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Orden contra caos: así ven la guerra en Rusia (y China)
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Ramón González Férriz

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Orden contra caos: así ven la guerra en Rusia (y China)

Si uno observa los conflictos de los últimos 100 años, la razón es la filosofía. Las guerras se libran por ideas, aunque los cínicos crean que eso solo lo sostienen los ingenuos

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE/EPA/Pool/Sputnik/Maksim Blinov)
El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE/EPA/Pool/Sputnik/Maksim Blinov)
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Las guerras siempre tienen muchas razones. Se desatan por territorios, por el control de los recursos, por venganza y orgullo o por la enajenación de la élite dominante. Muchos creen que, al final, la causa de toda guerra es el poder o el dinero. Ninguna de esas razones es falsa. Pero la principal, si uno observa los conflictos de los últimos 100 años, es la filosofía. Las guerras se libran por ideas, aunque los cínicos crean que eso solo lo sostienen los ingenuos. Ese es el caso de la guerra de Ucrania. Y, por extensión, de la guerra fría en la que, poco a poco, aunque con ambigüedades, nos vamos adentrando.

Simplificando un poco, en Occidente tendemos a pensar que esta es una lucha entre dos modelos políticos y sociales que no solo son muy desiguales moralmente, sino que de manera casi inevitable tienden a chocar por una cuestión de valores: la democracia liberal y la dictadura nacionalista. Lo definió muy bien la presidenta de la Comisión Europa, Ursula von der Leyen, en el discurso del estado de la Unión del pasado 14 de septiembre: “Esta no es solo una guerra que Rusia ha lanzado contra Ucrania. Esta es una guerra contra nuestra energía, una guerra contra nuestra economía, una guerra contra nuestros valores y una guerra contra nuestro futuro. Esto es la autocracia contra la democracia”.

Pensamos que esta es una lucha entre dos modelos políticos y sociales que son muy desiguales moralmente y chocan por valores

Por supuesto, los occidentales no solo podemos tener tratos comerciales, de defensa o migratorios con dictaduras: en muchos sentidos, hemos convertido eso en un refinado ejercicio de hipocresía. Compramos petróleo a Arabia Saudí, fabricamos la mayor parte de nuestros cachivaches en China y nuestro historial con las dictaduras africanas o latinoamericanas es deleznable. Oscilamos entre el idealismo y la 'realpolitik', y tal vez esa oscilación sea nuestra única opción viable.

Pero, al mismo tiempo, sentimos repugnancia moral cuando uno de los países que no forman parte de nuestro club político agrede a otro que forma parte de él. Y nos gusta el relato que prendió durante la anterior Guerra Fría y que ahora aplicamos a esta: hay un mundo libre y hay un mundo que no lo es; no queremos lanzar por la borda nuestro bienestar para derrotar al segundo, pero sí estamos dispuestos a hacer ciertos sacrificios para que no crea que puede dominarnos y para convencer a los países indecisos de que se pongan de nuestro lado. ¿Por qué? También por recursos, poder y dinero, pero sobre todo por la convicción de que nuestro modelo es mejor: vemos el mundo en términos de democracia y libertad contra dictadura y sumisión.

Foto: El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante la rueda de prensa ofrecida en la segunda jornada de la cumbre de la OTAN. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

Pero, inevitablemente, el otro lado de esta guerra real y de la incipiente guerra fría no lo ve así. Sus términos son otros. Los describió muy bien Vladímir Putin en el discurso del pasado viernes 30 de septiembre, en que explicó por qué Rusia se anexionaba regiones pertenecientes a Ucrania y, en última instancia, por qué inició esta guerra: Occidente, dijo, se ha embarcado en una “negación radical y completa de las normas morales, la religión y la familia”. La “dictadura” de las élites occidentales “se dirige contra todas las sociedades, incluidos los pueblos de los propios países occidentales. Es un reto a todo el mundo. Es una negación completa de la humanidad, el derrocamiento de la fe y los valores tradicionales. De hecho, la supresión de la libertad ha adoptado los rasgos de una religión: el abierto satanismo”.

Xi Jinping nunca lo diría de una manera tan tosca, ni utilizaría argumentos religiosos tan disparatados, pero su mensaje podría ser el mismo, y es el que ha utilizado la élite del Partido Comunista chino en múltiples ocasiones: el liberalismo occidental está condenado a desaparecer porque su sistema político, basado en la separación de poderes, y su economía, basada en el individualismo y el consumo desaforados, generan contradicciones, caos y la negación de los principios básicos del nacionalismo, la sumisión a la jerarquía y el sacrificio personal.

placeholder El presidente de China, Xi Jinping. (Reuters)
El presidente de China, Xi Jinping. (Reuters)

Líderes como Putin o Xi asumen que su autoritarismo requiere en ocasiones una cierta brutalidad contra los disidentes; una brutalidad que creen que nosotros también aplicamos, aunque hipócritamente lo neguemos. Pero sostienen que eso es indispensable para mantener una sociedad cohesionada y sometida a las órdenes de unos líderes cuya legitimidad va más allá de los votos, los sistemas electorales y la separación de poderes liberal. Es una legitimidad que les hace guardianes del orden y la perduración de sus naciones.

Por supuesto, países como Rusia o China no solo están dispuestos a hacer negocios con Occidente, sino que toda su economía depende de ello. Muchas veces, incluso reconocen que nuestro sistema nos ha hecho más prósperos, aunque eso esté condenado a dejar de ser así por nuestra propia debilidad corrupta y la conflictividad que esta provoca en el interior de las sociedades. Pero si nuestra manera de ver la nueva geopolítica es en términos de democracia contra dictadura, la suya se basa en la distinción entre orden y caos. Lo único que ellos pretenden es un mundo ordenado con sus países en el centro gestionando ese orden. Y eso solo se consigue, creen, parándole los pies al liberalismo occidental y a su máquina de generar sociedades fragmentadas.

Líderes como Putin o Xi asumen que su autoritarismo requiere en ocasiones una cierta brutalidad contra los disidentes

Estas ideas, que inevitablemente estoy simplificando, son robustas. Aparecen en discursos, impregnan los papeles de los 'think tanks' más serios y reflejan las visiones de la vida y la sociedad en los dos lados, que son esencialmente contrapuestas. Ambas cuentan con tradiciones literarias, filosóficas y políticas con siglos de antigüedad, aunque muchos occidentales quisieran poner el orden autoritario por encima de la libertad, y muchos no occidentales prefieran el individualismo al sometimiento al grupo.

No son equivalentes moralmente: el mundo libre es, de hecho, más libre y próspero que el otro, y nunca deberíamos olvidarlo. Pero tampoco deberíamos ignorar la ideas del contrario al fijar el marco del debate. Este, para Occidente, es la democracia (nosotros) contra la tiranía (ellos). Para Rusia y China, por muchas que sean las diferencias entre ellas, es el orden (ellos) contra el caos (nosotros). No son ideas absolutas y caben mil matices en ellas. Pero recuerden: esos son los distintos marcos que regirán la próxima década.

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Las guerras siempre tienen muchas razones. Se desatan por territorios, por el control de los recursos, por venganza y orgullo o por la enajenación de la élite dominante. Muchos creen que, al final, la causa de toda guerra es el poder o el dinero. Ninguna de esas razones es falsa. Pero la principal, si uno observa los conflictos de los últimos 100 años, es la filosofía. Las guerras se libran por ideas, aunque los cínicos crean que eso solo lo sostienen los ingenuos. Ese es el caso de la guerra de Ucrania. Y, por extensión, de la guerra fría en la que, poco a poco, aunque con ambigüedades, nos vamos adentrando.

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