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Dos años de la invasión de Ucrania: el retorno de la guerra nacionalista
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Ramón González Férriz

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Dos años de la invasión de Ucrania: el retorno de la guerra nacionalista

La decisión de Putin de ocupar un país independiente fue fruto del nacionalismo. Un acto para salvaguardar el honor de una nación y para satisfacer la obsesión redentora de su pequeña élite

Foto: El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE/Kremlin/Kristina Kormilitsyna)
El presidente ruso, Vladímir Putin. (EFE/Kremlin/Kristina Kormilitsyna)
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Hace dos años, la invasión rusa de Ucrania cogió a Europa por sorpresa. Creíamos que no habría más guerras en el continente. Y pensábamos que, cuando estalla una, lo hace por razones que van más allá del puro nacionalismo. En las últimas décadas, los conflictos bélicos han estado provocados por el terrorismo y cuestiones seguridad (Afganistán, Israel-Hamás), han sido guerras imperiales para imponer un orden determinado en una región remota (Irak), se han debido a disputas por los recursos naturales (contiendas civiles en África por minerales, diamantes o petróleo), o han tenido fuertes componentes étnicos y religiosos (Balcanes, Yemen). Todas las guerras mezclan varios de esos ingredientes y, por supuesto, muchas se libran con excusas ficticias. Pero la decisión de Vladímir Putin de ocupar un país independiente se ajusta a ninguna de esas tipologías. Fue, como las dos guerras mundiales del siglo XX, fruto del nacionalismo. Un acto para salvaguardar el honor de una nación y para satisfacer la obsesión redentora de su pequeña élite. Por ese motivo nos pilló tan desprevenidos: creíamos que esas cosas ya no sucedían.

No faltaron avisos

Lo llamativo es que, en sus veinticinco años de mandato, Putin siempre ha sido extraordinariamente transparente respecto a sus obsesiones históricas y geopolíticas. Siempre ha dicho que Lenin cometió un terrible error al convertir en una República Soviética a Ucrania, que según él es simplemente una región rusa. Ha afirmado en más de una ocasión, también, que la caída de la Unión Soviética fue una tragedia porque convirtió a una gran potencia, Rusia, en un país con el orgullo herido. Hace quince años empezó a transmitir en cumbres internacionales que Rusia no estaba siendo tratada de manera justa por Occidente y que no estaba dispuesta a asumir sin más un papel secundario en el orden mundial y a renunciar al control de lo que consideraba su esfera de influencia legítima. Hace diez, invadió Crimea con el solo argumento de que esta siempre había sido rusa y debía volver a serlo.

En los últimos años, Putin ha insistido cada vez más en viejos temas del nacionalismo ruso: que Rusia no es un Estado-nación estándar, sino una civilización que tiene por misión defender los valores cristianos y conservadores; que Occidente es un lugar corrupto y decadente cuya influencia cultural debe eliminarse del mundo ortodoxo. Y en el verano de 2021 publicó un largo artículo en el que explicaba detalladamente, con argumentos históricos que se remontaban a la Edad Media y que tenían un fuerte componente legendario, por qué Ucrania debía volver a ser rusa. No podría haber sido más claro. Pero ni siquiera quienes entonces llamamos la atención sobre ese artículo pensamos que Putin hablara en serio, o que fuera tan irracional como para iniciar una guerra a gran escala. Creíamos que eso ya no era posible.

El plan, sabemos hoy, estaba repleto de autoengaños. El ejército ruso debía llegar hasta Kiev, matar o capturar a la élite política e intelectual ucraniana, sustituirla por otra de carácter rusófilo y, luego, convertir Ucrania en lo que ya es Bielorrusia: un estado vasallo sin soberanía. Pero ese ejército era corrupto y carecía de recursos materiales, y los soldados estaban desmotivados. Y se enfrentaban a una población ucraniana mucho mejor preparada, y más motivada, de lo que la pésima inteligencia rusa había transmitido al Kremlin. Conocemos también la rápida y eficaz reacción de la Unión Europea, de Estados Unidos y de la OTAN en ayuda de Ucrania. Pero a estas alturas sabemos también las muchas limitaciones que tienen las sanciones económicas, que Rusia mantiene su legendaria capacidad para asumir la muerte de cientos de miles de soldados en el frente y que una buena parte del mundo, liderada por China, está tan harta del liderazgo de Occidente que prefiere apoyar tácita o explícitamente a Rusia. Y últimamente estamos descubriendo también que sigue existiendo en partes de Estados Unidos y Europa una enorme admiración por el modelo político de Putin, y que la energía inicial con que Occidente apoyó a Ucrania se está agotando.

Foto: Sergey Karaganov. (Russian Council)

Ese era el plan B de Putin: dado que fracasó la operación relámpago, la mejor opción para él era seguir con la guerra hasta que surgieran grietas en la coalición pro-ucraniana, y que emergieran los prorrusos del Partido Republicano, a poder ser con una victoria de Donald Trump en noviembre, y el disenso europeo vía Hungría. Porque Putin, probablemente, no se conformará con tener un conflicto congelado de baja intensidad. Su objetivo sigue siendo el mismo: destruir la soberanía de Ucrania imponiendo un régimen prorruso y, así, devolver el orgullo herido a la nación. Hoy está lejos de conseguirlo, pero también lo está de ser derrotado.

Han sido dos años de muerte y destrucción para los ucranianos. Y, para el resto de los europeos, de aprendizajes terribles. Pero de entre todos ellos, quizá el peor haya sido tener que asumir que las guerras nacionalistas pueden volver a Europa y que su franja oriental no ha escapado totalmente de la maldición histórica que ha sufrido durante siglos. Y que el orgullo herido de la élite rusa no era una exageración retórica, sino el combustible necesario para emprender una guerra que a duras penas puede permitirse en términos humanos o económicos, pero que llevará hasta el final, sin concesiones ni conversaciones. Desde hace años, Putin ha asumido que debe desempeñar el papel histórico de reconstruir la Gran Rusia y resarcirla de pasadas debacles políticas y del desdén de Occidente. Eso, según él, requería regresar a esa vieja y terrible costumbre europea de iniciar guerras no por recursos, no por seguridad, no por conflictos étnicos o religiosos, sino por puro nacionalismo. Debemos recordarlo la próxima vez que pensemos que eso ya no puede suceder.

Hace dos años, la invasión rusa de Ucrania cogió a Europa por sorpresa. Creíamos que no habría más guerras en el continente. Y pensábamos que, cuando estalla una, lo hace por razones que van más allá del puro nacionalismo. En las últimas décadas, los conflictos bélicos han estado provocados por el terrorismo y cuestiones seguridad (Afganistán, Israel-Hamás), han sido guerras imperiales para imponer un orden determinado en una región remota (Irak), se han debido a disputas por los recursos naturales (contiendas civiles en África por minerales, diamantes o petróleo), o han tenido fuertes componentes étnicos y religiosos (Balcanes, Yemen). Todas las guerras mezclan varios de esos ingredientes y, por supuesto, muchas se libran con excusas ficticias. Pero la decisión de Vladímir Putin de ocupar un país independiente se ajusta a ninguna de esas tipologías. Fue, como las dos guerras mundiales del siglo XX, fruto del nacionalismo. Un acto para salvaguardar el honor de una nación y para satisfacer la obsesión redentora de su pequeña élite. Por ese motivo nos pilló tan desprevenidos: creíamos que esas cosas ya no sucedían.

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