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No son pacifistas, quieren que Occidente pierda
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Ramón González Férriz

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No son pacifistas, quieren que Occidente pierda

Tradicionalmente, una parte de la izquierda se alineaba con cualquier régimen que pudiera asustar a Europa y Estados Unidos. Hoy lo hace también la derecha autoritaria

Foto: La Ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra (EFE)
La Ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra (EFE)
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Una pregunta ha marcado la política internacional de las democracias liberales europeas y estadounidense durante décadas: ¿por qué cuando se produce un conflicto hay tantos occidentales que no solo se ponen sistemáticamente del lado de nuestros adversarios, sino que apoyan regímenes horribles?

Durante la Guerra Fría, algunos izquierdistas europeos defendieron el maoísmo chino y la sanguinaria dictadura de los jemeres rojos en Camboya. Tardaron por lo menos una década en admitir que el gulag soviético había existido y había sido atroz. En 1968, los jóvenes que se decían anarquistas pensaban que el comunismo y el capitalismo no eran más que dos caras de una misma moneda, pero su corazón estaba siempre con los viejos revolucionarios: Lenin, el Che, el añorado Trotski. Es legendario el apoyo de una parte de la izquierda francesa, liderada por el filósofo Michel Foucault, al ayatolá Jomeini. Durante medio siglo, muchos izquierdistas españoles y franceses se dejaron fascinar por el castrismo y dedicaron una asombrosa cantidad de energía a defender su revolución. Más tarde, el proceso se repitió con el bolivarianismo venezolano.

Foto: Imagen: L. M.
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Lo más asombroso no era que ese entusiasmo se produjera al principio, porque todos nos ilusionamos con proyectos equivocados, sino que se prorrogara cuando ya era evidente el fracaso. Muchos izquierdistas reconocían su decepción en público y aspiraban a que, ahora sí, en otro lugar del mundo se pusiera en práctica una nueva y mejor versión del socialismo. Pero muchos otros, incluso si en privado reconocían la decepción, seguían defendiendo en público las virtudes de la alternativa comunista. E incluso lo hacían en nombre de otra palabra que ahora vuelve a circular: el pacifismo.

Pero ¿cuáles eran esas virtudes? Solo había dos: la nobleza del intento, por fracasado que fuera y, por encima de todo, el hecho de que esos regímenes eran la única prueba real de que era posible oponerse a Occidente. No importaba que muchos cubanos sufrieran la escasez: su país era un ejemplo de dignidad antiimperialista. Puede que en el mundo soviético hubiera represión, pero al menos Occidente vivía asustado y amenazado, y eso reducía su arrogancia. En las excolonias africanas, algunos regímenes independientes adquirían rasgos tenebrosos, pero le recordaban a Europa que sabían y podían gobernarse solas. Muchas de las críticas que se hacían a Occidente, entonces y ahora, tenían sentido: se había comportado de manera imperialista, había librado guerras crueles y sin sentido y, en sus países, las estructuras sociales eran clasistas. Al mismo tiempo, esos izquierdistas reconocían que los occidentales vivían mejor y gozaban de mayores libertades, pero esa no era la cuestión. La cuestión era que siguiera viva la posibilidad de derrotar al capitalismo y a la democracia liberal. En nombre de la paz.

Mundo distinto, misma lógica

Hoy el mundo es muy distinto: ni siquiera los izquierdistas europeos ponen demasiado esfuerzo en defender la Cuba poscastrista o el desastre venezolano y, cuando el Partido Comunista de España felicitó a su equivalente chino por sus 100 años de historia, uno se habría echado a reír si su régimen no tuviera muchos elementos terribles.

Foto: Putin, en una escuela de aviación en Moscú. (Reuters/Klimentyev) Opinión
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Pero ahora, en el nuevo contexto de la política global, estamos viendo otra vez el mismo mecanismo en funcionamiento: ¿por qué la CUP, tan izquierdista, no condena la invasión de Ucrania, llevada a cabo por un país gobernado por el archiconservador Vladímir Putin? ¿Por qué el Partido Comunista de España acoge actos en defensa de una guerra motivada en parte, según sus promotores, por la salvaguarda del cristianismo? ¿Por qué insiste Podemos en buscar la equidistancia entre los agresores y los agredidos? Por el mero hecho de que Rusia, por deleznable que sea su régimen, es una muestra real de oposición a Occidente, al liberalismo y a cierta concepción de la libertad individual. ¿Serían más felices esos apologistas en Rusia? Por supuesto que no, y lo saben. Pero la sola idea de que los enemigos de Occidente fracasen los llena de rechazo, porque su objetivo es el mismo: cualquier cosa excepto la democracia occidental. Debe existir una alternativa a la OTAN y la UE —las instituciones que mejor encarnan la alianza entre Estados Unidos y Europa que llamamos Occidente—, la que sea. Si para ello hay que aliarse con los peores enemigos, hágase.

Los valores occidentales

En este nuevo contexto, sin embargo, también han surgido antioccidentales de derechas. El lugar donde son más conspicuos es Francia, por supuesto. Varios de sus políticos, que este domingo conseguirán sumados algo más de la mitad de los votos —Melenchon en la izquierda, Le Pen en la derecha nacionalista y Zemmour en el autoritarismo racista—, fueron partidarios declarados de Putin y aún hoy piensan que es recuperable y proponen tratos bilaterales entre Francia y Rusia. Por supuesto, Orbán, Alternativa por Alemania y los Hermanos de Italia siguen viéndole con simpatía porque, aunque sean partidos que se presentan como los verdaderos garantes de los valores de Occidente, se han vuelto contra el valor occidental más importante: la democracia liberal y el pluralismo y la tolerancia que son parte esencial de ella.

Foto: Vladímir Putin, en un reciente homenaje al soldado desconocido. (EFE/Nikolsky) Opinión
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Más allá de esto, la política exterior vuelve a ser hoy presa de este maximalismo. Es cierto que esta guerra, a diferencia de la mayoría, permite una enorme claridad moral: no recuerdo un conflicto reciente en el que fuera tan fácil saber quién era el agresor y quién la víctima, y de qué manera había que ayudar a la segunda. Pero, en muchos espacios del antiliberalismo, hoy de izquierdas y de derechas, la moral implícita en el conflicto es otra: Ucrania es Occidente, o pretendía alcanzar poco a poco esa condición en la medida de sus posibilidades; Rusia, como dijo recientemente uno de los teóricos de su política exterior, se ve a sí misma como la líder del resto del mundo. Por lo tanto, la ecuación es sencilla: no importa quién sea el agresor y quién el agredido, hay que entender y sostener al adversario de Occidente. En nombre de la paz.

Una pregunta ha marcado la política internacional de las democracias liberales europeas y estadounidense durante décadas: ¿por qué cuando se produce un conflicto hay tantos occidentales que no solo se ponen sistemáticamente del lado de nuestros adversarios, sino que apoyan regímenes horribles?

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