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La pesada carga de reinar un país en declive
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Ramón González Férriz

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La pesada carga de reinar un país en declive

A los setenta y tres años, Carlos se encuentra al principio de su reinado. Tiene ante sí un reto monumental para un hombre de su edad: demostrar que la monarquía aún es compatible con el pragmatismo y la transparencia

Foto: Carlos III saludando al gentío de británicos. (Reuters/Henry Nicholls)
Carlos III saludando al gentío de británicos. (Reuters/Henry Nicholls)
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"La pesada responsabilidad de la soberanía". Así se ha referido Carlos III a la tarea que tiene por delante durante el acto de su proclamación como rey tras el fallecimiento de su madre, Isabel II. Este ha tenido lugar en el Palacio de San Jaime, bajo la supervisión del tradicional —y básicamente ceremonial— Consejo Privado, el pintoresco conjunto de políticos, expolíticos, obispos, jueces y funcionarios, instituido en el siglo XVIII, que teóricamente asesora al rey. Hasta ahora esta siempre había sido una ceremonia privada. Pero Carlos ha querido que se retransmitiera por televisión. Es una síntesis de la "pesada responsabilidad" que asume: ¿cómo hacer compatible la vieja pompa monárquica con las nuevas exigencias comunicativas?

En un libro clásico de 1867, "The English Constitution", uno de los pioneros del periodismo moderno, Walter Bagehot, se propuso explicar cómo funcionaba realmente el poder en Reino Unido. Afirmaba que había muchas teorías al respecto, muchas de ellas basadas en las leyes, la supuesta separación del poder judicial o los equilibrios entre los distintos estamentos sociales. Pero en Londres el poder no funcionaba así, decía. En realidad, este se dividía en dos partes: "la parte dignificada" y "la parte eficiente". La primera tenía por fin "inspirar y mantener la reverencia de la población", la segunda era aquella que, "en realidad, trabaja y gobierna". La primera estaba representada por la monarquía, sus tradiciones, su papel ceremonial y su pompa. La segunda, por un gobierno de hombres grises, resueltos, eficaces y con pocos escrúpulos. La primera "impresiona a las masas". La segunda, "gobierna a las masas".

Ha sabido recuperar un cierto prestigio público tras la muerte trágica de Diana Spencer

La teoría de Bagehot ha sido dada por buena durante más de un siglo y medio. Y, en cierta medida, ha sido la inspiración de muchas monarquías parlamentarias en las que, como se dijo en España, el rey reina pero no gobierna. Sin duda, fue una teoría certera para el reinado de Isabel II: en los años cincuenta del siglo pasado, mientras Reino Unido perdía gradualmente su imperio y se transformaba lenta pero constantemente en una democracia moderna normal, la reina recibía a los Beatles en Buckingham Palace para concederles la medalla de la Excelentísima Orden del Imperio Británico y, al mismo tiempo, el primer ministro Harold Wilson intentaba poner en práctica una economía planificada. La cuestión, en parte implícita en el discurso de Carlos III durante su proclamación, es en qué medida él, y otras monarquías parlamentarias como la española, pueden seguir llevando a cabo esa impecable tarea en una época mucho más igualitaria, exigente con la transparencia de los poderes públicos y suspicaz con el clasismo.

Carlos encarna estas ambigüedades. Por un lado, como ha demostrado en su proclamación, domina perfectamente la pompa monárquica, para la que se ha preparado durante setenta años; ha sabido recuperar un cierto prestigio público tras la muerte trágica de Diana Spencer y la creciente certidumbre de que no fue un marido ejemplar; ya en sus primeros pasos ha demostrado que es plenamente consciente de que no es solo el rey de Inglaterra, sino el consejero delegado de una empresa rica, llamada Familia Real, que se dedica a negocios no siempre claros y que requiere un mando implacable y mucho talento para las relaciones públicas. Aunque nunca ha llegado a tener una popularidad comparable a la de su madre, ni a la incipiente de su hijo, ha conseguido que los tabloides —otro verdadero contrapoder londinense— y las élites hayan aceptado a su esposa Camilla como una presencia ineludible.

Ha asumido causas que van más allá de la simple filantropía y entran de lleno en la política

Al mismo tiempo, como explicaba ayer nuestra corresponsal Celia Maza, ha estado expuesto durante décadas a la opinión pública, por lo que tiene un pasado que la mayoría de los monarcas recién proclamados prefieren no tener. A Carlos le interesa la política, no solo la pompa, y lleva mucho tiempo presionando a políticos electos con cartas, llamadas y reuniones para tratar de influir en sus decisiones. Ha asumido causas que van más allá de la simple filantropía y entran de lleno en la política: ha sido un pionero defensor del medioambiente, ha criticado en público la arquitectura moderna (llegó a echar una bronca a los arquitectos del Royal Institute of Architects por no replicar los elementos clásicos de la arquitectura tradicional inglesa en los edificios modernos) y ha dicho que la compra de ropa clásica y hecha a mano no es un capricho, sino una inversión duradera en piezas que pueden durar toda una vida, frente a la costumbre de comprar ropa barata, de usar y tirar, que caracteriza a nuestra sociedad.

No pasa nada porque un rey tenga ideas más conservadoras y aristocráticas que la media de los ciudadanos, ni por supuesto que tenga una personalidad definida —su madre tenía esos dos rasgos de manera notable—, pero son cosas que un rey del siglo XXI debe manejar con un inmenso cuidado.

A los setenta y tres años, Carlos se encuentra al principio de su reinado. Tiene ante sí un reto monumental para un hombre de su edad: demostrar que la monarquía aún es compatible con el pragmatismo y la transparencia, y que puede seguir siendo una institución neutra pero con utilidad política. Todos los reyes contemporáneos están haciendo un esfuerzo parecido para demostrarlo, pero resulta cada vez más difícil.

Carlos ha sido proclamado rey en un momento de declive nacional

Por si eso fuera poco, Carlos ha sido proclamado rey en un momento de declive nacional. La decadencia también marcó el reinado de su madre: no solo por la descomposición del Imperio, sino por la pérdida de autonomía de la política exterior del país durante la crisis del canal de Suez de 1956, en la que Estados Unidos ordenó tajantemente al Gobierno británico que cediera ese territorio crucial a Egipto; o el caos de los años setenta, durante el cual, en 1976, el país tuvo que ser rescatado por el Fondo Monetario Internacional. A eso se ha sumado una sucesión de líderes incapaces de llevar a cabo el Brexit, el gran empeño de una generación que quiso sacar a Reino Unido de ese paulatino declive, y que probablemente lo haya agravado.

Carlos seguramente no pueda hacer nada por detener ese declive relativo. Pero si se entrometiera en la política e impusiera sus preocupaciones morales a toda la nación, como parece que ha querido hacer en ocasiones, el reparto de poder explicado por Bagehot se vendría abajo. Y ese declive podría agravarse.

"La pesada responsabilidad de la soberanía". Así se ha referido Carlos III a la tarea que tiene por delante durante el acto de su proclamación como rey tras el fallecimiento de su madre, Isabel II. Este ha tenido lugar en el Palacio de San Jaime, bajo la supervisión del tradicional —y básicamente ceremonial— Consejo Privado, el pintoresco conjunto de políticos, expolíticos, obispos, jueces y funcionarios, instituido en el siglo XVIII, que teóricamente asesora al rey. Hasta ahora esta siempre había sido una ceremonia privada. Pero Carlos ha querido que se retransmitiera por televisión. Es una síntesis de la "pesada responsabilidad" que asume: ¿cómo hacer compatible la vieja pompa monárquica con las nuevas exigencias comunicativas?

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