Tribuna Internacional
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Pretender gestionar el Estado como una empresa es absurdo y peligroso
Los ciudadanos no son clientes de una empresa llamada Gobierno a la que pagan a cambio de una serie de servicios
La semana pasada, Donald Trump dio un discurso ante un grupo de empresarios y ejecutivos de Nueva York a los que transmitió algunas medidas de su programa económico. La mayor parte de ellas consistían en reducciones de impuestos, desregulaciones y recortes del gasto público. Para esto último, dijo, si es elegido presidente va a crear una "comisión de eficiencia" para eliminar el derroche de la administración.
La idea original de esa comisión auditora había sido de Elon Musk, el fundador de Tesla y propietario de X, el antiguo Twitter. Y, en reconocimiento de ello, y de una cada vez más sólida alianza política entre ambos, Trump dijo que Musk podía presidir esa comisión "si tiene tiempo". Musk aceptó enseguida.
Recortar el gasto del Gobierno estadounidense es una buena idea, ya que acumula una enorme deuda pública. Tampoco vendría mal cierta desregulación. Pero ¿tiene algún sentido poner a Elon Musk al frente de una auditoría en su tiempo libre? Seguramente, es una estupidez. Los hombres de negocios, incluso los exitosos, tienden a pensar que la gestión de una Administración Pública y la de una empresa se parecen mucho. En realidad, no se parecen en nada.
Trump es un caso paradigmático. Como empresario ha tenido unos cuantos éxitos y una sucesión de bancarrotas y escándalos; como político, es un genio de la comunicación. Pero sus ideas económicas son nefastas. Como tantos otros empresarios, ve su actividad en términos de competición con otras organizaciones, y en eso fundamenta su proteccionismo, que tiene efectos perniciosos para sus propios ciudadanos. Ha exigido tipos de interés bajos, lo cual tiene sentido para un empresario en cualquier momento, pero puede ser ruinoso en un país con inflación. Y, a diferencia de una empresa, el Gobierno no debe ser una máquina de generar beneficios privados. A consecuencia de todo ello, en lo económico, fue un presidente mediocre: entre 2016 y 2020 hubo un desempleo bajísimo en Estados Unidos, pero esa tónica siguió tras la pandemia con Joe Biden, que además ha creado mucho más empleo. Trump bajó los impuestos a los ricos y las empresas, pero eso no impulsó el crecimiento; este fue muy digno —una media del 2,65% una vez descontada la inflación—, pero no excepcional. El aumento de los aranceles a las importaciones no significó la creación de nuevos puestos de trabajo industriales en Estados Unidos. Y Trump gastó. Mucho. Sumado a la bajada de impuestos, eso supuso, ya antes de la pandemia, un inmenso crecimiento de la deuda.
Muchos aspectos de la presidencia de Trump fueron catastróficos y, en algunos casos, autoritarios. La economía no fue un gran éxito. Trump aplicó las ideas de un empresario como él —competir e intentar bloquear a la competencia, endeudarse sin tasa, despedir a los empleados que se mostraban críticos con sus decisiones—, pero eso no se tradujo en una gestión económica del país mejor de la que habría podido hacer un político del montón.
Musk es una clase distinta de empresario. Aunque su gestión de X ha sido muy mala —en dos años esta ha perdido la mitad de su valor y la mitad de sus ingresos publicitarios— ha demostrado sobradamente su genialidad en PayPal, Tesla y SpaceX. Ahora bien: ¿para qué convertirle en auditor de una organización que tiene gastos por valor de 6,1 billones de dólares, las mayores partidas de los cuales son la sanidad, la seguridad social y la defensa? Los auditores fallan con frecuencia porque las auditorías son complicadas. Poner a un experto en logística, con un inmenso ego y pretensiones de radicalismo intelectual, y sin experiencia, al frente de la más grande de todos los tiempos sería un espectáculo digno de ver. Probablemente, solo haría una recomendación: despedir a funcionarios, una de las obsesiones de su potencial jefe.
El mito pervive
Pero, a pesar de su largo historial de fracasos, el mito del empresario que pone orden en el sector público es poderoso. Recuerden el caso de Silvio Berlusconi, que llegó al poder en Italia prometiendo acabar con la corrupción, reformar el Estado e impulsar la economía y aumentó la corrupción, disminuyó la eficacia del Estado y produjo quince años sin apenas crecimiento económico. Pese a todas las esperanzas depositadas en él, Mauricio Macri, empresario inmobiliario y del automóvil, no logró enderezar la economía de Argentina durante su presidencia. Vicente Fox, ex alto ejecutivo de Coca-Cola, no dejó un legado político especialmente valioso en México.
En España, algunos buenos empresarios y hombres de negocios como Josep Piqué o Manuel Pimentel fueron muy dignos ministros. Pero los que parecieron albergar ambiciones más altas, como Jesús Gil, Ruiz-Mateos o Mario Conde, fracasaron estrepitosamente y demostraron tener una comprensión grotesca y personalista del Estado. Marcos de Quinto no pasó de diputado y demagogo en las redes.
Los ciudadanos no son clientes de una empresa llamada Gobierno a la que pagan a cambio de una serie de servicios. La deuda pública, aunque sea alarmante, tiene una naturaleza distinta de la de una empresa. Los funcionarios no son meros empleados con un contrato fijo. Trump dijo en su discurso de la semana pasada que "cuidé la economía estadounidense [cuando era presidente] como cuidaría de mi propia compañía". El resultado fue mediocre. Y concederle ahora a Musk el gracioso título de auditor en jefe es explotar el falso mito de que los empresarios saben cómo salvar el Estado.
La semana pasada, Donald Trump dio un discurso ante un grupo de empresarios y ejecutivos de Nueva York a los que transmitió algunas medidas de su programa económico. La mayor parte de ellas consistían en reducciones de impuestos, desregulaciones y recortes del gasto público. Para esto último, dijo, si es elegido presidente va a crear una "comisión de eficiencia" para eliminar el derroche de la administración.