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A fondo con las guerras culturales

Lo identitario llevado al extremo arrambla con el espacio de libertad de otros. Eso dice reiteradamente la experiencia

Foto: Una bandera de la Unión Europea ondea en la sede de la Comisión Europea en Bruselas. (Reuters/Yves Herman)
Una bandera de la Unión Europea ondea en la sede de la Comisión Europea en Bruselas. (Reuters/Yves Herman)

A la zaga de los pactos PP-Vox ha saltado al ruedo ibérico la cuestión de las guerras culturales: “Conflicto ideológico entre grupos sociales por el dominio de sus valores, creencias y prácticas”, una polémica sobre la que el partido azul de la gaviota se muestra bastante inseguro, esquivo incluso. Tanto como para haber dejado el tema de lado durante la legislatura sanchista, cuando precisamente es el suelo más firme sobre el que distinguirse a un lado y a otro del espectro político. No se atreve el partido de derechas más popular a tomar los tópicos clave: la libertad de credo y el papel de la religión en una sociedad abierta de un lado, y el nacionalismo puro y duro, del centrífugo al patrio, de otro. Y están totalmente ligados. Debe ser el respeto que impone reinterpretar lo del “nacionalcatolicismo”, tan anclado en la tradición patria.

En realidad, lo tiene fácil desde la derecha secular, esa clásica, liberal y tolerante, con los usos y costumbres tan bien llevados desde la Transición, hasta que las identidades periféricas jaleadas por algunos se consolidaron vampíricas con el modelo Constitucional. Lo identitario llevado al extremo arrambla con el espacio de libertad de otros. Eso dice reiteradamente la experiencia. Quizá por ello mismo la identidad más útil que nos toca en el s. XXI, es la europea: para que no nos coman el nuestro.

Foto: El periodista Federico Jiménez Losantos. (EFE/Fran del Olmo)
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Que estas guerras culturales tan prodigadas esta década tengan muchísima más intensidad en EEUU que en el Continente es significativo. Allí manchan la acción pública hasta límites impensables y veremos el alcance a futuro. Su tipología es reveladora de su naturaleza. La quintaesencia del choque cultural se sintetiza en este movimiento woke —un marxismo pasado por la túrmix del posmodernismo: la realidad no es cognoscible y abordable desde la razón y la verdad, sino desde el sentimiento, cualquiera. Del otro lado percute el “supremacismo blanco” de corte evangélico y reaccionario, ni más ni menos. Rezuma en ambos el legado religioso, en distinto formato. Con lo conseguida que es la Constitución americana en equilibrios institucionales y derechos civiles, una de las expresiones más perfectas del Estado de derecho, no deja de ser irónico que el americano desmerezca su propia historia.

Debe ser la nostalgia por el periodo reciente más afortunado de este país, los 80 y 90, pero jamás imaginé ascendencia de modernidad sobre la mismísima América. Para una Europa que expurgó los delirios del tribalismo xenófobo y sufrió las aventuras mesiánicas de clase desde el marxismo, esa polarización resulta, cuando menos, estridente, ajena. Si quieren una explicación distintiva del auge de la derecha en toda Europa, está en la refutación a ese posmodernismo pasado de vueltas, su meliflua forma de conocimiento, su regodeo en el sentimiento como categoría política. El otro día en la tele, sin ir más lejos, este Gobierno se postulaba como garante “del amor y la felicidad” (sic).

Foto: Una persona, con una careta de la escritora JK Rowling, protesta ante el Congreso en febrero pasado en contra de la aprobación de la ley trans. (Reuters/Susana Vera)

Aquí también nos llueve, no chuzos, pero calabobos. Lo característico del populismo europeo de derechas, ese articulado en nacioncitas en pleno s. XXI, también es desconocer la propia historia desde la miopía. Se prima la diferencia y ese fondo común, que existe, se asume aún en clave religiosa.

De convergencia en Estados de derecho, de eso que va la UE, nada. Exorcizar la tradición del dictado evangélico debiera ser un ejercicio ya consumado por la consecución de una institución secular tan refinada y la libertad de credo. Al fin y al cabo, lo que queda de ese enjuagado es una “tradición” mucho más larga y asentada que la confesionalidad: un fondo consuetudinario labrado por siglos de pensamiento crítico, su auténtico eje vertebrador.

Desde que el fuego quema, el lazo entre evolución biológica y cultural —la ventaja comparativa por excelencia de la especie desde el nicho cognitivo— no es otro que esa cualidad tan humana, tan ubicua, de discernimiento. Por algo, por su adaptabilidad, salió victoriosa en los tiempos la filosofía clásica socrática, y todo lo que siguió. Los inventos culturales hasta sintetizar el Estado de derecho de la tradición liberal, el mayor logro civilizatorio de la política, a estas alturas de populismo, lo “clásico” en sí.

Foto: EC Diseño.
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El reputado instituto demoscópico Pew Research ve caer en Europa la confesionalidad y, como un plomo, la práctica religiosa, mucho más que en EEUU. Igual una explicación sólida para la osmosis entre cristianismo y el universalismo de los derechos humanos, tan nuclear a nuestra historia, se encuentra en la psicología de vanguardia: la afinidad al otro, un fenómeno psicosocial que precede a cualquier manifestación religiosa. Igual porque tenemos cualidades morales codificadas genéticamente surgen las religiones, y no al revés, típica confusión de causa con consecuencia. Porque lo que es la tradición religiosa propiamente dicha no ha sido un foco de conciliación precisamente.

En la historia de Europa de los últimos siglos, ha sido nota distintiva la afinidad del relato de propaganda nacionalista con la filiación religiosa. Hizo mucho más por enajenar el tronco común —esa tradición— que otra cosa. Qué decir del “nacionalismo católico” por estos lares: tan purgable fue el anarcosindicalismo como el anticlericalismo, por salvajes, como falsa y reaccionaria la conspiración “judeo-masónica” contra un “Cristo-rey”. O qué de la Reforma protestante del norte: la edulcoración de un “dios” particular ad hominem… La mistificación nacionalista, propia de todas las derechas extremas europeas, padece de estrabismo. Se vindica una raíz y una tradición muy cortita.

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¿Dónde quedan estos nacionalismos europeos como propuestas políticas llegados al siglo XXI? Como un fondo de mentira que atenta contra la propia realidad histórica: todos tomaron de todos y, cuanto más grande la boca, más pequeña la verdad. En la práctica, como un foco de disidencia reaccionaria e impotencia, y, cuanto más pequeño el reducto, más tribal, más paleta, más quimérica la propuesta. Soluciones pragmáticas al “globalismo”, efectivamente, pocas.

En este experimento político tan interesante del s. XXI como es la UE hoy, al bloqueo para la integración de índole tecnocrática para la integración, la superación de aquel Tratado de Maastricht que postuló una unión monetaria sin componente fiscal, se superpondrá la prueba de fuego real. Su posible consumación como sujeto político vendrá condicionada por la capacidad de las derechas extremas para metabolizar ese pasado común de tradición, desde el pragmatismo y el instinto de supervivencia. Imaginemos a tal efecto un debate continental entre Macrones y Lepenes. Igual en un ataque de lucidez, o fiebre, salimos con la nación Europa.

Entre los Estados europeos hay hoy mucha menos distancia entre sí, gracias a la convergencia de esos Estados de derecho, que entre nosotros y lo que nos rodea, sea Rusia, China o el Islam. Ahí existe un espacio político de identidad muy legítima inducido por la contemporización y el cuidado de nuestro interés. Más aún cuando la vindicación nacionalista es moneda de uso creciente, desde las jurisdicciones más pudientes del planeta: EEUU y China.

A la zaga de los pactos PP-Vox ha saltado al ruedo ibérico la cuestión de las guerras culturales: “Conflicto ideológico entre grupos sociales por el dominio de sus valores, creencias y prácticas”, una polémica sobre la que el partido azul de la gaviota se muestra bastante inseguro, esquivo incluso. Tanto como para haber dejado el tema de lado durante la legislatura sanchista, cuando precisamente es el suelo más firme sobre el que distinguirse a un lado y a otro del espectro político. No se atreve el partido de derechas más popular a tomar los tópicos clave: la libertad de credo y el papel de la religión en una sociedad abierta de un lado, y el nacionalismo puro y duro, del centrífugo al patrio, de otro. Y están totalmente ligados. Debe ser el respeto que impone reinterpretar lo del “nacionalcatolicismo”, tan anclado en la tradición patria.

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