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Rusia nunca había estado sola en su guerra. Hasta ahora
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Ramón González Férriz

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Rusia nunca había estado sola en su guerra. Hasta ahora

La cumbre del G20 ha sido la muestra más explícita de que Rusia se está quedando sin más compañía que los tres sospechosos habituales: Bielorrusia, Irán y Corea del Norte

Foto: El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, asiste a la cena de bienvenida de los líderes del G20. (EFE/EPA/Pool/Willy Kurniawan)
El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, asiste a la cena de bienvenida de los líderes del G20. (EFE/EPA/Pool/Willy Kurniawan)
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En los nueve meses transcurridos desde que Rusia inició la guerra en Ucrania, los occidentales que hemos sido partidarios de que Europa y Estados Unidos apoyaran al país invadido, los que estamos razonablemente satisfechos con la unidad demostrada por los países de la UE y la OTAN, hemos tenido que hacer un ejercicio de honestidad. A pesar de la sensación de que había una práctica unanimidad en contra de las acciones rusas, esta era falsa. Rusia tenía muchos apoyos. Quizá, si se consideraba la población de los países que estaban de su lado, contaba con el respaldo de la mayor parte del mundo.

El apoyo más evidente era el de China, cuyo Gobierno nunca ha criticado abiertamente la invasión y ni siquiera ha utilizado la palabra guerra en estos meses. China tenía motivaciones objetivas para apoyar a Putin: convertir Rusia en un país vasallo que, obligado por las sanciones occidentales, pasara a depender de sus compras de energía y su tecnología. Pero también estaba India, que se beneficiaba del petróleo ruso, ahora más barato, y que siempre ha dependido de las armas rusas, que constituyen el 60% del total de sus importaciones de armamento. Indonesia, Pakistán o el Brasil de Bolsonaro rechazaron las sanciones. Arabia Saudí o Sudáfrica no quisieron condenar la invasión.

Foto: Un hombre camina frente a un mural con los rostros de Vladímir Putin y Hugo Chávez en Caracas. (Reuters/Gaby Oraa)

Estos apoyos se debían a intereses económicos y geoestratégicos, pero también puramente ideológicos. Muchos de los países que rehusaron criticar a Rusia compartían la idea de que Occidente, y en concreto Estados Unidos, trata con arrogancia al resto del mundo, pero reacciona con histeria cuando otra potencia hace lo mismo. Comparten, además, la sensación de que históricamente Rusia ha liderado la oposición a la visión liberal, capitalista y laica de Occidente; y la percepción de que la OTAN fue temeraria al iniciar su expansión hacia el este tras la caída del Muro de Berlín. Muchos de estos países han dependido económicamente de Occidente, y han optado por llevarse razonablemente bien con él para evitar conflictos mayores, pero eso no significa que este —por su pasado colonial, su arrogancia militar y su dominio económico— les guste. Es, en muchos sentidos, el adversario. La guerra no era bienvenida, pero servía para recordarle a Occidente que no puede hacer siempre lo que le dé la gana.

Este equilibrio ha cambiado. La cumbre del G20 celebrada esta semana en Bali, Indonesia, ha sido la muestra más explícita —dentro de la siempre ambigua retórica diplomática— de que Rusia se está quedando sin más compañía que los tres sospechosos habituales: Bielorrusia, Irán y Corea del Norte. El primer síntoma fue que, antes de la cita, Vladímir Putin renunció a acudir y mandó en su lugar al ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, que en esta crisis siempre ha sido el último en enterarse de las cosas y el primero en tener que dar explicaciones. El anfitrión del encuentro, el presidente indonesio, Joko Widodo, dijo al principio de la cumbre: “Parad la guerra. Repito: parad la guerra”. Xi Jinping dijo en su discurso que “debemos oponernos con firmeza a la politización y la instrumentalización de los problemas alimentarios y energéticos, y no debemos utilizarlos como armas”. Según el propio Gobierno chino, Xi le dijo a Joe Biden durante su reunión bilateral que “no deben utilizarse las armas nucleares y no deben librarse guerra nucleares”. El presidente francés, Emmanuel Macron, dijo que Xi y él estaban de acuerdo en el “respeto de la integridad territorial y la soberanía de Ucrania”. El presidente Pedro Sánchez —España no es parte del G20, solo un invitado permanente, pero Sánchez tiene un peculiar talento para destacar en reuniones internacionales— pidió a Xi que mediara entre Rusia y Ucrania para conseguir una paz negociada. También el primer ministro indio, Narendra Modi, exigió la paz.

Foto: Líderes de la Comunidad Política Europea en Praga. (Reuters)

Frente a estas advertencias más o menos diplomáticas, pero bastante claras, la respuesta de Rusia fue elocuente: poco después de que Lavrov diera por terminada su participación en la cumbre y su avión abandonara la isla, el Ejército ruso lanzó una oleada de ataques con misiles contra ciudades e infraestructuras energéticas en Ucrania.

Más extraordinaria aún fue la declaración conjunta de los países participantes en la cumbre del G20, que con gran cinismo suscribió también Rusia. Con una rotundidad que sorprendió incluso a los diplomáticos occidentales que habían presionado para que el texto condenara las acciones rusas, este afirmaba que “la mayoría de los países han condenado la guerra en Ucrania y han insistido en que está causando un inmenso sufrimiento humano y exacerbando las fragilidades ya existentes en la economía global”. También enfatizaba la condena de las armas nucleares y afirmaba que “son vitales la resolución pacífica de los conflictos, los esfuerzos para abordar las crisis, así como la diplomacia y el diálogo. Esta no debe ser una era de guerra”. Todo esto puede parecer simple palabrería diplomática. Pero esta vez parece que va en serio. Rusia se está quedando sola.

Putin contó con que buena parte del mundo, con la salvedad de Occidente —al que considera el verdadero enemigo, la fuerza que ha convertido Ucrania en un títere—, le apoyaría. Fue así durante un tiempo. Pero nueve meses después, parece que este es uno más de los muchos errores de cálculo que le llevaron a invadir el país vecino. Lo cual no significa que la guerra vaya a terminar pronto o que Rusia vaya a ser incapaz de vender sus materias primas a precio de saldo a China o India. Pero si lo que Putin pretendía con esta guerra era confirmar que Rusia es una potencia hegemónica, tiene un ejército de primera, puede utilizar legítimamente sus armas nucleares y cuenta con el apoyo de más de la mitad del mundo, ha conseguido lo contrario. Lo que ha logrado es evidenciar que Rusia va camino de convertirse en un paria internacional, como lo son los tres aliados que le quedan. Durante meses, tuvimos que admitir que Rusia no estaba aislada. Es justo reconocer ahora que empieza a estarlo y que eso tendrá consecuencias en la guerra y en el futuro del país.

En los nueve meses transcurridos desde que Rusia inició la guerra en Ucrania, los occidentales que hemos sido partidarios de que Europa y Estados Unidos apoyaran al país invadido, los que estamos razonablemente satisfechos con la unidad demostrada por los países de la UE y la OTAN, hemos tenido que hacer un ejercicio de honestidad. A pesar de la sensación de que había una práctica unanimidad en contra de las acciones rusas, esta era falsa. Rusia tenía muchos apoyos. Quizá, si se consideraba la población de los países que estaban de su lado, contaba con el respaldo de la mayor parte del mundo.

Conflicto de Ucrania
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