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Francia está sumida en un pesimismo irracional. Y ha votado en consecuencia
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Ramón González Férriz

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Francia está sumida en un pesimismo irracional. Y ha votado en consecuencia

Por lo pronto, recuerden: Macron seguirá siendo presidente pase lo que pase, pero con su mandato desacreditado, y puede haber un Gobierno maniatado o, menos probablemente, una cohabitación imposible

Foto: Macron vota en las elecciones. (EFE)
Macron vota en las elecciones. (EFE)
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En la última década, un fantasma ha recorrido Francia: el fantasma del pesimismo. En un sondeo de Ipsos de octubre pasado, un 82% de los encuestados afirmaba que el país está en declive; un 34% declaró, además, que este es irreversible. Se trata de un estado de ánimo que uno percibe vaya adonde vaya, lea lo que lea. Algunos argumentan que la culpa es de la inmigración; otros, que se trata del exceso de regulación, del costo de la vida, de unos impuestos desmesurados o de la deslocalización de las empresas.

Sea como sea, siete años después de llegar al poder, y aunque ha tenido algunos éxitos relevantes, Emmanuel Macron ha fracasado. No ha conseguido revertir esa percepción. Muchos creen, de hecho, que durante su mandato Francia ha empeorado. Seguramente eso es también solo una impresión. Pero en la política, y singularmente en la política francesa, las impresiones acaban conformando la realidad.

Unas elecciones arriesgadas

El pasado 9 de junio, ante el excelente resultado de la Asamblea Nacional de Marine Le Pen en las elecciones europeas, Macron convocó de manera sorprendente unos comicios legislativos. Con ellos, pretendía aclarar el panorama político francés, en el que desde hace años el Gobierno no dispone de una mayoría parlamentaria clara (cuenta con 250 escaños, cuando la mayoría absoluta requiere 289) y la Asamblea con frecuencia frena las iniciativas del presidente. Ayer, en la primera vuelta de esos comicios, la derecha radical volvió a arrasar: de acuerdo con datos preliminares, obtuvo alrededor del 33,5% de los votos. El Nuevo Frente Popular, una coalición de izquierdas que incluye desde el radicalismo trasnochado a un nuevo progresismo centrista, obtuvo el 28,5%. Macron consiguió un 22% y la derecha tradicional alrededor de un 9,5%.

Es difícil saber cómo se traducirá eso en escaños el domingo que viene, cuando se celebre la segunda vuelta, de la que se retirarán numerosos candidatos para concentrar el voto contrario a Agrupación Nacional. El escenario central sigue siendo que esta no obtenga mayoría absoluta. Si esto fuera así, Macron se encontraría con un Gobierno inoperante, aunque la derecha radical y la derecha tradicional quizá podrían pactar. Pero la mayoría absoluta no parece tan lejana: en caso de producirse, Macron debería gobernar junto a Jordan Bardella, la joven promesa radical, como primer ministro. Es un escenario poco probable que el presidente contempló desde que convocó las elecciones: obligar a Agrupación Nacional, que quedaría a cargo del presupuesto y de buena parte de la política doméstica, a demostrar su capacidad para poner en marcha sus drásticas medidas acerca de la inmigración, la seguridad, el gasto público o la inflación. Se han producido cohabitaciones en las últimas décadas, pero nunca con una disparidad ideológica tan grande.

El estado de ánimo

Poco después de que Macron convocara las elecciones, la Fundación Jean Jaurès, un respetado instituto de estudios políticos, hizo una encuesta exprés para detectar el estado de ánimo de los franceses ante esta inesperada llamada a las urnas. Los resultados fueron sobrecogedores. Un 40% de los encuestados dijo sentir cansancio; un 32%, cólera; un 29% tristeza y miedo. Solo un 14% mencionó la satisfacción o la alegría.

Cualquiera podría pensar que Francia es un país subdesarrollado o, incluso, una dictadura. En especial, si escucha el discurso de los dos ganadores de ayer, Asamblea Nacional y una parte importante del Nuevo Frente Popular. Pero no es el caso. Su PIB per cápita es de casi 50.000 euros, bastante por encima de la media de la UE y de España. El desempleo es del 7,5%, casi el más bajo en cuarenta años. El gasto social del Gobierno francés equivale al 23,8% del PIB, el más alto de Europa. La edad de jubilación son los 64 años, y la esperanza de vida en el país hace que la mayoría de franceses vivan casi 20 años sin trabajar y con una pensión decente, como recordaba el fin de semana pasado el periodista Simon Kuper en el Financial Times.

Existen problemas muy reales: ninguno de los mencionados al principio de esta columna es falso. Pero Francia, en parte por su tradición cultural, y en parte por su incomodidad ante la modernidad anglosajona, es hoy un país inusitadamente pesimista en el que era previsible que los extremos subieran y se desfondara un centro que muchos consideran elitista y desconectado de las preocupaciones reales. Macron siempre ha mantenido un discurso público adulto y sereno, y ha intentado transmitir un optimismo racional. El argumento de su mandato ha sido que Francia podía recuperar la esperanza si, dentro de sus estándares proteccionistas y estatalistas, se abría al mundo, lideraba Europa y se desregulaba. A juzgar por el resultado de hoy, e independientemente de lo que pueda suceder el domingo que viene, no ha convencido a los franceses. Estos, al parecer, no quieren más apertura, sino mucha más protección. A costa, incluso, de la prosperidad. Es lo que les ofrecen la derecha radical y una parte del Nuevo Frente Popular.

Foto: Carteles electorales del Frente Popular en Amiens. (Enric Bonet)

Por lo pronto, recuerden: Macron seguirá siendo presidente pase lo que pase, pero con su mandato desacreditado, y puede haber un Gobierno maniatado o, menos probablemente, una cohabitación imposible. Quizá a partir del domingo, el pesimismo empezará a estar más justificado.

En la última década, un fantasma ha recorrido Francia: el fantasma del pesimismo. En un sondeo de Ipsos de octubre pasado, un 82% de los encuestados afirmaba que el país está en declive; un 34% declaró, además, que este es irreversible. Se trata de un estado de ánimo que uno percibe vaya adonde vaya, lea lo que lea. Algunos argumentan que la culpa es de la inmigración; otros, que se trata del exceso de regulación, del costo de la vida, de unos impuestos desmesurados o de la deslocalización de las empresas.

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