Tribuna Internacional
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¿En qué estaban pensando los progresistas?
¿Qué parte de nuestra ideología es tan tóxica como para que Trump resulte atractivo?
El resultado de las elecciones estadounidenses ha sido tan abrumador que los progresistas estadounidenses, y los occidentales en general, deberían preguntarse seriamente qué han hecho mal en la última década. La victoria de Donald Trump se explica en parte por razones políticas tradicionales. La inflación. Una candidata rival improvisada y quizá no muy convincente. La percepción de que hay demasiada inmigración ilegal. El declive de ciertas formas de vida tradicionales. El gasto en guerras. Pero sería ridículo pensar que la oferta ideológica de la izquierda no ha tenido nada que ver con este triunfo histórico.
Este ejercicio de introspección me importa por razones políticas, pero también personales. Soy, aunque solo sea en parte, y de una manera muy moderada, progresista. Y formo parte del grupo de personas al que la retórica trumpista, y la de la derecha nacionalista española y europea, culpa de muchos males sociales: los universitarios urbanos, con ingresos altos, costumbres cosmopolitas, defensores del pluralismo, que trabajan en los medios, la gran empresa y la cultura, y muestran una actitud liberal ante la vida. No creo que estemos equivocados en tantas cosas. Pero es necesario hacerse la pregunta: ¿qué parte de nuestra ideología es tan tóxica como para que Trump resulte atractivo?
Las respuestas
La primera respuesta es fácil: creer que se puede acusar a todo aquello que contradice nuestras percepciones de "fake news", "desinformación" o “bulos". Esas cosas existen y son peligrosas. Debemos pensar si es necesario regularlas y, si es así, de qué manera. Pero no todas las actitudes críticas con el progresismo liberal, por no hablar del radicalismo de izquierdas, son consecuencia de las mentiras que circulan online. Lo que durante una década hemos llamado “populismo” tiene profundas razones económicas y culturales. Y es un autoengaño recurrir a las viejas teorías marxistas, según las cuales solo alguien "alienado" puede tener creencias políticas que contradicen las tuyas, para explicar su discrepancia. En el caso de Estados Unidos, hemos seguido con tanta fascinación teorías de la conspiración como QAnon, o la legitimación de odiosos movimientos nativistas y radicales, que hemos pensado que era imposible que ciudadanos comunes y relativamente moderados pudieran preferir una opción a nuestros ojos tan disparatada como la de Donald Trump. Pero lo han hecho. También minorías que se asignaban de manera acrítica al izquierdismo.
Del mismo modo, es absurdo considerar que cualquier crítica al papel del Estado es una expresión de “antipolítica”. Se puede pensar legítimamente que la administración pública es en ocasiones demasiado grande, o que ha sido capturada por intereses ideológicos, o es simplemente ineficiente. No se trata de una muestra de nihilismo. Los ciudadanos tienen todo el derecho del mundo a considerar que las élites políticas, periodísticas, funcionariales, académicas, financieras o culturales no han hecho bien su trabajo. Porque, ¿saben una cosa? Muchas veces no han hecho bien su trabajo. Incluso quienes vemos con terror la posibilidad de que se destruya el sistema liberal, porque pensamos que, pese a sus múltiples errores, tiene enormes virtudes, deberíamos ser capaces de darnos cuenta de ello.
Y luego está la creencia de que la incorporación a la agenda progresista de ideas como la transición verde o nuevas formas de feminismo no iban a tener una respuesta ideológica articulada y potente. De nuevo, incluso quienes las hemos defendido, en una u otra expresión, deberíamos haber tenido claro que, pese a ser necesarias, eran repelentes para mucha gente. Pero los líderes progresistas han creído que bastaba el paternalismo para convencer de sus bondades, sin reparar en que, para muchos, el coche diésel no solo es un medio de transporte, sino una herramienta de trabajo y una forma de vida; o que, para numerosos hombres, perder poder de decisión ante el justificado auge de las mujeres sería intolerable.
El relato moralizante
Durante la última década, esa amalgama no siempre clara de liberales, progresistas y tecnócratas a la que pertenezco ha estado obsesionada con crear un relato convincente acerca de su forma de vida y sus creencias. Ha pretendido construir una moral común que transmitiera bondad de espíritu y confianza en las élites cognitivas, y que ofreciera mecanismos para regañar a quienes no se adaptaran a ella. Que nadie vea una conspiración: era la simple expresión de un puñado de ideas en las que podían coincidir de manera espontánea gente de la Guindalera y de Brooklyn, aspirantes a la clase media y ricos inversores en energías limpias.
No se trata de hacerse la célebre “autocrítica” de los comunistas. Quienes somos centristas liberales no deberíamos renunciar a nuestras ideas por el mero hecho de que un candidato que no nos gusta haya ganado las elecciones en Estados Unidos. Sigo pensando que tenemos razón. Pero sí vale la pena, quizá, que seamos más escépticos con las herramientas intelectuales con las que analizamos el mundo. Y, sobre todo, con la obsesión por parecer los buenos de la democracia. A juzgar por los resultados de las elecciones estadounidenses, no parece que hayamos convencido a, por lo menos, la mitad de la población. Y la política va precisamente de eso: de convencer.
El resultado de las elecciones estadounidenses ha sido tan abrumador que los progresistas estadounidenses, y los occidentales en general, deberían preguntarse seriamente qué han hecho mal en la última década. La victoria de Donald Trump se explica en parte por razones políticas tradicionales. La inflación. Una candidata rival improvisada y quizá no muy convincente. La percepción de que hay demasiada inmigración ilegal. El declive de ciertas formas de vida tradicionales. El gasto en guerras. Pero sería ridículo pensar que la oferta ideológica de la izquierda no ha tenido nada que ver con este triunfo histórico.
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