Tribuna Internacional
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Putin nunca perderá las elecciones. Debe perder en Ucrania
No será fácil. Tras hacerse a la idea de que sus tropas no serían bienvenidas en el país y de que la victoria no sería rápida, Putin asumió que el tiempo jugaba de su parte. Tenía razón
Tendríamos que encontrar una palabra mejor que "elecciones" para describir lo que ha tenido lugar en Rusia durante el fin de semana pasado. Porque ahí no se escogía nada.
Concurrían tres supuestos oponentes de Vladímir Putin, pero habían sido designados por el Kremlin y reconocido que no pretendían ganar. A los oponentes reales al régimen de Putin se les prohibió presentarse, están en la cárcel, han sido asesinados o viven en el exilio. Los ciudadanos disidentes se mostraron heroicos: unas 20.000 personas han sido detenidas en los dos últimos años por mostrarse en contra de la invasión de Ucrania, y durante este supuesto proceso electoral miles han manifestado su disconformidad mediante votos nulos o cautelosas protestas. Muchas han sido detenidas también.
El recuento oficial indica una absurda victoria de Putin con alrededor del 88% de los votos. Pero eso es irrelevante. Putin siempre ganará las elecciones. Tiene a su disposición innumerables trampas. El nacionalismo sigue siendo extraordinariamente fuerte en Rusia. Y este se combina con la indolencia de millones de personas que piensan que el autoritarismo es inevitable.
Además, la economía rusa va mucho mejor de lo que se esperaba cuando se pusieron en marcha las sanciones económicas al país tras el inicio de la invasión. Y, en contra de muchas predicciones occidentales, la élite rusa no se ha fragmentado. Una parte de ella pensaba que una guerra a gran escala era un riesgo innecesario, pero ahora la considera un hecho irreversible y ha mantenido la cohesión en torno a Putin. El régimen enfrenta algunas amenazas evidentes a largo plazo, desde la productividad hasta la demografía. Sin embargo, deberíamos dejar de fantasear con su colapso. Putin y un ecosistema político y mediático que ha asumido plenamente sus delirios imperiales, su odio a Occidente y su revanchismo, estarán ahí mucho tiempo.
¿Qué hacer?
La única posibilidad de que el Gobierno ruso renuncie a sus peores ambiciones es que pierda en Ucrania. No será fácil. Tras hacerse a la idea de que sus tropas no serían bienvenidas en el país y de que la victoria no sería rápida, Putin asumió que el tiempo jugaba de su parte. Tenía razón. Ucrania lleva meses sin recibir ayuda de Estados Unidos; si Trump gana las elecciones, ha dicho, no dará "ni un céntimo" más al país. Al Gobierno de Zelenski no solo se le están acabando las municiones, sino que le falta personal: necesita 500.000 soldados adicionales, pero cada vez le cuesta más encontrarlos. Y han surgido grietas en la coalición europea.
Por un lado, en Hungría, está la simpatía pro-Putin de Viktor Orbán, aunque este suele plegarse a los deseos de la mayoría de la Unión si la Comisión le concede suficiente dinero a cambio. Por el otro, está el disenso estratégico entre Emmanuel Macron, que en las últimas semanas ha sido muy explícito acerca de la necesidad de que Ucrania gane la guerra, y Olaf Scholz, que sigue comprometido con esta, pero aún piensa que es necesario mantener abiertos algunos puentes con Rusia. La semana pasada, los dos se reunieron con el nuevo primer ministro polaco, Donald Tusk, que por razones históricas evidentes es, junto con los líderes de los países bálticos, el europeo más halcón. El encuentro dio algunos frutos, como las promesas de entregar más armas a Ucrania y de encontrar la manera de utilizar en beneficio de esta, sin confiscarlos, los enormes fondos que Rusia tiene congelados en Europa. Pero la unidad no puede darse por sentada.
Contención, como en la Guerra Fría
Europa y Estados Unidos tienen sobrados recursos políticos, militares y económicos para hacer frente a Rusia y contener a Putin. Sin embargo, lo importante es que recuerden qué está en juego. Por supuesto, lo más inmediato es la soberanía de Ucrania y la posibilidad de que, con el tiempo, el país se convierta en una democracia funcional y se integre, si así lo desea, en las instituciones occidentales. Pero no es solo eso. Lo que está en juego es la posibilidad de que los europeos vivan sin la sensación de que están expuestos a los caprichos de Putin, que cree tener derecho a invadir el país que le plazca, y cuyo régimen amenaza constantemente con la posibilidad de desplegar armas nucleares en el espacio o utilizarlas contra ciudades europeas. Como hemos visto en los dos últimos años, muchas veces las amenazas rusas son mera arrogancia o propaganda destinada a la población nacional. Cada vez que Occidente ha traspasado una de las líneas rojas que marcaba Putin —como ofrecer determinados tipos de armamento a Ucrania, formar a sus tropas o, como ha hecho recientemente Macron, afirmar que la OTAN podría desplegar soldados sobre el terreno— el Kremlin ha cedido. Sabe que si Occidente se lo propusiera, Rusia no tendría nada que hacer.
Pero no hay que llegar tan lejos. Como en la Guerra Fría, el objetivo no es derrocar el régimen. El objetivo es contener sus delirios imperiales y dejar claro que no tiene derecho a hacer lo que quiera con las fronteras europeas. Se trata de recordarle que ni siquiera tiene capacidad para hacerlo, como está dejando claro Ucrania, que, pese a su escasez de munición y soldados, y sus evidentes reveses en la línea del frente, no ha sido derrotada ni va a serlo de manera inminente.
Pese al heroísmo de sus opositores, Putin nunca perderá las elecciones. Repetirá tantas veces como sea necesario la farsa del pasado fin de semana. Y, mientras gobierne, su élite no le dará la espalda. La única opción es que pierda en Ucrania, cobre conciencia de sus límites y todos, incluidos la mayoría de los rusos, podamos vivir más tranquilos.
Tendríamos que encontrar una palabra mejor que "elecciones" para describir lo que ha tenido lugar en Rusia durante el fin de semana pasado. Porque ahí no se escogía nada.
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