Tribuna Internacional
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El hombre que nunca estuvo capacitado
Boris Johnson fue demasiado lejos. En realidad, no él, sino su partido al colocarle en el más alto cargo político de su país. Ahora le ha defenestrado a plazos
El filósofo Michael Oakeshott fue el más influyente entre la nueva generación de políticos conservadores británicos que hasta hoy han liderado el país. Era un declarado enemigo de las ideologías y consideraba, a diferencia de los tecnócratas, que la política no consiste en gestionar con frialdad y datos los problemas técnicos que presenta la sociedad. “En la actividad política […] los hombres navegan un mar que no tiene ni límites ni fondo; no hay ni puerto para resguardarse ni suelo para anclar, ni punto de partida ni destino fijo —escribió—. La tarea consiste en mantenerse a flote y en equilibrio”.
Es una definición que parece hecha a medida para los tres años en que Boris Johnson se ha desempeñado como primer ministro británico, antes de su dimisión y su entrada en un incierto periodo en funciones. Más allá de su insistencia en “Get Brexit Done”, en acabar de romper los lazos con la Unión Europea, si era necesario quebrando los pactos alcanzados con esta, nunca se ha sabido cuál era el propósito de Johnson, cuál era su visión política, más allá de ocupar el cargo y reiterar vaguedades sobre las increíbles posibilidades del país tras su salida de la UE.
Se habló de que pretendía renovar el conservadurismo acercándolo a las clases populares y a los trabajadores del norte de Inglaterra airados con las derivas progresistas y posmodernas de la izquierda. Partes importantes de su partido le presionaron para que llevara a cabo una generalizada reducción de impuestos y una reforma profunda de lo que consideraban que era un Estado desproporcionadamente grande para la tradición thatcherista, cosa que aseguró que haría cuando se vio acorralado. Afirmó que su objetivo era devolver a dar a Reino Unido su carácter global, ya sin las ataduras de la regulación europea, pero apenas consiguió firmar un puñado de tratados comerciales con países de economías medianas y, eso sí, liderar la respuesta del mundo contra la invasión rusa de Ucrania.
Sintió que tenía el mandato de reducir enormemente la llegada de inmigrantes, pero a su Gobierno no se le ocurrió otra manera de hacerlo que mandar a los peticionarios de asilo a Ruanda mientras se cumplían los trámites, un plan pensado más para humillar que para funcionar. Como ha sucedido con todos los primeros ministros británicos desde Thatcher, sus apelaciones a la relación especial de su país con Estados Unidos sonaban muy bien en Londres y eran perfectamente ignoradas en Washington. Su gestión de la pandemia fue correcta, pero la desbarató organizando fiestas que se saltaban las reglas del confinamiento. Su intención de practicar un conservadurismo “one nation”, basado en la unión y el consenso, era traicionado una y otra vez por sus instintos elitistas y clasistas. ¿Un primer ministro para qué, más allá de intentar “mantenerse a flote y en equilibrio”?
Pero además de su falta de propósito, Johnson tenía un problema aún más grave: su carácter. No es que fuera una sorpresa. Ha estado en la esfera pública durante más de treinta años y ha demostrado reiteradamente, como periodista y como político, sus virtudes y sus defectos: es divertido, dicharachero, culto, genuinamente liberal y tolerante, y es brillante en las campañas electorales. Pero también es mentiroso, frívolo, caótico y poco trabajador, siente que las reglas no van con él y tiene una capacidad inusitada para quemar a sus colaboradores más cercanos. Cuando los conservadores decidieron escogerle líder del partido tras el fracaso de Theresa May, sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Ahora, quienes le han defenestrado a la espera de que surja un sustituto, un proceso que podría durar semanas, parecen haber descubierto en los últimos días su clara incapacidad para gestionar un Estado moderno y su tendencia a dejar sin resolver una crisis tras otra.
Pero es una muestra de hipocresía. Johnson no iba a cambiar una vez en el cargo y, efectivamente, no lo ha hecho. Si acaso, en estos tres años ha quedado aún más claro el disparate que era pensar que ese hombre podía desempeñar un cargo tan exigente con la misma soltura irónica con la que recitaba poemas en latín, escribía columnas brillantes o encadenaba chistes en sus muy bien pagados discursos públicos. Johnson no podía renovar el conservadurismo. No podía transformar el Estado británico. No podía siquiera gestionar el día a día. Sólo podía ganar el referéndum del Brexit y las elecciones y después esperar a que sus dotes de “entertainer” le permitieran mantenerse una década en el cargo. No ha sido así.
Además de tener una concepción cruda y realista de la política, Oakeshott defendía una versión escéptica del conservadurismo. Este no debía tener grandes planes ideológicos, sino simplemente reconocer que los humanos preferimos las cosas conocidas a las desconocidas, la tradición a la innovación, las pequeñas satisfacciones a las grandes promesas abstractas, la resignación sana a la indignación constante. Dentro de esas coordenadas, los políticos conservadores tenían que dejar hacer a la gente y garantizar su libertad. Y para ello no estaba mal una cierta dosis de excentricidad: la originalidad era la demostración última de independencia y criterio, y una tradición que había conformado la política británica desde tiempos de la reina Victoria. En ese sentido, Johnson parecía el conservador idiosincrásico. Pero había un pequeño problema: su total, absoluta y conocida falta de disciplina.
Tal vez, como defendió Oakeshott, la manera en que uno hace política sea ante todo una cuestión de estilo, una forma de entender la vida, y no la simple ejecución de leyes y elaboración de presupuestos. Pero Boris Johnson fue demasiado lejos. En realidad, no él, sino su partido al colocarle en el más alto cargo político de su país. Ahora le ha defenestrado a plazos y finge que nunca pensó que esto podía llegar a pasar. Pero era evidente que lo haría.
El filósofo Michael Oakeshott fue el más influyente entre la nueva generación de políticos conservadores británicos que hasta hoy han liderado el país. Era un declarado enemigo de las ideologías y consideraba, a diferencia de los tecnócratas, que la política no consiste en gestionar con frialdad y datos los problemas técnicos que presenta la sociedad. “En la actividad política […] los hombres navegan un mar que no tiene ni límites ni fondo; no hay ni puerto para resguardarse ni suelo para anclar, ni punto de partida ni destino fijo —escribió—. La tarea consiste en mantenerse a flote y en equilibrio”.
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