimos para imponerlas. Para Garri Kaspárov, el excampeón de ajedrez y uno de los más antiguos y visibles opositores a Putin, las sanciones eran inevitables porque los ciudadanos comunes “tienen que empezar a hacerse preguntas, como acabaron haciéndose incluso muchos comunistas adoctrinados en la Unión Soviética: ‘¿Por qué este país no funciona? Quizá no nos están contando la verdad’”.

Michael Harms, líder de la Eastern Business Association, un 'lobby' alemán que promueve el comercio con Rusia, afirmaba hace poco en el Economist que “la clase media comprende que el éxodo [de las empresas] tiene como objetivo el régimen, no la población en general”. Pero está por ver si ese será el resultado más allá de la catástrofe económica.

El modelo europeo es atractivo

La solicitud repentina de Moldavia, Georgia y Ucrania de ingresar en la UE tuvo un carácter simbólico. Ninguno de esos países cumple ni remotamente las condiciones para acceder al club y, en todo caso, la aceptación de esa petición implica un proceso que puede durar décadas: Turquía fue declarada candidata en 1999, por ejemplo, y Serbia en 2012, pero sus solicitudes se encuentran estancadas. Pero sí indica algo que ha influido en la decisión de Putin de invadir Ucrania e intentar derrocar al Gobierno proeuropeo de Volodímir Zelenski: la forma de vida occidental resulta muy atractiva para millones de personas en países cuyas élites insisten en someterlas a regímenes autoritarios y profundamente corruptos, como el ruso. Esa atracción se debe, en parte, a los elevados valores que definen la democracia liberal: la igualdad de oportunidades, una relativa ausencia de corrupción, libertades políticas plenas y libertad de expresión, elecciones competitivas, tribunales independientes y una policía y un Gobierno controlados por los medios. Todo eso es cierto. Pero también lo es que el principal atractivo de Occidente sigue siendo material: la posibilidad de llevar una vida segura con objetos de consumo aparentemente triviales pero decentes y asequibles. Es lo que Rusia ofreció a los suyos cuando se abrió a la inversión extranjera tras el fin de la Unión Soviética, pero ha puesto eso en riesgo por un delirio imperial que es imposible que acabe bien para los rusos normales.

Para que Occidente siga siendo un modelo aspiracional para muchos millones de personas que lo consideran compatible con su cultura, nuestros líderes políticos, económicos y culturales tienen que asegurarse de que Occidente siga siendo próspero, abierto y razonablemente igualitario. Y para lograrlo deben ser más osados, más si cabe ahora que nuestra forma de vida tiene serios rivales ideológicos: no solo la Rusia corrupta de Putin, sino la China de Xi, un país mucho más eficiente, y más atento al bienestar económico de su clase media.

En el año 1990, en la céntrica plaza Pushkin de Moscú, 30.000 personas hicieron cola con motivo de la inauguración del primer McDonald's en lo que todavía era, aunque por poco tiempo, la Unión Soviética. En 2000, con el imperio liquidado y tras una enorme crisis económica que provocó el impago de la deuda pública y la devaluación del rublo, llegó Ikea. Lo hizo con una provocativa campaña publicitaria en los túneles del metro de Moscú en la que, junto a la foto de un dormitorio de la tienda de muebles sueca, se leía: “Uno de cada 10 europeos ha sido creado en una de nuestras camas”. La campaña resultó demasiado provocativa para el país y la empresa la retiró, pero su éxito fue inmenso: en las dos primeras semanas, 265.000 personas visitaron Ikea y, según su responsable, el 30 por ciento compró algo. Inditex abrió su primera tienda de Zara en Moscú algo más tarde, en 2003. En 2008, la compañía anunció orgullosa que contaba ya con ochenta establecimientos en “Moscú, San Petersburgo, Rostov, Kaliningrado, Krasnodar [y] Novosibirsk”, entre otras ciudades, y que había recibido el premio al “mejor producto de moda” del país. A principios de 2022, tenía más de 500 tiendas en Rusia.

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