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Un invierno del descontento con líderes débiles
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Ramón González Férriz

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Un invierno del descontento con líderes débiles

Parece que tenemos ante nosotros otro invierno del descontento. Será un periodo difícil, pero de los que se pasan un poco mejor si existe un liderazgo fuerte como el que recomienda Kissinger

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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“Cualquier sociedad, con independencia de cuál sea su sistema político, se encuentra en un tránsito perpetuo entre un pasado que conforma su memoria y una visión del futuro que inspira su evolución”, dice Henry Kissinger, exsecretario de Estado estadounidense, en su nuevo libro, 'Leadership', un estudio sobre la manera en que varios líderes mundiales del siglo XX desplegaron sus estrategias políticas. “En ese recorrido, el liderazgo es indispensable: hay que tomar decisiones, ganarse la confianza, mantener las promesas, proponer una forma de avanzar”. Sus ejemplos no son sorprendentes. Estudia la trayectoria de Charles de Gaulle, que lideró Francia tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial; de Richard Nixon, que según él puso las bases para que la Guerra Fría terminara de manera pacífica, y de Margaret Thatcher, que sacó a Reino Unido de una crisis paralizante tras el llamado 'invierno del descontento', una suma de inflación, conflictos sociales y reformas atascadas en el Reino Unido de finales de los años setenta.

Parece que tenemos ante nosotros otro invierno del descontento. Aunque tendrá características particulares, debidas en parte a la guerra de Ucrania y a una novedosa, aunque lenta, desglobalización, sabemos más o menos cómo será: una inflación alta, unos precios de la energía salvajes, quizá racionamientos del consumo, intensas discusiones sobre la necesidad de controlar los precios de algunos productos básicos, choques geopolíticos con amenaza de conflicto serio y exigencias de aumentos salariales y de prestaciones a la altura de todo lo anterior. Será en todo caso un periodo difícil, pero de los que se pasan un poco mejor si existe un liderazgo fuerte como el que recomienda Kissinger (aunque no necesariamente de derechas, como todos los líderes occidentales a los que elogia en su libro): el de alguien que tenga un profundo conocimiento de su sociedad, una fuerte intuición de adónde se quiere llegar, que fije objetivos y establezca una estrategia. Y que sepa contárselo a los ciudadanos para que estos tengan un cierto grado de confianza y, por supuesto, le voten en las próximas elecciones. Por desgracia, no será así en esta crisis. Ni en España ni, prácticamente, en ninguna parte.

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Eso no se debe por fuerza, como en ocasiones se argumenta, a que estemos condenados a ser gobernados por líderes peores o, simplemente, por políticos sin capacidad de liderazgo. Más que los líderes, lo que ha cambiado en los países democráticos es la sociedad. Hoy en día, esta no siempre está más polarizada, pero sí es posible que sintamos más hostilidad por los líderes que no nos gustan y sus partidarios: Pedro Sánchez es un mal presidente, pero es probable que la retórica según la cual es un comunista que va a disolver la democracia y la nación no solo sea exagerada, sino fruto de cierta fijación. También han cambiado mucho los medios de comunicación: los líderes del siglo XX se enfrentaban a los periódicos, las televisiones y las radios; hoy no solo han cambiado estos medios—que se han vuelto, en algunos casos, menos deferentes— sino que la digitalización ha supuesto que los políticos siempre estén expuestos. Eso ha incentivado el exhibicionismo y aumentado la exigencia de una cierta idea de transparencia. Hoy, incluso tenemos acceso, como ha sucedido en Finlandia, a las juergas grabadas de los primeros ministros.

Las sociedades de hoy, además, son más plurales, lo que hace más difícil que existan mayorías absolutas. No solo no la hay en España; en Francia, Macron debe lidiar con una Asamblea sin mayoría afín, y el canciller alemán, Olaf Scholz, lidera una coalición de tres partidos con algunas creencias antitéticas. Todo esto nos ha hecho más volátiles —Reino Unido lleva cuatro primeros ministros en seis años— y más proclives a cambios abruptos —es probable que Italia pase en poco tiempo de una coalición amplísima liderada por un liberal reformista como Mario Draghi a un Gobierno con una mayoría raspada liderado por la derechista autoritaria Giorgia Meloni—. Esto tiene algunas causas positivas: somos más heterogéneos (en nuestra forma de vida, en nuestras creencias religiosas), más libres e individualistas y más exigentes. Pero tiene algunas claramente negativas: entre ellas, que es imposible liderar como se lideraba antes.

Foto: Olaf Scholz. (EFE/Hannibal Hanschke)

Por eso la crisis que viene este invierno es particularmente peligrosa. Europa saldrá adelante, y puede que incluso lo haga con cierto éxito y poniendo las bases de un futuro menos dependiente de la caprichosa tiranía de Vladímir Putin. Pero podemos estar casi seguros de que la población no superará el golpe porque tenga confianza en el líder de su país o porque crea que existe una estrategia nacional sobre el camino que estamos emprendiendo. Todo cambia tan rápido que los líderes bastante tienen con mantener una buena intención de voto en la encuesta de mañana, en satisfacer a su socio de coalición incómodo pasado mañana y en empezar a pensar en la campaña de reelección… todos los días. Lo único constante es la volatilidad.

A veces se echan de menos los liderazgos fuertes, no necesariamente de titanes como los que elogia Kissinger —a quienes disculpa, en general, sus flaquezas o crueldades, no tan distintas de las que mostró él mismo cuando era político—, sino de dirigentes sólidos como Felipe González o José María Aznar. Pero, de gobernar hoy, a González no le habría quedado más remedio que tener una cuenta de Twitter en la que sugerir que los huelguistas asturianos estaban conchabados con la derecha y Aznar habría tenido que hacerse selfis para Instagram con el 'hashtag' #EspañaVaBien. Así lo exige la política actual.

Sin embargo, en ella también se da una paradoja que no es cómoda para quien cree de veras en las virtudes de la democracia. Hoy en día, los políticos que son más libres para tomar decisiones controvertidas o poco populares son los de instituciones europeas como la Comisión o el Banco Central Europeo. A ellos no les escogen los ciudadanos —o lo hacen de una manera muy indirecta—, su reelección no depende de su popularidad y sus competencias son tan técnicas que la mayoría de la población no es capaz de entender lo que hacen. Por eso, paradójicamente, es de esas instancias de las que podemos esperar más y mejores soluciones para la crisis que viene, y al mismo tiempo eso tiene algún que otro conflicto democrático. Pero, recuerden: el problema no son los líderes nacionales, sino probablemente cómo les exigimos que sean ahora.

“Cualquier sociedad, con independencia de cuál sea su sistema político, se encuentra en un tránsito perpetuo entre un pasado que conforma su memoria y una visión del futuro que inspira su evolución”, dice Henry Kissinger, exsecretario de Estado estadounidense, en su nuevo libro, 'Leadership', un estudio sobre la manera en que varios líderes mundiales del siglo XX desplegaron sus estrategias políticas. “En ese recorrido, el liderazgo es indispensable: hay que tomar decisiones, ganarse la confianza, mantener las promesas, proponer una forma de avanzar”. Sus ejemplos no son sorprendentes. Estudia la trayectoria de Charles de Gaulle, que lideró Francia tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial; de Richard Nixon, que según él puso las bases para que la Guerra Fría terminara de manera pacífica, y de Margaret Thatcher, que sacó a Reino Unido de una crisis paralizante tras el llamado 'invierno del descontento', una suma de inflación, conflictos sociales y reformas atascadas en el Reino Unido de finales de los años setenta.

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