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Así está Europa: cuatro lecciones políticas de la última semana
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Ramón González Férriz

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Así está Europa: cuatro lecciones políticas de la última semana

Las instituciones de la UE asisten asombradas al modo en que, por primera vez y de forma inesperada, están siendo capaces de resolver con velocidad y contundencia los problemas que la realidad les pone por delante

Foto: Emmanuel Macron. (EFE/EPA/Christophe Petit Tesson)
Emmanuel Macron. (EFE/EPA/Christophe Petit Tesson)
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Solo he estado en Bruselas unos días: los que van desde la victoria de Macron en las elecciones presidenciales francesas del pasado domingo hasta ayer, cuando se produjo el corte del suministro del gas ruso a dos países de la Unión Europea, Polonia y Bulgaria. Entre medias, la Comisión Europea aceptó inicialmente la propuesta de España y Portugal para contener el precio de la electricidad y se anunció la Ley de Servicios Digitales, quizá —junto a su hermana, la Ley de Mercados Digitales— la regulación más restrictiva con las grandes empresas tecnológicas de internet hasta el momento. Ninguno de esos acontecimientos ha sido inesperado. Pero todos contienen algunas lecciones para el proceso de aprendizaje rápido, atropellado y posiblemente útil que han emprendido las instituciones europeas en los dos últimos años, tras la reacción económica a la pandemia.

-Macron ha ganado con comodidad. Dieciséis puntos de diferencia son muchos, incluso en un sistema presidencial a dos vueltas, como el francés. Es cierto que Le Pen ha conseguido un resultado histórico que demuestra que, en contra de lo que algunos pensaban, el autoritarismo nacionalista es un fenómeno estructural, y no coyuntural, de la política europea. Al mismo tiempo, a los partidos llamados populistas les falta algo para ganar. Son amenazadores, persuaden a muchas personas que, con razón, se sienten olvidadas y a otras que simplemente quieren fastidiar a las élites tradicionales y sustituirlas. Pero siguen sin ser capaces de aglutinar mayorías. Su problema no es que deban girar más hacia el centro o permanecer en el radicalismo. En realidad, en el caso francés, el programa de Le Pen consistía mucho más en conservar elementos del sistema (la edad de jubilación, los subsidios al combustible, la protección del campo) que en subvertirlo o transformarlo. Su problema es de otra naturaleza, más de forma y de cultura política que nítidamente ideológico. Su única estrategia parece ser la amenaza: asustar mucho, pero no demasiado, lo cual es un equilibrio precario. En los últimos años, los políticos centrados han pasado de sentirse muy amenazados a estar razonablemente convencidos de que, aunque el peligro es sistémico, el centro aguantará.

Foto: Foto: EFE/EPA/Mohammed Badra.

-Vivimos en una Europa de reivindicaciones políticas populistas, pero que necesita más que nunca innumerables decisiones muy técnicas, muy especializadas, para hacer frente a problemas nuevos. Los Gobiernos nacionales mandan mucho, por supuesto. Toman muchas decisiones todos los días, y mantienen en pie inmensas burocracias administrativas que hacen que los países funcionen. Pero las decisiones técnicas importantes se toman cada vez más en Bruselas. “Aquí —me dijo un eurodiputado en Bruselas— hablamos todos los días liberales, socialistas y populares, y siempre acabamos poniéndonos de acuerdo. A veces hasta se suman los verdes”. En ocasiones, esas decisiones minuciosamente técnicas tienen que ver con las políticas digitales, las sanciones a Rusia o la reducción de la dependencia energética. Todo es extraordinariamente relevante. Y muchos políticos y técnicos bruselenses observan sin sorpresa, pero con un poco de frustración, las enormes trifulcas políticas que tienen lugar en los parlamentos nacionales. Las entienden. Saben que ellos tienen la suerte de no estar sometidos a la presión de la prensa, la tensión partidista y los ciclos electorales constantes, pero creen que la política nacional se está convirtiendo, en gran medida, en algo teatral. Y que luego ellos deben enfrentarse a la amenaza real.

Foto: Vera Jourová, vicepresidenta de la Comisión Europea a cargo de Valores y Democracia. (EFE)

-Deberíamos dejar de llamar a la derecha autoritaria “antieuropea”. También quienes somos más partidarios de una Unión Europea con cada vez mayor poder y una cierta tendencia hacia la federalización. Hace unos días, una persona cercana a Vox me decía que la meta de su partido, que sabía inalcanzable, sería regresar al Tratado de Niza. “¡O al de Maastricht!”, dijo entre risas, aceptando que la moneda única y las reglas fiscales, entre otros puntos del tratado fundacional de la UE, eran irreversibles a medio plazo. Ese objetivo sería un error peligroso en el mundo actual, en el que China es más fuerte que nunca, Rusia es débil pero arrogante y Estados Unidos impredecible. Pero no es una muestra de antieuropeísmo. El problema de estos partidos no es que reivindiquen la nación frente a la burocracia: es que muchos de ellos son simples nacionalistas, con todo lo que eso implica. El nacionalismo, sin embargo, es una ideología dúctil: véase la reacción del Gobierno polaco ante la amenaza de Rusia y sus llamadas a la solidaridad europea, y la movilización de la UE para asegurarse de que a Polonia no le falta combustible ante el corte del gas ruso. Lo cual se producía al mismo tiempo que la UE iniciaba el proceso de congelación de los fondos que transfiere a Hungría: habrá que ver si el Gobierno de Viktor Orbán sigue con sus bravuconadas o asume el pragmatismo polaco. Está cada vez más solo, que es lo que pretende el nacionalismo, pero ahora empezará a notar las consecuencias.

Foto: Marine Le Pen. (Reuters/Yves Herman) Opinión

-La regulación digital que ha puesto en marcha la UE es sorprendentemente ambiciosa. Pretende hacer compatibles los sistemas de mensajería de las distintas plataformas —al igual que se puede mandar un correo de una cuenta de Gmail a una de Hotmail, aspira a que se pueda escribir un mensaje desde WhatsApp a la cuenta de Twitter de otra persona, por ejemplo—, obligar a las redes sociales a moderar el contenido de manera más estricta, hacer que Google y Facebook sean muchísimo más transparentes a la hora de enseñar anuncios a sus usuarios y que aclaren cómo funcionan sus algoritmos. No es una ley más: es probable que sea la regulación de las grandes tecnológicas más importante en las dos últimas décadas, periodo durante el cual, básicamente, se les dejó hacer con una libertad que hoy resulta increíble.

Anu Bradford, profesora de derecho en la Universidad de Columbia, afirmó en “The Brussels Effect. How the European Union Rules the World” que la UE es una superpotencia regulatoria: impone reglas y más reglas que empresas y terceros países aceptan porque es un mercado demasiado grande y rico como para no hacerlo. Le pregunté a una comisaria europea si, a falta de un ejército europeo, la regulación de la UE era una forma de poder blando. Me corrigió: “es una forma de poder duro”.

Las instituciones de la UE asisten asombradas al modo en que, por primera vez y de forma inesperada, están siendo capaces resolver con velocidad y contundencia los problemas que la realidad les pone por delante. Es imposible ser triunfalista con Bruselas. Pero es interesante ver cómo sus instituciones van aprendiendo lecciones.

Solo he estado en Bruselas unos días: los que van desde la victoria de Macron en las elecciones presidenciales francesas del pasado domingo hasta ayer, cuando se produjo el corte del suministro del gas ruso a dos países de la Unión Europea, Polonia y Bulgaria. Entre medias, la Comisión Europea aceptó inicialmente la propuesta de España y Portugal para contener el precio de la electricidad y se anunció la Ley de Servicios Digitales, quizá —junto a su hermana, la Ley de Mercados Digitales— la regulación más restrictiva con las grandes empresas tecnológicas de internet hasta el momento. Ninguno de esos acontecimientos ha sido inesperado. Pero todos contienen algunas lecciones para el proceso de aprendizaje rápido, atropellado y posiblemente útil que han emprendido las instituciones europeas en los dos últimos años, tras la reacción económica a la pandemia.

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