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No debemos ayudar a Putin a salvar la cara
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Ramón González Férriz

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No debemos ayudar a Putin a salvar la cara

La prioridad de Occidente, además de armar y financiar a la resistencia ucraniana, es impedir que Rusia pueda repetir una guerra imperialista como la actual en los próximos años

Foto: Vladímir Putin, durante una rueda de prensa. (Reuters/Camus)
Vladímir Putin, durante una rueda de prensa. (Reuters/Camus)
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En las últimas semanas, se han sucedido los llamamientos a acabar con la guerra en Ucrania de una manera que sea honrosa para las dos partes. Los avances rusos parecen haberse detenido y se avecina una espantosa guerra de desgaste que incluirá la destrucción de ciudades e infraestructuras y la muerte de incontables civiles ucranianos y jóvenes soldados rusos. A estas alturas, ya se puede pronosticar que ni Vladímir Putin conseguirá todos sus objetivos políticos ni Volodímir Zelenski podrá recuperar Crimea o algunas zonas del sur del país. Si logramos que Putin pueda declararse vencedor en algunos aspectos y transmitir dentro de Rusia que ha ganado, y que se levanten las sanciones paulatinamente, quizá seamos capaces de minimizar los daños, dicen los partidarios de esta salida decorosa.

Esta propuesta se basa en el ejemplo histórico de la Primera Guerra Mundial. Cuando esta acabó, los franceses, británicos y estadounidenses sometieron a Alemania, la perdedora, a tantas humillaciones económicas, políticas y culturales que en menos de una década los alemanes estaban pensando en volver a las armas para vengar su orgullo herido. El resultado fue una segunda guerra, si cabe más mortífera que la primera. Por el bien de todos, dicen quienes defienden este argumento, deberíamos aprender la lección y no someter a Rusia, ni a su belicoso y cruel líder, a esa humillación. Es una propuesta bienintencionada. Y yo podría estar de acuerdo. Pero hay otros muchos ejemplos históricos de que más bien deberíamos hacer lo contrario.

Foto: El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. (Reuters/Pool/John Macdougall) Opinión

Nadie debe tener un imperio

El más evidente es la propia Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, la misión principal de los aliados era detener a Alemania en Europa y a Japón en el Pacífico, pero había otra que ahora deberíamos tener en mente: el objetivo último era dejar claro a ambos países que debían renunciar para siempre a ser un imperio; que nunca más, por ebrios que estuvieran de su propia historia y su nacionalismo, podrían invadir otro país, tratarlo como un territorio cuyos habitantes fueran superfluos y anexionárselo. La victoria aliada era una necesidad acuciante, pero también tenía una visión de futuro.

Por supuesto, eso no significa que tengamos que desear una guerra mundial. De hecho, debemos hacer todo lo posible por impedirla. Por eso es una buena noticia que Joe Biden y los líderes europeos hayan aprendido las lecciones de la Guerra Fría y sean renuentes a entrar directamente en el conflicto (aunque su postura negociadora podría ser mucho más dura sin que ello aumentara el riesgo; de hecho, lo reduciría). Pero la alianza conformada hoy por la Unión Europea, la OTAN y Estados Unidos debe recordar que su misión, además de contribuir a la resistencia ucraniana, es dejarle claro a Rusia que tiene que abandonar para siempre sus sueños imperiales.

Y esto es particularmente difícil. Como dice el historiador Serhii Plokhy en el libro 'Lost Kingdom', que cuenta la historia del nacionalismo ruso, “la cuestión de dónde empieza y termina Rusia, y de quién conforma el pueblo ruso, ha preocupado a los pensadores rusos durante siglos”. Y, en las últimas décadas, dice Plokhy, las élites intelectuales y políticas rusas han dado una respuesta clara a esas preguntas: consideran a sus “vecinos eslavos como parte de un espacio histórico y cultural conjunto, y en última instancia, la misma nación”. Ucrania es esencial en ese proyecto de reunificación nacional: “Las ideas rusas sobre el imperio, el estatus de gran potencia y el carácter nacional siempre han girado en torno a la percepción de que Ucrania era una parte distinta pero integral de Rusia. En el Kremlin, pero también fuera de él, muchos han considerado la posibilidad de que Ucrania abandonara la esfera de influencia rusa como un ataque a Rusia”.

Sin duda, Bruselas o Washington no pueden convencer a millones de rusos de que esa idea está equivocada o, en todo caso, de que Ucrania es un país independiente que tiene todo el derecho del mundo a escoger a sus aliados, los tratados que firma o los organismos en los que se integra. Pero, dado que lograr eso es imposible, sí deben hacer entender a la élite rusa que, sean cuales sean sus interpretaciones del pasado de su país y el papel redentor de su pueblo en Eurasia, simplemente no pueden invadir otros países. Y, lo que es crucial, deben asegurarse de que, después de esta guerra fallida, Rusia no emprenderá otra dentro de 10, 15 o 20 años.

Foto: Una tienda de Ikea en Moscú, cerrada tras las sanciones. (EFE/Shipenkov) Opinión
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Por desgracia, eso no se consigue permitiendo que Vladímir Putin salve la cara no ya ante sus ciudadanos —el poder manipulador de los medios sometidos al Estado ruso es tal que eso resulta irrelevante—, sino ante la comunidad internacional. Se consigue con medidas más duras que, insisto, no pasen por la guerra abierta, ni mucho menos por una escalada hacia un enfrentamiento con armas nucleares. Pasa por desconectar económicamente Rusia de Occidente, por renunciar explícitamente a consumir sus materias primas a medio plazo, por aislarla por completo y convertirla en un paria diplomático. Sin duda, China acudirá a su rescate. Sin embargo, incluso China parece incómoda con la imprevisibilidad y la violencia de Putin y está siendo reacia a ayudarle en la guerra, aunque luego lo haga en la paz.

España en 1898 y la Rusia actual

La Segunda Guerra Mundial no es el único ejemplo de que es necesario recordar a los países con instintos imperiales que su actitud es intolerable y será rechazada severamente. Durante buena parte del siglo XIX, y a pesar de la independencia de las viejas colonias latinoamericanas, España siguió albergando el sueño absurdo de ser una potencia imperial. Como la Rusia de hoy, no tenía ni la economía, ni el ejército ni la resolución necesaria para serlo, pero esa aspiración se convirtió en la razón misma de la nación. El sueño se desmoronó en 1898.

Las consecuencias de la pérdida de Cuba se dejaron notar hasta medio siglo después, pero a largo plazo su efecto fue benéfico: España se dio cuenta de que era una potencia media que no debía aspirar a mucho más que eso. Rusia lleva 200 años intentando desarrollar una política exterior imperialista que no está capacitada para llevar a cabo. Fracasará. Pero más allá de esta operación fallida, debemos asegurarnos de que renunciará a intentarlo de nuevo. Y esa lección es tan importante como la de renunciar, inspirados por la Primera Guerra Mundial, a los deseos de humillación y escarnio.

En las últimas semanas, se han sucedido los llamamientos a acabar con la guerra en Ucrania de una manera que sea honrosa para las dos partes. Los avances rusos parecen haberse detenido y se avecina una espantosa guerra de desgaste que incluirá la destrucción de ciudades e infraestructuras y la muerte de incontables civiles ucranianos y jóvenes soldados rusos. A estas alturas, ya se puede pronosticar que ni Vladímir Putin conseguirá todos sus objetivos políticos ni Volodímir Zelenski podrá recuperar Crimea o algunas zonas del sur del país. Si logramos que Putin pueda declararse vencedor en algunos aspectos y transmitir dentro de Rusia que ha ganado, y que se levanten las sanciones paulatinamente, quizá seamos capaces de minimizar los daños, dicen los partidarios de esta salida decorosa.

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