Tribuna Internacional
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No son solo los progres: la derecha dura también vive en una burbuja
Al igual que ha hecho la izquierda durante cinco décadas, hoy es la derecha quien presume de disidencia, una conducta irreverente ante el pensamiento mayoritario y unas enormes ansias de provocación
Anteayer, el Senado de Estados Unidos aprobó la Ley de Respeto al Matrimonio para proteger las uniones entre personas del mismo sexo. Lo más llamativo es que fue aprobada por doce republicanos, además de todos los demócratas, en un raro caso de acuerdo entre representantes de los dos partidos. “Hacemos bien en dar este paso —dijo una senadora republicana por Wyoming—. No asumimos ni validamos las opiniones que cada uno atesora, sino el simple hecho de tolerarlas”.
La aceptación mayoritaria del matrimonio gay en el transcurso de la última década y media debe ser uno de los cambios morales mayoritarios más rápidos de la historia. Pero detrás de él hay otro más lento, aunque todavía mayor: la progresiva e impresionante transformación de las creencias religiosas en Occidente.
También anteayer, en Reino Unido, la Oficina Nacional de Estadística publicó el resultado del censo de 2021, en el cual menos de la mitad de los habitantes de Inglaterra y Gales se describieron como cristianos (46,2%), mientras que un 37,2% afirmó no tener religión. En el último barómetro del CIS, en el que se preguntó por el tema, casi cuatro de cada diez españoles se declaraban agnósticos, ateos o indiferentes, y menos de dos católicos practicantes.
Aunque ante nuestros ojos esté sucediendo a cámara lenta —muy rápido, sin embargo, en términos históricos— y tendamos a pasarlo por alto, esta progresiva secularización tiene enormes consecuencias en la política. Pero no por lo que podría parecer. Las diferencias entre partidos son menores de lo que cabría pensar: en el último estudio publicado al respecto, los votantes de Podemos y Ciudadanos se mostraron como los más descreídos, y aunque el PP es quien cuenta con más votantes que se declaran católicos practicantes, la encuesta desmentía la convicción popular de que cuanto más a la izquierda, se es más ateo y cuanto más a la derecha, más creyente: el porcentaje de votantes que afirman ser católicos es muy parecido en Vox y el PSOE.
Cabría pensar también que esta creciente transversalidad haría que habláramos menos de moral y religión. Pero sucede exactamente lo contrario: hoy discutimos mucho más sobre eso que cuando no estábamos tan de acuerdo y la división política entre creyentes y no creyentes era mucho más fuerte. ¿La explicación? Por supuesto, el auge de la derecha autoritaria y la dinámica de la polarización.
Una de las críticas más habituales que se le hace a la izquierda es que vive en una “burbuja progre”: espacios sociales en los que existe un aparente consenso sobre lo trans, la religión, las drogas o la moral en general que, en realidad, no tiene nada que ver con el conjunto de la sociedad. Lo cual es cierto. Pero la derecha nacionalista en general, y la española en particular, viven en una burbuja simétrica: una en la que las opiniones más conservadoras sobre el matrimonio gay, la decadencia de Occidente fruto de su renuncia a los valores cristianos y de la islamización están absurdamente sobrerrepresentadas.
Vox ha ejemplificado a la perfección la tensión entre vivir en una campana de eco y querer crecer como partido. Nació rodeado de iconografía cristiana —sus líderes se hacían fotografías propagandísticas con un crucifijo sobre la mesa del despacho de su líder—, creía que el matrimonio igualitario podía ser uno de sus caballos de batalla y jugó con la idea de la reconquista cristiana del país. En Estados Unidos, Trump creció en buena gracias al apoyo de los evangélicos, llegó a hacerse una torpe foto con una Biblia en la mano y muchos creyentes conservadores de su país le consideraban un aliado aparentemente ateo enviado por Dios, que tiene el hábito de desconcertar a sus enemigos. En Francia, el viejo partido de Marine Le Pen se opuso al matrimonio gay y se sumó al movimiento de la Protesta por Todos que articulaba esa oposición, y manifestó su enfado por el homenaje a un policía gay asesinado en el que se mencionó reiteradamente su homosexualidad.
Todo eso funcionó para atraer a unos cuantos votantes que compartían la burbuja autoritaria. Pero es claramente insuficiente para convertirse en un partido atrapalotodo porque, en contra de lo que decía el lema de las manifestaciones francesas, ese todos ya no es rígidamente conservador o religioso, como demuestran no solo los datos, sino también las actitudes. Vox ha ido abandonando progresiva y sutilmente su identidad: ya no es tanto un partido cristiano como uno antimusulmán. En Estados Unidos, el papel de los evangélicos, y sobre todo de los telepredicadores, se está reduciendo y convirtiendo en un nicho. En Francia, ahora Le Pen se presenta como la gran defensora de la cultura LGTB ante los ataques de los integristas musulmanes. Ya antes, la derecha nacionalista holandesa había dado un giro menos sutil a su cristianismo: defendió la hipersexualización de las mujeres como una forma de orgullo occidental frente a la intransigencia de los inmigrantes de Oriente Medio.
Pero, al mismo tiempo que quiere ganar elecciones —y eso pasa necesariamente por comprar la parte de la agenda “progre” que se está volviendo mayoritaria—, esa derecha es reacia a abandonar su burbuja. Un concejal de Vox dijo antes del verano que se oponía al matrimonio gay “no por homofobia”, sino como una muestra de “pensar y opinar de manera distinta”, lo cual es muy elocuente. Al igual que ha hecho la izquierda durante cinco décadas, hoy es la derecha quien presume de disidencia, una conducta irreverente ante el pensamiento mayoritario y unas enormes ansias de provocación. Esa derecha se ha convertido, como dice uno de los pensadores cristianos más interesantes del momento, Rod Dreher, en una “contracultura”: una burbuja en la que sus miembros se sienten cómodos y fuera de la cual se vuelven cada vez más agresivos porque, simplemente, les disgusta el mundo en el que viven.
Esto último es perfectamente legítimo. Lo cierto es que está cambiando uno de los rasgos más definitorios de la historia: la sumisión de la política a la religión. La resistencia de Vox, o de cualquier cristiano, también es perfectamente legítima y comprensible. Pero al convertir eso en el centro de un argumentario político, se corre el riesgo de alejarse del sentir mayoritario de la sociedad en la misma medida que lo hacen las teorías queer, deconstructivistas, estructuralistas y posmodernas de la burbuja progresista.
Anteayer, el Senado de Estados Unidos aprobó la Ley de Respeto al Matrimonio para proteger las uniones entre personas del mismo sexo. Lo más llamativo es que fue aprobada por doce republicanos, además de todos los demócratas, en un raro caso de acuerdo entre representantes de los dos partidos. “Hacemos bien en dar este paso —dijo una senadora republicana por Wyoming—. No asumimos ni validamos las opiniones que cada uno atesora, sino el simple hecho de tolerarlas”.
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