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Israel cumple 75 años asediado por sus propios errores
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Ramón González Férriz

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Israel cumple 75 años asediado por sus propios errores

Muchos de sus logros los ha conseguido a expensas de una intolerable política de expansión territorial, el saboteo de las negociaciones de paz con algunos de sus vecinos y la marginación de una parte importante de su población

Foto: Un hombre se ve detrás de una bandera israelí. (EFE/Abir Sultan)
Un hombre se ve detrás de una bandera israelí. (EFE/Abir Sultan)
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Cuando, hace 75 años, David Ben-Gurion firmó la independencia de Israel, empezó uno de los experimentos políticos más relevantes del siglo XX. Era la materialización del “derecho natural del pueblo judío a ser dueño de su propio destino, como todas las naciones, en su propio Estado soberano”, decía la declaración oficial. Fue un éxito en muchos sentidos. Israel ha sido desde entonces una democracia con rasgos liberales, con una extraordinaria capacidad de defenderse de sus enemigos vecinos, su economía ha crecido a una velocidad asombrosa y se ha convertido en una potencia tecnológica global. Pero muchos de sus logros los ha conseguido a expensas de una intolerable política de expansión territorial, el saboteo de las negociaciones de paz con algunos de esos vecinos y la marginación de una parte importante de su población. El país, decía la declaración, garantizaría “la completa igualdad de los derechos sociales y políticos de todos sus habitantes con independencia de su religión, raza o sexo”. Esa promesa sigue incumpliéndose.

Dos versiones del sionismo

Tras un nacimiento violento, con la retirada del ejército británico de su viejo dominio en Palestina, Israel fue gobernado durante casi treinta años por una particular versión del sionismo. Era laica, socialdemócrata y europeizante; no era ni remotamente pacifista —la creación de un ejército muy poderoso fue uno de sus logros más evidentes—, pero incluso quienes no vivimos la pasión que muchos izquierdistas occidentales sintieron por el país durante las primeras décadas de su existencia podíamos admirar su mitología: los kibutz, la disciplina, la conquista del desierto mediante la ciencia y la tecnología, el renacimiento de una cultura introspectiva y batalladora. (Por todo eso yo estudié hebreo y planeé irme a un kibutz, pero en los años noventa, poco después del asesinato del primer ministro Isaac Rabin, ya estaba claro que ese romance se erosionaba irreparablemente).

Foto: Un ucraniano judío apunta con un arma de juguete durante la fiesta del Purim tras llegar a Israel huyendo de la guerra. (Reuters/Amir Cohen)

Sin embargo, en el sionismo original también había una corriente conservadora, que a partir de los años setenta se alternaría en el poder con los laboristas, y cuyas formas eran duras y en muchas ocasiones pretendía acabar, precisamente, con las cosas que hacían que Israel nos gustara. Aun así, el país, pese a sus incontables peculiaridades —pretender ser un Estado moderno, al mismo tiempo que citaba como referente de paz a los profetas bíblicos; defender su carácter liberal, mientras sus políticas migratorias se basaban explícitamente en la etnia; ser un Estado de derecho sin una Constitución—, era una democracia en la que, la mayor parte del tiempo, los extremistas se encontraban en los márgenes del sistema político.

Hoy, el extremismo, representado por varias expresiones de derecha religiosa y nacionalista, en algunos casos ultraortodoxa, está en el Gobierno. Y entre sus planes está el desmantelamiento de algunos de los rasgos liberales de la democracia israelí, como la independencia de su sistema judicial, que los extremistas consideran ilegítima debido a sus supuestos sesgos izquierdistas y su tendencia a frenar iniciativas legislativas. La propuesta para acabar con esta independencia —suspendida de momento por las enormes protestas que se han producido en su contra— incluía una mayor discrecionalidad del Gobierno para escoger a los jueces y la limitación de la capacidad del Tribunal Supremo para paralizar leyes.

Foto: Una pancarta, con Netanyahu en el centro, durante una protesta contra la reforma judicial del Gobierno, en Jerusalén. (Getty/Amir Levy)

Su ala más radical ha adoptado una retórica puramente populista: “Ellos tienen los medios, ellos tienen a los magnates, pero nosotros tenemos al pueblo”, dijo la semana pasada el ministro de Finanzas en referencia a la izquierda. Y con frecuencia, el Gobierno defiende sus propuestas en nombre de la bandera, la traición de los progresistas, la tradición judía, la negativa a ceder territorios y el miedo a que la demografía transforme la composición social del país. Algunos de sus miembros son crudamente autoritarios.

El centro del mundo se ha desplazado hacia el Pacífico

Durante mucho tiempo, Oriente Medio e Israel, como principal aliado occidental en la región, ocuparon el centro del mundo y fueron uno de escenarios más importantes de la estrategia militar estadounidense. Pero desde la presidencia de Barack Obama, que advirtió que, debido a la creciente importancia de China, el centro más conflictivo y relevante del planeta se estaba deslizando hacia el este, en dirección al Pacífico, la región solo aparece de vez en cuando en las noticias y en los planes estratégicos de Occidente. La derecha moderada europea ya no parece tan interesada en defender al país, parte de la derecha dura republicana de Estados Unidos protege a Israel al mismo tiempo que muestra los tics políticos del antisemitismo, a la izquierda demócrata estadounidense cada vez le resulta más costoso apoyar sin fisuras al país, e incluso la causa palestina ha dejado de ser el emblema del izquierdismo radical global. En parte, esto se debe a la sensación de que, al haber establecido relaciones diplomáticas con los países árabes, enemistados tradicionalmente con el país, ahora Israel está más seguro. Pero también es fruto del cansancio ante la imposibilidad de resolver el conflicto con los palestinos y el extenuante nacionalismo del Gobierno actual. Israel puede pensar que esta situación le conviene y le da más margen para congelar el conflicto e ignorar las peticiones, cada vez más escasas, de que haga gestos en favor de la paz.

Foto: Protesta antigubernamental en Tel Aviv. ( EFE / ABIR SULTAN)

Sin embargo, se trata de un error dramático. Es posible que el país tenga, simplemente, un mal Gobierno de coalición lleno de extremistas, que nunca debió existir y que algún día pasará. Y que sufra una oposición inepta e incapaz de rentabilizar electoralmente el descontento de la mitad de la población con Benjamín Netanyahu, que ha gobernado durante dieciséis de los setenta y cinco años de existencia del país. Pero seguramente el problema es mayor. Hasta que Israel no recupere una derecha capaz de mostrar contención y respeto por los principios liberales, y una izquierda que esté dispuesta a trabajar con la mentalidad que domina el país setenta y cinco años después de su creación, las cosas no mejorarán. Quienes siempre hemos observado a Israel lo hacemos con bastante menos fascinación. Y, si bien tiene muchas cosas que celebrar, en los últimos tiempos la deriva de su democracia lo pone un poco más difícil.

Cuando, hace 75 años, David Ben-Gurion firmó la independencia de Israel, empezó uno de los experimentos políticos más relevantes del siglo XX. Era la materialización del “derecho natural del pueblo judío a ser dueño de su propio destino, como todas las naciones, en su propio Estado soberano”, decía la declaración oficial. Fue un éxito en muchos sentidos. Israel ha sido desde entonces una democracia con rasgos liberales, con una extraordinaria capacidad de defenderse de sus enemigos vecinos, su economía ha crecido a una velocidad asombrosa y se ha convertido en una potencia tecnológica global. Pero muchos de sus logros los ha conseguido a expensas de una intolerable política de expansión territorial, el saboteo de las negociaciones de paz con algunos de esos vecinos y la marginación de una parte importante de su población. El país, decía la declaración, garantizaría “la completa igualdad de los derechos sociales y políticos de todos sus habitantes con independencia de su religión, raza o sexo”. Esa promesa sigue incumpliéndose.

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