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Qué nos dice una caldera de la política actual (y de la campaña para las generales)
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Ramón González Férriz

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Qué nos dice una caldera de la política actual (y de la campaña para las generales)

La climática será la principal cesura política de los próximos años entre la derecha y la izquierda, y precisamente por ello hay que abordarla con un poco de contención

Foto: Una columna de humo emerge de una chimenea de la caldera de gas de una vivienda. (EFE/Maxim Shipenkov)
Una columna de humo emerge de una chimenea de la caldera de gas de una vivienda. (EFE/Maxim Shipenkov)
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La semana pasada estalló en Alemania una revuelta que empezó por un motivo aparentemente inocuo, las calderas de gas. Sin embargo, esta bronca es un buen reflejo del estado de nuestra política y anticipa lo que está por venir.

El Gobierno de Olaf Scholz, una coalición formada por socialdemócratas, verdes y liberales, ha hecho una propuesta de ley que prohíbe, a partir del 1 de enero de 2024, la instalación de nuevas calderas que consuman combustibles fósiles. Desde ese momento, las casas nuevas, o aquellas en las que se renueve el sistema de calefacción, deberán contar con calderas cuya energía proceda en un 65% de fuentes renovables. Además, se subvencionará a los 30 millones de hogares que aún cuentan con calderas antiguas —de un total de 40 millones— para que las cambien.

Foto: La ONU reclama frenar ya la producción de combustibles fósiles (Reuters)

Pero antes de que la ley haya iniciado su tramitación en el Bundestag, la coalición, cuyas disparidades ideológicas han provocado varias crisis que siempre se han resuelto con discreción, ha estallado. Para los verdes, es necesario que la ley salga adelante antes del verano: consideran que esta medida ya llega tarde y que es imprescindible para alcanzar el objetivo de la neutralidad de carbono en 2045. Los liberales han recogido el sentir mayoritario de los alemanes —un 70% de ellos se opone a la propuesta, según una encuesta publicada en el semanario Die Zeit— y han afirmado que no se niegan a aprobar la medida, pero que no hay tanta prisa y que requiere cambios: las ayudas para las nuevas calderas implicarían un gasto público tan grande que el ministro de Finanzas liberal teme que genere un desequilibrio presupuestario en un momento, además, en el que Alemania está en recesión. El socio mayoritario de la coalición, el SDP, quiere ejercer de árbitro entre las dos partes. Mientras tanto, la oposición democristiana desaprueba la medida y lo rentabiliza: hoy es el partido con mayor intención de voto.

La cuestión relevante es que ninguno de estos partidos niega la importancia de reducir el consumo de combustibles fósiles. Como tampoco niegan el cambio climático inducido por la actividad humana. Todos son partidos modernos y pragmáticos: tanto que, por ejemplo, el partido verde ha renunciado a uno de sus rasgos históricos, el antinuclearismo, y ha aceptado prolongar la vida de las centrales nucleares del país. En realidad, la política alemana es fundamentalmente consensual y tiende a basarse en pactos. A pesar de ello, la rebelión ha sido espectacular. En las últimas semanas, 170.000 hogares han comprado calderas de gas y de petróleo para instalarlas antes de que se prohíban. Ha empezado una guerra entre clases sociales y edades, porque la medida será mucho más costosa para los pobres y los mayores que viven en casas viejas. Y se ha debatido la legendaria eficacia de la economía alemana, porque parece claro que faltan fontaneros y mano de obra especializada para poner en marcha el plan.

Foto: Olaf Adan, el inventor de calefacción de sal que promete reducir la dependencia del gas ruso. (UE)

La pregunta que puede hacerse un español que se asoma a una nueva campaña electoral es: si eso ocurre en Alemania, como también ha sucedido en Países Bajos o Bélgica con planes destinados a reducir las emisiones, ¿qué no pasará en países como el nuestro, cuyos políticos y ciudadanos son mucho más propensos a la polarización y el ruido, ante medidas equivalentes?

Es una pregunta que marcará nuestra política a medio y largo plazo. Ya hemos visto los primeros indicios en la tediosa e irritante campaña de las elecciones municipales y autonómicas: Isabel Díaz Ayuso habló de poner una planta en el balcón como única medida para luchar contra el calentamiento global; Xavier Trias, en Barcelona, sugirió que los coches no tienen “nada que ver” con el cambio climático; el Gobierno andaluz y el nacional intentaron convertir Doñana y el agua en uno de los temas centrales de la campaña, y en el discurso de la izquierda se empieza a identificar peligrosamente la lucha contra el cambio climático con el decrecimiento. Todas son ideas disparatadas, pero ¿cómo van los políticos a renunciar a ellas?

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Las posturas sobre el cambio climático y la transición energética, por supuesto, permiten la discrepancia. De hecho, aunque, como sucede en España, la mayoría de los representantes políticos estén de acuerdo en determinados principios básicos —aquí la salvedad parcial es Vox—, no existe un consenso real sobre la rapidez con la que deben adoptarse las medidas necesarias ni el coste que se está dispuesto asumir por aplicarlas. Incluso la Comisión Europea ha hablado de ralentizar la puesta en marcha de algunas de sus ambiciosas propuestas medioambientales. Pero, más allá de la lógica disparidad ideológica, estamos ante un asunto ideal para la política de nuestros tiempos, muy ligada a la defensa de las formas de vida, que acaban convirtiéndose en identidades sagradas. Debemos prepararnos para ver cómo los políticos explotan el cambio climático no ya con fines electorales, sino, simplemente, para anotarse victorias momentáneas en la guerra cultural que asfixia ahora la política.

Debemos prepararnos para ver cómo los políticos explotan el cambio climático para anotarse victorias en la guerra cultural

De hecho, lo veremos en la campaña que empieza ahora de cara a las elecciones generales españolas, en la que es muy probable que la cuestión climática, el agua y la energía aparezcan solamente para atizar al adversario con maximalismos. Eso no debería impedir que, en un plano distinto y mucho más técnico, siguieran en marcha las políticas acordadas de manera casi unánime en los países occidentales. Estas políticas ya son, de por sí, bastante difíciles de implementar. Pero si, además, los políticos deciden convertir sus discrepancias legítimas en infotainment y revueltas, su desarrollo puede acabar siendo un drama.

Hagan lo posible por abstraerse de él: el cambio climático, como reconocen casi todos los representantes públicos españoles, existe y entraña enormes riesgos. Hay que tomar medidas urgentes, aunque no estemos de acuerdo en cuestiones específicas como su ritmo, su alcance, y el coste que estamos dispuestos a asumir. La discusión sobre las calderas es pertinente y los alemanes la están resolviendo de una manera más encendida de lo habitual en ellos, lo cual indica la gravedad del asunto y lo que nos viene a nosotros en el sur. La climática será la principal cesura política de los próximos años entre la derecha y la izquierda, y precisamente por ello hay que abordarla con un poco de contención, porque vendrán muchas más revueltas. Todo lo demás es una comedia peligrosa.

La semana pasada estalló en Alemania una revuelta que empezó por un motivo aparentemente inocuo, las calderas de gas. Sin embargo, esta bronca es un buen reflejo del estado de nuestra política y anticipa lo que está por venir.

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