Tribuna Internacional
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Ya sabemos para qué sirve el populismo: para salvar a sus élites
El resultado de más de una década de populismo ha sido este: una política centrada en el devenir personal de la élite populista
Desde que, en 2017, se celebró el referéndum ilegal en Cataluña, el tema central del independentismo no ha sido la independencia, sino cómo facilitar la vida a quienes cometieron actos ilegales promoviéndola. Véase la amnistía que Carles Puigdemont exige para investir a Pedro Sánchez: en contra de lo que dicen sus partidarios, esta no hará nada por los catalanes en general, ni por la independencia en particular, sino solo por los centenares de miembros de la élite política catalana que tienen acusaciones pendientes.
Desde su fundación, Podemos ha tenido cierta tendencia al psicodrama colectivo. Pero, en los últimos tiempos, se ha ido reduciendo el número de protagonistas. En los meses previos a las elecciones de julio, la conversación que más promovió el partido no versó sobre sus ideas políticas o sus propuestas, sino sobre el futuro laboral del reducido número de personas que conforman su élite: básicamente, una familia, la Montero-Iglesias, más unos cuantos viejos amigos como Ione Belarra.
El caso de Donald Trump es el más célebre. Su programa político es conocido. También su incapacidad como gestor. Pero ahora eso es lo de menos: lo que importa es su situación legal tras las múltiples imputaciones por fraude, retención de documentos secretos y coacciones a funcionarios. Sobre ello gira toda su campaña en las primarias republicanas. Como es el populista de mayor talento que ha dado la última década, es quien mejor ha sintetizado lo que estos políticos intentan transmitir al hablar constantemente de sí mismos: “Al final, no van a por mí. Van a por vosotros. Yo solo me interpongo en [las] intenciones [de la élite]”, repite en sus mítines. Lo que quiere decir es que hay que salvarle a él porque solo así se salvará el pueblo.
Élites contra el elitismo
El resultado de más de una década de populismo, durante la cual una nueva oleada de líderes no ha hecho más que hablar en nombre del pueblo, ha sido este: una política centrada en el devenir personal de la élite populista. No se trata de un fenómeno nuevo. Hace más de dos mil años, Catilina, el político romano que Cicerón retrató como el primer populista, se hizo rico mediante la corrupción y canalizó su ambición denunciando la riqueza y la corrupción de los demás políticos. Hace poco más de 20, Berlusconi inventó la versión contemporánea: el privilegiado que se presenta como un hombre común que lucha contra la élite a la que él, tanto por dinero como por poder, pertenece. Ambos se pasaron buena parte de su carrera mezclando su vida pública con sus conflictos legales privados. Pero, más allá de eso, supieron convertir sus problemas personales en el tema central de la política de su tiempo. La nueva generación ha ido más allá gracias a las nuevas formas periodísticas y las redes sociales: quizás en algún momento la democracia versó sobre la libre elección de representantes de la ciudadanía y la búsqueda de soluciones pactadas para los problemas de esta. Estos líderes han decidido que, en realidad, la democracia consiste en la retransmisión en directo de las peleas de las élites, la necesidad de que el pueblo las siga como si fueran un adictivo espectáculo y la exigencia de que tome partido frenéticamente.
Lo peor es que lo han conseguido. Y, como suele suceder, este comportamiento político se ha filtrado a la sociedad y a su sistema de valores. Nigel Farage, que es un simple ciudadano privado, pero que, durante décadas, fue el mayor impulsor del Brexit, reconoció antes del verano que este había sido un fracaso. Pero el tema de discusión en Reino Unido no ha sido ese, sino los problemas personales de Farage con un banco que canceló sus cuentas por razones absurdas y luego dio excusas ridículas. Farage aprovechó la circunstancia para reinventarse públicamente: de líder de un proyecto fracasado a una “víctima de los prejuicios de las grandes corporaciones”, en sus propias palabras. Twitter parecía una red social útil para el diálogo entre ciudadanos, periodistas y políticos; desde que Elon Musk la compró, sin embargo, su función ha cambiado: ahora es, básicamente, un escaparate en el que Musk, el hombre más rico del planeta, airea sus agravios. Incluso Luis Rubiales ha recurrido al viejo manual del populista caído en desgracia: ha querido hacernos creer que la discusión sobre su deseable salida de la Federación de fútbol no tiene que ver con los buenos modales en público, la limpieza del deporte y la gobernanza responsable de las instituciones, sino con el carácter maligno de quienes le persiguen a él por ser un gestor impecable que solo ha cometido un par de errores comunes.
Las consecuencias
Todo esto tiene funestas consecuencias a largo plazo. En primer lugar, el debate público se vuelve más estúpido. La polarización aumenta. Los ciudadanos nos volvemos adictos a un reality show barato y damos incentivos a los políticos para que nos complazcan. Pero, en segundo lugar, y más importante, los políticos (o las figuras públicas controvertidas) consiguen no tener que rendir cuentas por su gestión ni ser juzgados por el grado en que cumplen su cometido. Los independentistas deberían valorar a Puigdemont por su capacidad para obtener la independencia. Los partidarios de la izquierda dura deberían juzgar a los líderes de Podemos por su talento para sacar adelante medidas que generaran una mayor y más justa igualdad. Los de Trump deberían valorarle en función de la promesa central de su presidencia: proteger a las familias de trabajadores estadounidenses, singularmente las de clase media baja. Pero los tres, y muchos más como ellos, han sabido ocultar su fracaso convirtiendo la política en una competición de celebrities en la que los intereses privados de los líderes se hacen pasar por el bien público y muchos votantes asienten. En esto ha quedado el populismo: en salvar a sus propias élites.
Desde que, en 2017, se celebró el referéndum ilegal en Cataluña, el tema central del independentismo no ha sido la independencia, sino cómo facilitar la vida a quienes cometieron actos ilegales promoviéndola. Véase la amnistía que Carles Puigdemont exige para investir a Pedro Sánchez: en contra de lo que dicen sus partidarios, esta no hará nada por los catalanes en general, ni por la independencia en particular, sino solo por los centenares de miembros de la élite política catalana que tienen acusaciones pendientes.
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