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Detener a Rusia merece el esfuerzo que estamos haciendo
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Ramón González Férriz

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Detener a Rusia merece el esfuerzo que estamos haciendo

Debemos asumir los costes de defender uno de los principios en los que se basan nuestro bienestar y tranquilidad: el mantenimiento, por precario y dificultoso que sea, de un orden global basado en reglas

Foto: Vladímir Putin. (Reuters/Maxim Shemetov)
Vladímir Putin. (Reuters/Maxim Shemetov)
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Hace seis meses, Vladímir Putin cometió esa clase de errores de cálculo de los que está hecha la historia. Tras décadas de intoxicación ideológica, en uno de los casos más evidentes de élites que se acaban creyendo su propia propaganda, con información de Inteligencia equivocada y sobrevalorando las capacidades del propio Estado, Putin inició la segunda fase de la guerra en Ucrania (la primera tuvo lugar en 2014) convencido de que sería un asunto relativamente sencillo y rápido.

Sencillo porque los ucranianos, más allá de su Gobierno de corruptos, drogadictos y degenerados, apenas opondrían resistencia. Tan rápido, que los países europeos no tendrían tiempo de reaccionar y no les quedaría más remedio que encogerse de hombros y reconocer a regañadientes el nuevo 'statu quo' representado por un Gobierno títere en Kiev manejado por Moscú.

Foto: El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante la rueda de prensa ofrecida en la segunda jornada de la cumbre de la OTAN. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

Las consecuencias de ese error de cálculo son cientos de miles de muertos y heridos, una economía global al borde del ataque de nervios y una reconfiguración del orden geopolítico rápida y radical. Pero también una inesperada determinación en Occidente de ayudar a Ucrania a revertir la situación. Pocos días después de la invasión, pareció que la OTAN recordaba para qué existía: no solo se planteó aumentar su presencia en lugares como Polonia o los países bálticos, sino que aceptó la entrada de dos países históricamente neutrales, Finlandia y Suecia.

Alemania, que durante tres décadas había fomentado las relaciones con Rusia por razones históricas —la creencia de que estas ayudarían a acercarla a los valores liberales, además del deseo de expiar la brutalidad de los nazis en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial— y económicas —su economía se sustenta, en buena medida, en la energía barata importada de Rusia—, fue despertando con una rapidez inusitada y tomó medidas drásticas en lo que enseguida se llamó una 'Zeitenwende', un cambio de época.

La Comisión Europea empezó a hablar de ejércitos, armas, nuevas normas fiscales y la ampliación de la UE: de un día para otro, Ucrania y Moldavia se convirtieron en (improbables) candidatos a la adhesión. Aunque fuera con dificultades, los países miembros pactaban duras sanciones. Y, 'last but not least', Estados Unidos volvió a convertirse en lo que siempre le ha gustado creer que era: el líder del mundo libre. Sin el liderazgo de Joe Biden, y el armamento y el dinero de Estados Unidos, nada de esto habría sucedido.

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La gran pregunta que nos hemos venido haciendo en los últimos seis meses es: ¿cuándo nos cansaremos de asumir los costes que requiere ponerse claramente del lado de Ucrania? Las vacilaciones han aparecido en todas partes. En España, desde en el Gobierno de coalición hasta en este periódico. Esteban Hernández escribió que “se impusieron las sanciones, y los que vamos perdiendo somos los europeos”. Para Carlos Sánchez, esas sanciones son de una “insoportable inutilidad”. Josep Martí Blanch afirmaba que llegaremos a preguntarnos “si debemos encerrar en campos de concentración a los rusos que ya viven entre nosotros”. Descartada la creación de un gulag en la Costa Dorada, es lícito preguntarse por la efectividad de las sanciones y su impacto en nuestra economía.

Es cierto, por lo que respecta a lo primero, que su efecto está siendo más lento de lo esperado; lo es, también, que las economías occidentales están sufriendo una enorme inflación en parte debida a la guerra, y que hay zonas del mundo que podrían sufrir escasez de alimentos si persiste el bloqueo ruso a las exportaciones ucranianas. Desengancharnos de la energía rusa va a ser uno de los 'shocks' autoinfligidos más importantes de la historia reciente. Fruto de él son, en parte, unos precios de la electricidad y el gas históricamente altos en España y las medidas de ahorro energético que se aprobaron este jueves en el Congreso.

Desengancharnos de la energía rusa va a ser uno de los 'shocks' autoinfligidos más importantes de la historia reciente

Ahora bien: ¿qué hacer? Desestimemos las llamadas al heroísmo bélico y el sufrimiento justo: las sociedades occidentales aprecian mucho su bienestar y está bien que así sea. Nadie quiere verse obligado a escoger entre una factura energética más baja y la paz en el mundo. Pero sí debemos pensar estratégicamente, y las democracias tienen una cierta responsabilidad hacia las demás democracias. Una responsabilidad de socorro mutuo y de defensa de una visión del mundo basada en el pluralismo y la resolución pacífica de los conflictos. Ucrania era una democracia extremadamente imperfecta antes de la invasión, pero su intento de ir homologándose con las democracias europeas era serio y firme, y buena parte de su sociedad aspiraba —aún sin demasiado éxito— a deshacerse de una economía sometida a mil trampas oligárquicas.

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Las democracias occidentales debían apoyar ese proceso —como se hizo en el pasado con España— y deben apoyar ahora que Ucrania pueda deshacerse del invasor y retomar ese lento y no siempre exitoso camino hacia la democratización plena. No solo por solidaridad: Rusia ha demostrado no conocer ningún límite para su expansionismo imperialista, y si no se la detiene de manera tajante, mañana puede intentar hacer algo parecido en países de la OTAN y la UE, y sin duda seguir interfiriendo en las democracias por medio de la propaganda, la financiación de sus partidos más radicales y, en casos extremos como los recientes de Reino Unido, el intento de asesinato.

En este caso, los llamamientos a la diplomacia y al alto el fuego pactado son apelaciones al pensamiento mágico: basta con ver cómo ha tratado Rusia a Chechenia, Georgia o Bielorrusia para darse cuenta de que solo la derrota cambiará su comportamiento. En esto, las democracias occidentales también tienen un interés legítimo que va más allá de la solidaridad: la defensa propia. Y para ello son necesarias las sanciones, aunque sus efectos más profundos tarden en llegar.

Hace seis meses Vladímir Putin cometió un error de cálculo despreciable que ha arrastrado a Ucrania a la tragedia y a medio mundo al miedo y la inestabilidad económica. Ante eso, es legítimo dudar acerca de los medios, pero debemos asumir los costes de defender uno de los principios en los que, en última instancia, se basan nuestro bienestar y tranquilidad: el mantenimiento, por precario y dificultoso que sea, de un orden global basado en reglas.

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Hace seis meses, Vladímir Putin cometió esa clase de errores de cálculo de los que está hecha la historia. Tras décadas de intoxicación ideológica, en uno de los casos más evidentes de élites que se acaban creyendo su propia propaganda, con información de Inteligencia equivocada y sobrevalorando las capacidades del propio Estado, Putin inició la segunda fase de la guerra en Ucrania (la primera tuvo lugar en 2014) convencido de que sería un asunto relativamente sencillo y rápido.

Vladimir Putin Conflicto de Ucrania
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