Tribuna Internacional
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Los nacionalistas siempre sobrevaloran sus fuerzas y por eso son peligrosos
Marine Le Pen ha hecho promesas sobre defensa, economía o la UE que no podría cumplir. Pero el nacionalismo carece de principio de realidad
Todos los nacionalistas, empezando por Marine Le Pen, tienen un rasgo en común. ¿El amor desinteresado a su nación y todos sus compatriotas? Sabemos bien que no. ¿Una verdadera y genuina estima por el sistema democrático? No necesariamente. ¿Su disposición a sacrificar sus intereses personales por el bien del país? Eso tienden a hacerlo más los patriotas.
El verdadero rasgo que comparten todos los nacionalistas es que siempre sobreestiman su fuerza.
En los últimos tiempos, los ejemplos han sido abundantes. El nacionalismo inglés prometió que, tras el Brexit, Reino Unido recuperaría su prestigio e influencia internacionales, firmaría tratados comerciales que beneficiarían a su industria y bajaría los impuestos y eliminaría regulaciones para impulsar su carácter de centro de negocios internacional. Nada de eso ha sucedido.
Por lo que respecta al nacionalismo catalán, en 2015 Gabriel Rufián afirmó que solo sería diputado durante 18 meses, porque transcurrido ese tiempo Cataluña ya sería independiente y no tendría sentido que los diputados de ERC siguieran sentados en un Parlamento extranjero (ahí siguen, 76 meses después). Su jefe, Oriol Junqueras, dijo más tarde que la independencia era irreversible y Carles Puigdemont declaró que era viable que Estados Unidos reconociera a una Cataluña independiente.
En cuanto a Vox, sus líderes han afirmado que España puede salir de la Organización Mundial de la Salud, que cuando su partido llegue al Gobierno derogará el título octavo de la Constitución, que describe la organización territorial del Estado en comunidades autónomas —en uno de cuyos gobiernos participa—, y que quiere una guerra comercial con China.
Y así podríamos seguir con ejemplos de lo más variado: el partido que gobierna en Polonia, el PiS, sobreestimó su fuerza ante las instituciones europeas en la pugna por el mantenimiento del Estado de derecho en el país; el Gobierno de Donald Trump exageró la capacidad de Estados Unidos de arrastrar a la UE hacia sus posiciones contrarias a China; la esperanza de Juan José Ibarretxe de sacar adelante el plan que llevaba su nombre fue un ejemplo de desmesurado exceso de confianza.
Algo más que promesas imposibles
Se podría decir que los políticos nacionalistas, como todos los demás, hacen promesas incumplibles y que, una vez en el poder, traicionan los compromisos hechos en campaña o los amoldan como pueden a la realidad. Y que, simplemente, se ponen objetivos desmesurados para contar con capacidad negociadora y luego venden logros menores. Algo hay de eso, por supuesto. Pero no solo, como puede verse perfectamente en el programa electoral de Marine Le Pen, que este domingo se enfrenta a Emmanuel Macron en la segunda y definitiva ronda de las elecciones presidenciales francesas.
Le Pen afirma que no pretende que Francia abandone la UE, pero quiere recuperar el control de las fronteras francesas y abandonar las reglas de Schengen sobre movilidad interior, acabar con la política agraria común tal como la conocemos, establecer la primacía del derecho francés sobre el derecho comunitario y reducir unilateralmente su contribución al presupuesto de la UE. Es decir, quiere abandonar la Unión en todo menos en el nombre.
Le Pen quiere sacar a Francia del mando integrado de la OTAN y romper la 'cooperación estructural' con Alemania en el desarrollo de complejos programas de carros y aviones de combate; en su lugar, quiere aumentar las exportaciones de armamento francés y transmitir que Francia es completamente soberana en materia de defensa. Es decir, quiere volver a la situación que anhelaba De Gaulle para su país, y que ni siquiera él pudo conseguir, hace 60 años. Le Pen también propuso prohibir por completo que las mujeres lleven velo en los espacios públicos, como si el Consejo de Estado —que en Francia tiene algunas funciones parecidas a las de un tribunal de última instancia— no hubiera ya dictaminado que las medidas de esta clase socavan los derechos básicos.
La diferencia entre estas promesas incumplibles y las de un político no nacionalista es que las segundas aceptan los límites de la realidad. No es el caso de las primeras.
No tan fuertes
Los nacionalistas luchan constantemente contra el Estado de derecho y el orden internacional porque saben que las reglas imposibilitan el cumplimiento de sus programas. Por eso es peligrosa la manera en que sobreestiman sus fuerzas: no solo porque sus programas están condenados al fracaso, cosa que sucede con agendas políticas de todas las orientaciones, sino porque están dispuestos a romperlo todo para evitar ser percibidos como un fracaso. Y porque creen de veras que encarnan la nación de una manera casi mística, cosa que ningún político liberal pensaría.
Las encuestas dan una ventaja cada vez mayor a Macron sobre Le Pen en las elecciones del domingo. Según el modelo electoral de 'The Economist', el actual presidente tiene alrededor de un 90% de probabilidades de ganar esta segunda vuelta y repetir mandato. Pero como sabemos por precedentes como el de Trump o el Brexit, una alta probabilidad de un resultado no significa que el contrario sea imposible.
Sin embargo, aun en el caso de que Le Pen acabe perdiendo y empiecen a cuestionarla su propio partido y buena parte de la derecha nacionalista, que pueden considerar que, a pesar del crecimiento sostenido de su partido, una década de liderazgo y tres elecciones presidenciales perdidas son demasiadas, su programa y sus ambiciosas expectativas deben ser un recordatorio de por qué el nacionalismo es peligroso. No porque no podamos discutir sobre si necesitamos más o menos inmigración, si debemos repensar nuestra relación con los símbolos nacionales o si no cabe una interpretación algo más conservadora de nuestra propia tradición. Sino porque los nacionalistas se creen muy fuertes y tienden a destruir todo aquello que les recuerda que no lo son. El nacionalismo ruso es el ejemplo más extremo, dramático y aleccionador de todos.
Todos los nacionalistas, empezando por Marine Le Pen, tienen un rasgo en común. ¿El amor desinteresado a su nación y todos sus compatriotas? Sabemos bien que no. ¿Una verdadera y genuina estima por el sistema democrático? No necesariamente. ¿Su disposición a sacrificar sus intereses personales por el bien del país? Eso tienden a hacerlo más los patriotas.
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