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La UE y el futuro

La UE podrá seguir viviendo orientada hacia el futuro, pero ya no un futuro perfecto, sino imperfecto. Y ese futuro exige estar en condiciones de defenderse como Unión, con todo lo que ello implica

Foto: Banderas de la Unión Europea. (Europa Press/Eduardo Parra)
Banderas de la Unión Europea. (Europa Press/Eduardo Parra)

Cuando se dice que la UE es el futuro, normalmente se entiende que los Estados nación no pueden por sí solos y desunidos garantizar la paz en el continente –como quedó claro después de la Segunda Guerra Mundial- ni tener influencia en un mundo en que los europeos representan un porcentaje decreciente, en términos de población y riqueza. Pero hay un significado más profundo del aserto, que explica otras facetas que a veces generan incomprensión. La UE no solo es el futuro para los europeos, sino que una parte importante de ella y de su actividad es futuro.

Unos cuantos ejemplos servirán para mostrar lo que quiero decir. Es conocido el objetivo de la UE de reducir para 2030 las emisiones de gases de efecto invernadero en un 55% respecto de los niveles de 1990. Para ello, entre otras medidas, se aspira a que el 42,5% de la energía sea producida a partir de fuentes renovables en 2030. Relacionado con este objetivo, la UE se ha puesto otro no menos ambicioso: la contaminación cero en 2050, con diferentes porcentajes para reducir los plásticos en el mar o el número de muertes causadas por la contaminación del aire. Se puede traer también a colación el objetivo fijado hace tres años de conseguir que el 78% de la población entre los 20 y 64 años tenga un empleo para 2030.

Se podrían aducir innumerables ejemplos más. De hecho, no hay actividad de la UE para la que, en uno u otro momento, a nivel de Consejo de Ministros o, con menos frecuencia, del Consejo Europeo, no se hayan fijado objetivos a cinco, diez o incluso más años. La UE y, merced a ella, los Estados miembros, viven volcados hacia el futuro. Los europeos, en el seno de la UE, continuamente nos estamos imponiendo metas, sin tiempo alguno para arrellanarnos en el presente y disfrutar de los logros –que no son pocos- conseguidos a lo largo de los sesenta y siete años transcurridos desde que se firmó el Tratado de Roma en 1957.

Se dirá que esta manera de proceder no es exclusiva de la UE. Las máximas instituciones de los Estados y organizaciones internacionales, con mayor o menor empeño y éxito, han adoptado este esquema de funcionamiento. El ejemplo más célebre en el ámbito de la ONU es la Agenda 2030. Pero hay una diferencia grande entre estos grandes principios de Naciones Unidas y los que fija la UE en todos los ámbitos de su actuación, a saber: en el caso de la ONU son esencialmente declarativos, sin un presupuesto ad hoc que posibilite la aplicación de medidas para su logro, que queda básicamente bajo la responsabilidad de cada Estado, con el complemento insuficiente que supone la ayuda oficial al desarrollo. En el caso de la UE, existen sin embargo un presupuesto con la finalidad, entre otras, de que los objetivos acordados se conviertan en realidad y una institución, la Comisión Europea, encargada de velar por su cumplimiento.

Los europeos continuamente nos imponemos metas, sin tiempo alguno para arrellanarnos en el presente y disfrutar de los logros

Se objetará entonces que otros Estados que no pertenecen a la UE, con presupuesto y medios suficientes, se marcan también objetivos plurianuales. En estos casos, especialmente en los regímenes democráticos, los objetivos a largo plazo no terminan de ser plenamente creíbles, por las continuas elecciones y cambios de gobierno, y menos aún en el clima actual de polarización creciente. La visión que pueda tener un gobierno para un futuro que exceda su mandato estricto es posible que sea puesta en cuestión, total o parcialmente, por su sucesor. Por razones distintas a los grandes objetivos de Naciones Unidas, cabe también aplicar aquí la reserva del “largo me lo fiais”. Sin embargo, en el seno de la UE, la regla es la continuidad, gracias a que, hasta ahora, el llamado “consenso comunitario” ha estado articulado a través de los partidos democristianos/conservadores, socialdemócratas y liberales (al que se sumaron los verdes en el último mandato). Las próximas elecciones al Parlamento Europeo de junio serán la primera cita en que está en el aire la continuidad de este consenso si los escaños de las fuerzas mencionadas no fueran suficientes o hubiera otras posibles mayorías.

Queda una objeción de peso a la argumentación desarrollada pues, ¿qué decir de los países con regímenes autoritarios, libres de las ataduras de elecciones periódicas competitivas? Y, entre ellos, ¿no estaban los países con regímenes comunistas llamados a ser los dueños del futuro stricto sensu, planificándolo, así el primer plan quinquenal que aprobó la extinta URSS en 1928, o los que se siguen aún empleando en China desde 1953? ¿No viven acaso esos países en el futuro? Por lo que hace a Europa, desde luego, viven más bien en el pasado, pues la URSS desapareció y los regímenes comunistas de los países europeos que los tuvieron son ya parte de la historia. Para los casos que aún perviven –y que han demostrado su éxito-, solo puede decirse que el futuro en que vive la UE es uno deseado por consenso, en contraposición a otro futuro impuesto por una minoría. Es el europeo un futuro flexible, pues los objetivos son siempre ajustables en función de la opinión pública y los sectores más influidos por las predicciones. Así, se puede graduar el ritmo de las transiciones una vez que el deseo se da de bruces con la realidad, como ha sucedido recientemente con el aplazamiento de la legislación sobre el uso de pesticidas ante las protestas agrarias por, entre otras razones, las consecuencias que para el sector tiene la transición verde en su planteamiento original. En otras palabras, es un futuro “reformista”, más que uno “revolucionario”, con cambios drásticos y a veces violentos en función de las predicciones e ideología de este último.

Foto: Banderas de la UE en una imagen de archivo. (EFE/Andre Pain) Opinión
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A igualdad de condiciones, la UE siempre superará a todo Estado u organización que se compare con ella en su regusto por vivir volcada hacia el futuro. Un ejemplo que se viene inmediatamente a la mente es el de los presupuestos anuales, el principal ejercicio de predicción periódica compartido por otros Estados y organizaciones. La UE también aprueba su presupuesto anual, pero la predicción que es realmente definitoria es el llamado marco financiero plurianual, con una vigencia de siete años, aunque normalmente se revise a mitad de camino.

La UE condensa en su breve historia la larga historia del tiempo en Occidente. Porque el tiempo es una magnitud subjetiva, moldeado de distinta forma en el marco de cada civilización. Europa recoge la doble influencia clásica y judeocristiana para la fijación del tiempo y la predicción del futuro. Hasta la Edad contemporánea, predecir el futuro era auscultar la voluntad divina, interpretando profecías y oráculos siempre ambiguos, o señales que supuestamente revelaban el designio divino. En los albores de la Edad contemporánea, la secularización de Occidente tuvo también efectos en la manera de abordar el tiempo, de cuya determinación se excluyó a Dios. El pasado se depuró de la intervención divina y sus explicaciones legendarias, y la predicción del futuro dejó de consistir en la interpretación de la voluntad divina. Privado de la participación en la mirada omnisciente de Dios, el hombre occidental se vio abocado a predecir el futuro a partir de tendencias registradas en el pasado, de ahí el auge que conoció el estudio científico de la historia.

Cuando se vive volcada hacia el futuro como hace la Unión Europea, las circunstancias imprevisibles, como las grandes crisis económicas o las pandemias, precisamente porque suceden con rara frecuencia, provocan un sobresalto mucho mayor que el que sufren las organizaciones humanas que lidian fundamentalmente con el presente. La predicción de futuro se desmorona, y se habla entonces de crisis de la misma Unión Europea, como si su mayor dificultad para afrontar lo imprevisto obligara a poner en cuestión su propia existencia. Su naturaleza basada en difíciles y laboriosos consensos le resta además capacidad de reacción rápida.

Foto: Ursula Von der Leyen, en su etapa como ministra de Defensa alemana. (Reuters)

Por eso, la agresión rusa de Ucrania ha sido el mayor golpe que ha sufrido la Unión Europea en su joven historia. Porque la UE nació para erradicar la guerra del continente europeo, que creía olvidada. El precedente de las guerras balcánicas en los noventa no fue comparable: desde su inicio, la UE –en alianza estrecha con EEUU a través de la OTAN- tuvo confianza en poder contener la implosión de la antigua Yugoslavia sin que amenazara la existencia de la propia UE, lo que no es el caso en la actualidad, ante el temor de que Rusia extienda su agresión a otros países europeos o de que EEUU se desentienda de la suerte de Ucrania –y de la UE- según sea el resultado de las elecciones norteamericanas. La reacción inicial de la UE (y la OTAN) ante las guerras balcánicas fue imponer un embargo de armas precisamente con el objetivo de la preservación de Yugoslavia y, en segundo término, la contención, muy criticado por los Estados de la ex Yugoslavia que fueron agredidos, mientras que ahora, desde el inicio, el debate europeo giró sobre qué armamento y cómo proporcionárselo a Ucrania, rompiendo tabúes internos. Y finalmente, porque la UE decidió pronto –aunque ello no se formalizaría hasta la declaración de Salónica de 2003- que todos los países de la ex Yugoslavia (más Albania) tenían perspectivas europeas, en otras palabras, que estaban llamados a formar parte de la UE, hubieran sido agredidos o agresores, de manera que su nueva cohabitación en un marco más amplio como era la UE fuera la clave para superar el conflicto que los enfrentó en los años noventa. Ahora, sin embargo, se ha ofrecido el ingreso a Ucrania como acicate y garantía de seguridad e independencia en el futuro, aun a sabiendas de que, en la medida que la adhesión termine produciéndose y sea exitosa, enconará más el irredentismo ruso.

En el fondo, la invasión rusa de Ucrania ha supuesto una sacudida violenta de las coordenadas temporales en que se movía la Unión Europea. Aun cuando esté instalada en un futuro de índole reformista, su creación fue propiamente revolucionaria, pues no había precedentes de una Europa de la que se hubiera desterrado la guerra. Por ello, y de alguna manera, la invasión de Ucrania ha retrotraído a los europeos a un marco temporal propio del periodo de las dos grandes guerras europeas –y mundiales- del siglo pasado. Las críticas vertidas contra la UE por no haber tomado medidas contundentes frente a las señales que vaticinaban la agresión de febrero de 2022, como fueron la invasión de Georgia, la guerra del Donbas o la invasión de Crimea, se han formulado trazando paralelismos con las señales de la Alemania de Hitler previas a la invasión de Polonia, desoídas por los aliados. El futuro que se quiere imponer desde Moscú vuelve a estar impregnado de una supuesta voluntad divina, por la sanción que ha recibido la agresión por parte de la Iglesia ortodoxa rusa. Pero también la visión del pasado que transmitió Putin en la entrevista de Carlson está coloreada de mitos y leyendas que no se sostienen en la historiografía más reputada, y que terminan remontándose a la misión divina de la Tercera Roma.

Ante semejante desafío, propiamente existencial, la Unión Europea no tiene más remedio que ajustar su encaje en el tiempo. Si apostó desde su fundación por bascular hacia el futuro, ya que el pasado la retrotraía a un tiempo de guerras, tendrá ahora que modular su actitud. Podrá seguir viviendo orientada hacia el futuro, sí, pero ya no un futuro perfecto, sino imperfecto. Y ese futuro exige estar en condiciones de defenderse como Unión, con todo lo que ello implica. De ahí que, sin temor de exagerar, se pueda afirmar que las elecciones al Parlamento Europeo del próximo mes de junio serán las más importantes de las celebradas hasta la fecha. En ellas, la Unión Europea se juega su futuro, que es tanto como decir su propia identidad.

*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

Cuando se dice que la UE es el futuro, normalmente se entiende que los Estados nación no pueden por sí solos y desunidos garantizar la paz en el continente –como quedó claro después de la Segunda Guerra Mundial- ni tener influencia en un mundo en que los europeos representan un porcentaje decreciente, en términos de población y riqueza. Pero hay un significado más profundo del aserto, que explica otras facetas que a veces generan incomprensión. La UE no solo es el futuro para los europeos, sino que una parte importante de ella y de su actividad es futuro.

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