Tribuna Internacional
Por
Venezuela y el espíritu de la usurpación
Fruto del fracaso del experimento político y social que lo soportaba, el régimen venezolano está instalado en el fracaso total y no es más que una parodia ridícula de lo que pretendió ser
"Queremos un presidente educado", lucía uno de los improvisados carteles hechos a mano que exhibían los manifestantes que desde hace días ocupan la calle en todas las ciudades de Venezuela. Leído a sensu contrario, lo que reprocha el cartel es la grosería y zafiedad que caracteriza tanto al régimen poschavista, como a la persona de su máximo dirigente, el inefable Nicolás Maduro. Un personaje que se esfuerza en negar la evidencia de haber perdido en las urnas las elecciones que él mismo convocó y que, más allá de todo esto, se ha visto clamorosamente abandonado por la base social que hasta ayer mismo había sostenido al chavismo.
Fruto del fracaso del experimento político y social que lo soportaba, el régimen venezolano está instalado en el fracaso total y no es más que una parodia ridícula de lo que pretendió ser. Una extraña figura deformada y carente de razones, en la que los actos han sustituido a los principios y la usurpación a una legitimidad naciente.
Lejos quedan los tiempos en que Hugo Chávez, pertrechado en lo que luego se llamaría de manera pomposa, pero creíble para muchos, “socialismo del siglo XXI”, desalojó electoralmente y en medio de un enorme apoyo social a la casta de privilegiados que se habían apoderado del presupuesto y del Estado venezolano. “Los mantuanos” - como se les conocía vulgarmente rememorando la vieja oligarquía colonial - se habían comportado como los mayores enemigos de sí mismos en una Venezuela “saudita” corroída, como tantas otras naciones, por el mal de altura que produce siempre la riqueza petrolera. Una república democrática empeñada en transformar un país caribeño sin gran recorrido en la historia, en un verdadero Estado social y democrático de Derecho, había fracasado estrepitosamente por la incapacidad de integrar a las masas atraídas por la riqueza del oro negro y por la degradación de la política que Rafael Caldera, el último presidente constitucional, fue incapaz de detener. Chávez subió al poder amparado en la fuerza que le confería traer una nueva legitimidad susceptible de crear una realidad nueva y verosímil porque él mismo creía en su proyecto.
Más allá de chulerías jactanciosas, Hugo Chávez tenía de su lado a un inmenso grupo social de desposeídos a los que cuidó y organizó, e incluso es muy posible que en algún periodo la inmensa mayoría de Venezuela estuviera con él. Pero el tiempo no perdona y los fracasos en política multiplican el descrédito de manera exponencial. A su muerte, el fervor que su nombre suscitaba ya no era tan unánime y dependía en buena medida de la habilidad de su sucesor para atraer apoyos cumpliendo con sus principios y a pesar de que la educación política de Maduro era nula y sus desaciertos se traducían en miles y miles de venezolanos que abandonaban el país votando con los pies como diría Willy Brandt, todavía un factor mantenía a flote la deteriorada imagen del régimen; la oposición.
Acudiendo al socorrido argumento de “peor que yo son mis adversarios”, Maduro consiguió frenar un deterioro que había arrasado todos los principios de la revolución bolivariana y que se sostenía fundamentalmente sobre un ejército aparentemente sobornado, pero controlado por dentro por los eficaces servicios de seguridad cubanos como auténtica columna militar del régimen. Sin embargo, bastó solo una mujer creíble y unas elecciones taimadamente organizadas para que todo quedara en evidencia y que Maduro, un usurpador en chico (“petit”, que diría Víctor Hugo), comenzara a perder maleducadamente las riendas del gobierno.
María Corina Machado es una mujer que cree lo que dice, no construida artificialmente en las redes y a la que las redes potencian de una manera colosal. Un fenómeno que muy pronto será objeto de estudio por los científicos sociales aunque por el momento únicamente estamos ante un enfrentamiento entre la credibilidad que genera una mujer auténtica y el repudio que automáticamente despierta un usurpador que miente con contumacia y a sabiendas de que lo hace. Un combate que enfrenta a la legitimidad con su negación y que está levantando olas de indignación mundial a las que España no va a ser ajena, como anticipa Nicolás Redondo en un reciente manifiesto desde la Fundación para la Libertad que preside.
A pesar de que alguien pueda o quiera creer que el destino de Maduro no está escrito y que todavía le quedan numerosos recursos al alcance, empezando por el de la fuerza, lo cierto es que (como explicaría Guglielmo Ferrero en
*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.
"Queremos un presidente educado", lucía uno de los improvisados carteles hechos a mano que exhibían los manifestantes que desde hace días ocupan la calle en todas las ciudades de Venezuela. Leído a sensu contrario, lo que reprocha el cartel es la grosería y zafiedad que caracteriza tanto al régimen poschavista, como a la persona de su máximo dirigente, el inefable Nicolás Maduro. Un personaje que se esfuerza en negar la evidencia de haber perdido en las urnas las elecciones que él mismo convocó y que, más allá de todo esto, se ha visto clamorosamente abandonado por la base social que hasta ayer mismo había sostenido al chavismo.