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Derechas extremas en Europa y el síndrome de inmunodeficiencia
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Derechas extremas en Europa y el síndrome de inmunodeficiencia

En un mundo geopolítico, desde el reduccionismo soberano del que son últimos valedores, lo que Europa se garantiza es padecer de pura inmunodeficiencia

Foto: Bandera de la Unión Europea ondeando a las afueras del Parlamento británico. (EFE/EPA/Andy Rain)
Bandera de la Unión Europea ondeando a las afueras del Parlamento británico. (EFE/EPA/Andy Rain)
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A la sazón del retiro del portavoz de Vox la semana pasada y del cisma ideológico entre una corriente liberal y otra “nacional católico integrista” que se comenta, asalta la idea de lo modélica y extrapolable que pudiera ser la fractura en todo el espectro de derechas extremas europeas. Al fin y al cabo, la fisonomía política en Europa tiene un rasgo común marcado por la derecha extrema que está para quedarse. El que se ha dibujado tras décadas de globalización sobre premisas un tanto ilusorias, desde una China o una Rusia amigables, una inmigración por gestionar o un trasfondo cultural posmodernista afín a la ingeniería social. Amén de tres crisis globales seguidas.

Mientras en jurisdicciones anglosajonas vimos un Brexit o un Trump (latente), aquí en Europa, el formato de respuesta es la yuxtaposición de nacionalismos identitarios. Como si no existiera una historia de Europa conjunta detrás en el s. XX, cribando fascismos y comunismos, y un interés cada vez más inmanente azuzado por una globalización en clave geopolítica.

Foto: Santiago Abascal e Iván Espinosa de los Monteros, en el Congreso de los Diputados. (EFE/Mariscal)

La denuncia del “globalismo”, de las repercusiones de un mundo globalizado el último medio siglo, se emite desde la asertividad nacionalista. Repudian la UE y sus instituciones como instancias viables para lidiar con él y proponen la “soberanía nacional” como solución, desde un mosaico reduccionista y fragmentado. Aunque se haya bajado el tono tras el desastre del Brexit (excepción hecha del AfD alemán que quiere la salida del euro y lidera muchas encuestas en Alemania), es incuestionable cierto aire quijotesco.

Obvian lo que puedan tener en común: la voluntad de defender intereses propios y ese fondo de identidad que les son comunes, desde una tradición que tanto evocan, más bien corta. Si contemporizaran más, si dieran acuse de recibo realista al mundo del s. XXI, identificarían quizá la oportunidad de reconocer una nacionalidad e identidad europea que los trasciende, y que mal les pese, está latente en la trayectoria de la UE.

Son cosas obvias. Como ironizaba un columnista de esta casa, Olmos, criticando “el furor antifascista” entre Netflix, piscinas y gin-tonics: “Antes, cuando el sentido, común, no había que decir lo evidente”. En la época del histrionismo político afecta a todos lares y hay que hacerlo.

Foto: Un empleado trabaja en una fábrica de Hangzhou, en China. (Reuters)

Globalización”: fenómeno por el cual el crecimiento económico de las últimas cuatro décadas multiplica el PIB global por más de más cuatro. Paralelo al de población, por tres, a la friolera de 9.000 mn a la vuelta de la esquina, en el espacio de una vida. Se produce a la zaga de la liberalización del comercio internacional y la consiguiente integración de las economías. Dispositivos móviles, TV de plasma y vacaciones en el extranjero. Europa, un 5% de la población y un 20% de la economía global, exporta el 30% de su PIB. Y, además, tiene el euro como moneda común desde hace más de dos décadas.

No hay vuelta atrás. Solo cabe contemporizar y adaptarse: combinar la defensa de un marco político económico liberal, probado resorte de prosperidad, con el interés legítimo de un perímetro europeo en clave geopolítica. El que trata de construir la UE y obstruyen nuestras tribus varias. En un mundo geopolítico, desde el reduccionismo soberano del que son últimos valedores, lo que Europa se garantiza es padecer de pura inmunodeficiencia. Siempre detrás.

Geopolítica”. De un lustro a esta parte, Trump cuestiona un modelo de globalización en el que China se ha llevado el gato al agua las dos últimas décadas, con empleos, industrialización y productos de bajo y medio valor añadido. Biden sigue al dedo esa línea. Es lo único en lo que se entienden republicanos y demócratas. La China de Xi Ping (en el poder desde el 2012) es muchísimo más nacionalista y autocrática de lo que nunca fueron sus predecesores. La premisa de que con el crecimiento económico llegaría la liberalización política fue una ilusión. Gracias a los excedentes comerciales que distribuyen en proyectos y deuda por el mundo, su radio de influencia en las economías antaño emergentes es descomunal.

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Geopolítica también es el plan americano que da créditos fiscales para atraer grandes multinacionales al made in USA (IRA), incluidas las europeas, fumándose un puro de las provisiones de no asistencia pública a las empresas de la OMC. O competir con un brazo atado a la espalda con un euro sin eurobono ni Tesoro Europeo, en un mundo financiero dominado por el dólar y la preeminencia de sus mercados de capital organizados. O que levante la mano quien crea que Putin se va a portar bien este invierno con el 15% del gas importado que todavía nos provee. O un liderazgo climático sin seguidores. A título de ejemplos, este es el mundo real: un cocedero lento de carteras en el bolsillo. Todos encantados con una Europa fragmentada, menos los propios europeos.

Fumíguese la política europea del sesgo histriónico-identitario y lo que queda es un tronco de interés desahuciado por la fragmentación, uno que llama a la contemporización acelerada de instituciones e instrumentos en la UE, para defenderlo. Defender un interés nacional solía ser una consigna de derechas. Falta que se reconozca el europeo como tal. Ya dijo Macron: “Ninguna comunidad puede arraigar un sentido de pertenencia, sin una frontera que defender”, pero no se le dio suficiente crédito. La paradoja de la inmunodeficiencia.

Y aún más. Ese sentido de pertenencia, de identidad común, de raíces, su interpretación fragmentada, reaccionaria, casi retrógrada, garantiza también la falta de potencia desde la dilución. Décadas de globalización y delirios postmodernistas desde la izquierda identitaria alienan el sentido de pertenencia de esa comunidad, de un “nosotros”. Cuando se vindica la “tradición”, lo “conservador”, a menudo se evoca lo religioso, desmereciendo la esencia de lo común que ha superado lo fragmentario-nacional: la convergencia en Estados de derecho. Justo donde se encuentra el antídoto letal a ese posmodernismo y la distinción frente a todo lo que nos rodea (islam, chinos, rusos, etc.).

Foto: Santiago Abascal, en el Congreso de los Diputados. (EFE/Fernando Villar) Opinión
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Decía Chesterton que, “cuando se deja de creer en Dios, se puede creer en cualquier cosa”. En realidad, hay que ser un poco más humilde. Lo que queda por creer es ese mismo humanismo, la “persona”, clave de dovela en cualquier Estado de derecho, de todas y cada una de las nacioncitas de la UE, puente entre el legado cristiano y el liberalismo. Falible, sin duda, pero avalado por la historia, exigente. Si la ley arroja un brillo demasiado frío, obsérvese, en el día a día, qué usos y costumbres canaliza, a qué tradición da cuerpo.

Estas derechas extremas europeas, ensalzando pasados de historias nacionales, grandes y estupendas una por una, sin duda, pero devenidas en el contexto actual en meras “historietas” de conflictos pretéritos, en votos al narcisismo, distorsionan la perspectiva del conjunto. Como si la raíz común de una cristiandad, secularizada por las revoluciones modernas, no hubiera sintetizado un tronco común, el marco de convivencia ideal, ese mismo Estado de derecho que supera adscripciones tribales. Un auténtico privilegio que se desprecia y desconoce.

En una globalización del s. XXI que transita a lo geopolítico —esto es donde americanos, chinos, rusos y demás, defienden sus intereses—, categorías como “identidad” e “historia” solo ofrecen ya fundamento real desde la perspectiva larga, latente en el espíritu de la UE, desde la fuerza de la Unión. Para defender lo nuestro. Frente al reduccionismo, fragmentario y reaccionario, pragmatismo, concertación y principios. Sin histrionismos.

A la sazón del retiro del portavoz de Vox la semana pasada y del cisma ideológico entre una corriente liberal y otra “nacional católico integrista” que se comenta, asalta la idea de lo modélica y extrapolable que pudiera ser la fractura en todo el espectro de derechas extremas europeas. Al fin y al cabo, la fisonomía política en Europa tiene un rasgo común marcado por la derecha extrema que está para quedarse. El que se ha dibujado tras décadas de globalización sobre premisas un tanto ilusorias, desde una China o una Rusia amigables, una inmigración por gestionar o un trasfondo cultural posmodernista afín a la ingeniería social. Amén de tres crisis globales seguidas.

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