Tribuna Internacional
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La guerra de Ucrania y el agotamiento de la inteligencia
Para el proyecto europeo, es una excelente noticia que las posiciones duras en la guerra se estén debilitando
Acostumbra a ser fácil en cualquier guerra criticar lo ocurrido a posteriori, dando por supuesto cosas que en ese momento se desconocían. Este exceso de imparcialidad puede conducir a lo que se conoce como falacia del historiador, cuya relevancia no es despreciable en un mundo en que el flujo de información es ciertamente muy elevado.
No deja de ser sorprendente que en la guerra de Ucrania esta falacia haya dejado de tener vigencia en lo relativo a la estrategia occidental. Nótese que las críticas a posteriori que vemos ahora no son más que reformulaciones de viejas advertencias que tienen su origen en la década de los noventa del siglo pasado. Advertencias por parte de personalidades tan reconocidas como el ya fallecido George Kennan, uno de los mayores expertos en Rusia y probablemente el diplomático estadounidense más importante del siglo XX, William Perry, secretario de Defensa con Bill Clinton, o William Burns, el actual director de la CIA, entre otras. En suma, estos mensajes son un buen testimonio de los errores cometidos y la oportunidad desaprovechada después del colapso de la Unión Soviética.
Todos esos hechos fueron olvidados después de que Vladímir Putin tomara la decisión criminal y absurda —desde el punto de vista de los intereses de Rusia— de invadir Ucrania y despertar a la OTAN de la muerte cerebral que le diagnosticó Emmanuel Macron. Este sorprendente olvido explica en parte los errores de los países europeos, a pesar de que Europa afrontaba elecciones importantísimas para su futuro en Francia e Italia.
El primer gran error de la Unión Europea fueron las sanciones. Cabría esperar que, después de los últimos fracasos, las autoridades europeas hubiesen meditado acerca de su conveniencia. Ejemplos de fracasos notables pueden ser el caso reciente de Nicolás Maduro, cuyo resultado ha sido el fortalecimiento de su discurso victimista y nacionalista, o el trágico resultado en el Irak de los noventa, documentado por Robert Fisk en su obra La gran guerra por la civilización. Hechos que motivaron la dimisión del entonces coordinador humanitario de las Naciones Unidas en Irak, Denis Halliday, que calificó las sanciones como un “concepto totalmente en quiebra” que dañaba a la “población inocente” y que probablemente fortalecía a los líderes.
Dos semanas después de la invasión, Patrick Cockburn, histórico corresponsal de guerra y uno de los periodistas más informados sobre esta materia, advirtió de que las sanciones no solo funcionan lentamente, sino que además generan una “falsa sensación de éxito”, al subrayar que son “los medios más contundentes que infligen un castigo colectivo a poblaciones enteras”, pero que, por desgracia, “los menos afectados son los líderes del país”.
Si no partimos de una visión tan pesimista sobre la efectividad de las sanciones, hay muchas preguntas que no se respondieron adecuadamente. Una cuestión no menor es acerca del sentido de aplicar sanciones económicas y al mismo tiempo renunciar a explorar cualquier vía o esfuerzo diplomático, como señaló correctamente Carlos Sánchez. Renunciar a ese posible elemento disuasorio es un error tan grave como no haber sido capaces de prever que de nuevo EEUU estaba sacando partido al vendernos una energía que aquí consideramos sucia. En un contexto de informes cada vez más negativos sobre el cambio climático, la torpeza es mayúscula.
El segundo error está conectado con el primero. El abandono de cualquier esfuerzo diplomático levanta demasiadas preguntas y sospechas sobre el apoyo militar a Ucrania. Por desgracia, esta guerra cada vez recuerda más a la desastrosa invasión soviética del año 79. A ese respecto, conviene recordar aquella lección que nos dejó la historia: el atroz crimen cometido por la Unión Soviética en Afganistán no quita que los Estados Unidos de Reagan aprovecharan la guerra para intentar debilitar a la URSS. Es inevitable no preguntarse si se está buscando el mismo resultado con Putin con el fin de alcanzar un “sueño improbable”, como reconoció Thomas Friedman en The New York Times. No hace falta decir que alcanzar ese sueño podría suponer no solo sacrificar a la población ucraniana, sino elevar todavía más el riesgo de guerra nuclear.
Es en este contexto en el que una buena parte de los intelectuales se han dedicado a lanzar ataques furibundos contra las voces que han cuestionado la estrategia occidental. Unos ataques que por desgracia han venido indistintamente tanto desde sectores conservadores como progresistas. Los primeros, por no salir del sueño profundo atlantista; los segundos, por actuar con excesiva beligerancia, en ocasiones un pecado mortal que compromete el derecho a la libertad de expresión. Cabe destacar que durante estos meses no han faltado analogías históricas imprecisas a la Segunda Guerra Mundial ni llamamientos a una especie de antifascismo cutre, cuyo resultado final puede ser el inicio de una nueva carrera armamentística que simplemente no nos podemos permitir, como dicen los expertos.
Lo más triste es haber renunciado a principios liberales que bajo ningún concepto deben ser despreciados. Incluso si estuvieran en lo cierto, deberían haber recordado aquel sabio consejo de John Stuart Mill sobre el error de limitar la libertad de expresión: “Si la opinión es verdadera, se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.
Si bien esta histeria ha inundado buena parte de los medios de comunicación en Estados Unidos y en Europa, la situación está cambiando. Hace unos días, se pudo leer en la revista Foreign Policy un artículo crítico de Stephen Walt que reflexionaba irónicamente sobre “cómo los intervencionistas liberales, los neoconservadores impenitentes y un puñado de progresistas” no albergan “ninguna duda sobre los orígenes del conflicto o el curso de acción adecuado a seguir hoy”. Para Walt, ese grupo había sido “extraordinariamente crítico” con las voces discrepantes que han sido denunciadas como “títeres” de Putin.
No es ni mucho menos el único caso. En el medio conservador The Washington Post, el periodista Robert Wright también parece que ha dado un paso adelante al pedir esfuerzos diplomáticos para detener la guerra. Según Wright, que la guerra continúe en todos los escenarios se traduce en la destrucción continuada de Ucrania, además de elevar el riesgo de una escalada con resultados imprevisibles.
En definitiva, el problema reside en no haber identificado correctamente las causas y las consecuencias. No estaría de más advertir que el abandono de los discursos racionales en favor de un sentimentalismo inútil termina por hacer un flaco favor a Ucrania. Es en este momento cuando es más necesario que nunca un cambio de mentalidad que evite los mismos errores de los últimos 30 años, ya que, como decía Esteban Hernández, “la perdedora es Europa”. Para que eso ocurra, precisamente un requisito fundamental sigue siendo el coraje. No olvidemos que eso era, para Immanuel Kant, la Ilustración: coraje para usar la razón.
* Isaías Ferrer es autor de
Acostumbra a ser fácil en cualquier guerra criticar lo ocurrido a posteriori, dando por supuesto cosas que en ese momento se desconocían. Este exceso de imparcialidad puede conducir a lo que se conoce como falacia del historiador, cuya relevancia no es despreciable en un mundo en que el flujo de información es ciertamente muy elevado.
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