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Lo que dos fábricas vacías de Italia nos dicen sobre Europa
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Ramón González Férriz

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Lo que dos fábricas vacías de Italia nos dicen sobre Europa

La Comisión ha llamado a su nuevo gran proyecto la Nueva Bauhaus Europea, que quiere dar una pátina verde, sostenible y accesible a la vieja tradición industrial del continente

Foto: Vista de los edificios industriales en Ivrea, Italia. (EFE/EPA/Maurizio Gjivovich)
Vista de los edificios industriales en Ivrea, Italia. (EFE/EPA/Maurizio Gjivovich)
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El edificio más interesante de Turín no es barroco, no está en el centro y no alberga ninguna de sus lujosas tiendas de ropa o productos delicatessen. Se llama el Lingotto y se llega a él cruzando un digno y anodino barrio de trabajadores. Originalmente, fue una fábrica de coches FIAT que la familia Agnelli hizo construir en los años veinte del siglo pasado. Aún hoy impresiona por su vanguardismo: en ella se fabricaban coches siguiendo la reciente técnica de la cadena de montaje, los vehículos en producción iban ascendiendo por sus cinco pisos a medida que el trabajo avanzaba y cuando estaban terminados daban unas cuantas vueltas de prueba en el circuito ovalado situado en la terraza superior. Fue el emblema de una ciudad industrial, rica, dispuesta a competir con los estadounidenses con una mezcla de orgullo y pasión por lo moderno. Pero la fábrica decayó y desde hace tres décadas se ha convertido en un centro comercial en el que suena música latina mientras uno se come una hamburguesa o compra ropa. Otra parte está completamente vacía. La pista de la terraza, aún impresionante, alberga un café, jardines sostenibles y unas feas esculturas modernas. Recorriéndola, es difícil imaginar allí a un viejo obrero del automóvil.

Una sensación parecida se tiene si uno va a Ivrea, a una hora en tren de allí. Es una pequeña y rica ciudad de unos 20.000 habitantes cerca ya de los Alpes. De nuevo, su edificio más interesante está en un polígono industrial: en concreto, la fábrica construida en los años cincuenta donde Olivetti fabricaba las máquinas de escribir y las calculadoras que se vendían por millones. Los distintos edificios del complejo son sobrios, vanguardistas, eficientes y experimentales, y reflejan el carácter del patrón, Adriano Olivetti, un tipo singular, llamado desdeñosamente por la patronal italiana “el emprendedor rojo”, por los muchos servicios que ofrecía a sus trabajadores: desde una guardería para los hijos de las trabajadoras —a las que además daba bajas de maternidad— hasta casas adaptadas a las necesidades de las familias numerosas, además de una biblioteca o una cantina. En el momento de auge de la empresa, en los años sesenta, cuando competía con la tecnología japonesa y estadounidense y diseñaba ordenadores, Olivetti murió y nadie en Italia consideró verosímil que su empresa pudiera ser líder en la fabricación de 'hardware'. Hoy estos edificios, en gran medida vacíos, son un museo de la Unesco tan poco transitado que sus responsables parecieron entusiasmados de ver a dos visitantes, nos colmaron de atenciones y dieron por hecho que éramos arquitectos: ¿quién si no iba a visitar una vieja fábrica? Nos llevamos unas tazas y unas láminas con el diseño inconfundible de la casa, que hoy tiene la sede en un edificio contiguo más anodino. Y no hay ningún obrero: solo oficinistas que trabajan en big data y soluciones de 'software' para empresas.

Foto: EC.

Son solo dos ejemplos de lo que Italia fue y dejó de ser por una mezcla de falta de empeño político, extinción de los viejos patrones de la industria y, por supuesto, la globalización, que a pocos países ha golpeado de manera tan real y tangible como a este, hasta el punto de que su economía apenas ha crecido en los últimos veinte años. En las elecciones generales de septiembre, en esa región, el Piamonte, Hermanos de Italia obtuvo más de un 30% de los votos y la Liga un 13%. Pero no parece verse por ninguna parte una sociedad enferma o resentida: sigue siendo un lugar muy rico y civilizado, que conserva lo que puede de su industria —Fiat sigue fabricando coches en otra instalación, Mirafiori— y, si no sueña exactamente con días mejores, espera poder aferrarse a lo que tiene. Lo mismo puede decirse de otras viejas regiones industriales de Europa como Renania del Norte o Rin-Ruhr, en Alemania. Ahí existe el miedo a que la suma de los altos precios de la energía y el progresivo cierre de la economía China —que en 2021 compró bienes alemanes por valor de 100.000 millones de euros— dificulte enormemente su supervivencia. No es exactamente el mismo caso, pero tampoco están exentos de temor los viejos cinturones industriales de Barcelona o Madrid. Con todo, esos lugares no son ni mucho menos la caricatura que a veces imaginamos de las regiones en pleno proceso de desmantelamiento industrial en las que hombres de mediana edad sin empleo vagan en busca de una ideología radical que dé sentido a su resentimiento.

Hoy, en algunos rincones burocráticos de la UE se sueña con el renacimiento de la manufactura. Siguiendo la mitología de las fábricas y el diseño industrial de hace un siglo, la Comisión ha llamado a su nuevo gran proyecto cultural la Nueva Bauhaus Europea, que quiere dar una pátina verde, sostenible, digital y accesible a la vieja tradición industrial del continente. De manera aún más tangible, la llamada Chips Act pretende reforzar la autonomía estratégica de la UE, invirtiendo miles de millones en la creación de fábricas para elaborar semiconductores. En la política industrial, palabras como 'capacidad tecnológica', 'construcción de capacidades', 'control estratégico', están de vuelta. Nada gustaría más a los políticos nacionales y locales: las fábricas no solo generaban riqueza, sino que, según muchos, ordenaban las sociedades, las ideologías y la vida de una manera mucho más sana y controlable que las economías dominadas por los servicios y los trabajos precarios que, en muchos sentidos, parecen inherentes a ellas. Pero todo eso tiene un aire un tanto ilusorio, una nostalgia que los tecnócratas niegan, porque consideran viable una resurrección industrial dirigida desde las instituciones europeas, y que los populistas explotan, porque saben que esos tiempos no volverán y que su supervivencia política pasa, precisamente, por que no vuelvan.

Foto: La vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, junto a la ministra de Industria, Reyes Maroto. (EFE/Emilio Naranjo)

Hoy el Lingotto y la ciudad de Olivetti son emblemas de un pasado glorioso. Pero también encarnan muy bien nuestra sociedad actual: la mezcla de franquicias de comida rápida con la 'museización' de todo lo imaginable como reclamo turístico; la añoranza del paternalismo de los viejos capitalistas combinada con la fascinación por una vieja modernidad sólida frente a la de nuestra era digital. Y son, además, una alerta para los apocalípticos: incluso aquellas zonas que han salido perdiendo con la globalización, y las que lo harán con esta nueva fase llamada 'desglobalización', pueden seguir manteniendo una cierta prosperidad y no encajan con el retrato robot que a veces nos inventamos para intentar entender por qué lugares como el Piamonte votan masivamente a la derecha nacionalista. Las razones tienen que estar, en buena medida, en otra parte.

El edificio más interesante de Turín no es barroco, no está en el centro y no alberga ninguna de sus lujosas tiendas de ropa o productos delicatessen. Se llama el Lingotto y se llega a él cruzando un digno y anodino barrio de trabajadores. Originalmente, fue una fábrica de coches FIAT que la familia Agnelli hizo construir en los años veinte del siglo pasado. Aún hoy impresiona por su vanguardismo: en ella se fabricaban coches siguiendo la reciente técnica de la cadena de montaje, los vehículos en producción iban ascendiendo por sus cinco pisos a medida que el trabajo avanzaba y cuando estaban terminados daban unas cuantas vueltas de prueba en el circuito ovalado situado en la terraza superior. Fue el emblema de una ciudad industrial, rica, dispuesta a competir con los estadounidenses con una mezcla de orgullo y pasión por lo moderno. Pero la fábrica decayó y desde hace tres décadas se ha convertido en un centro comercial en el que suena música latina mientras uno se come una hamburguesa o compra ropa. Otra parte está completamente vacía. La pista de la terraza, aún impresionante, alberga un café, jardines sostenibles y unas feas esculturas modernas. Recorriéndola, es difícil imaginar allí a un viejo obrero del automóvil.

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