Tribuna Internacional
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La caída del Gobierno alemán es otro fracaso del centrismo
Hay una razón que resulta particularmente dura para quienes nos ilusionamos con la coalición en 2021: la dificultad de hacer políticas moderadas y prácticas en un momento en el que resultan mucho más atractivos los extremos que el centrismo
Cuando, en 2021, los socialdemócratas, los verdes y los liberales formaron una coalición para gobernar Alemania, los europeos centristas salivamos. El objetivo del nuevo Gobierno, dijeron los socios, era modernizarla tras 16 años de liderazgo de Angela Merkel. Nadie pensaba que el país fuera mal, pero casi todo el mundo reconocía que estaba sumido en la autocomplacencia.
Y la sacudida sería contenida y racional. A fin de cuentas, el nuevo canciller, el socialista Olaf Scholz, era un prototípico político moderado alemán que había sido ministro de finanzas de Merkel durante la Gran Coalición. Invertir en infraestructuras. Impulsar reformas del Estado largamente postergadas. Abrazar la digitalización y un nuevo modelo energético. Esos eran los objetivos principales.
Scholz llegó al poder en diciembre; dos meses después, Rusia invadió Ucrania. Su discurso en el Parlamento sobre la guerra fue extraordinario. Alemania había descuidado la defensa, dijo, había pensado que podía liderar Europa desde la inacción y había sido demasiado transigente con Rusia. Pero empezaba una “Zeitenwende”, un cambio de época. Alemania, siempre renuente y morosa, volvía a asumir los riesgos de liderar, gastar, transformar.
Tres años después, Alemania está sumida en una crisis doble. La primera es económica. Según el FMI, el país crecerá solo un 0,8% en 2025. La producción de la industria, el emblema de su modelo económico y social, lleva siete años en retroceso. Volkswagen cerrará plantas en Alemania por primera vez en toda su historia. Y algunas empresas centenarias como el coloso de la ingeniería y el acero ThyssenKrupp, el fabricante de neumáticos Continental o la constructora de barcos Meyer Werft están despidiendo a trabajadores, vendiendo partes del negocio o eludiendo a duras penas la bancarrota. Según recogía el Financial Times, los líderes empresariales atribuyen esta decadencia al auge del precio de la energía —durante décadas, esta había sido barata gracias, en gran parte, a los tratos amistosos con Rusia—, la burocracia y los costes laborales. Pero también son factores importantes la lentitud de la industria para reducir su dependencia de China, el fracaso de la transición del automóvil hacia el modelo eléctrico o una desproporcionada tasa de ahorro por parte de los alemanes, que se guardan más del 11% de lo que ganan por previsión o miedo.
Y luego está la política. Tras el prometedor arranque de la coalición centrista, estalló en su seno uno de los asuntos clave de la política alemana: la obsesiva limitación de la capacidad del Gobierno para incurrir en déficits. Incluso en estas circunstancias económicas, los liberales querían recortar el gasto público para cumplir con el equilibrio presupuestario, algo a lo que se oponían los socialdemócratas y los verdes. En contra de lo que es habitual en Alemania, los socios airearon en público y de manera agria sus divergencias. Y el conflicto desembocó en la expulsión de los liberales de la coalición, la convocatoria de una moción de confianza en diciembre que Scholz seguramente perderá y, si es así, la convocatoria de elecciones para febrero.
Las expectativas electorales de los tres miembros del Gobierno son funestas: los socialdemócratas tienen una intención de voto de alrededor del 16% (diez puntos menos que en 2021); los verdes, del 12 (tres puntos menos); los liberales rondan el 5% mínimo para obtener representación parlamentaria (cinco puntos menos). La derecha radical casi ha duplicado su estimación de voto (alrededor del 18%) y ha surgido un nuevo partido de izquierdas que mezcla el radicalismo económico con el rechazo a la inmigración, el escepticismo ante las vacunas y la animadversión por la UE y la OTAN. El mero hecho de que, en un momento de profunda convulsión política a nivel global, sean necesarios casi cuatro meses para celebrar unas nuevas elecciones —el organismo electoral avisó de que sería imposible organizarlas antes por la falta de papel para las papeletas— dice mucho del fallido intento de la coalición de modernizar y agilizar las estructuras de un país rico pero cansado.
Las razones de este fracaso se deben, en parte, a la personalidad de Scholz, un político excesivamente cauto —como se ha visto, también, en su insuficiente apoyo a Ucrania—, y quizá más destinado a ser una eficaz figura de segunda fila que un líder en tiempos difíciles. Pero también a una cultura política anquilosada e incapaz de renovarse, incluso exasperante por su rigidez y su academicismo: en ocasiones, las disputas entre los socios de Gobierno por el déficit parecían más disertaciones doctorales sobre el ordoliberalismo que muestras de pragmatismo presupuestario. Pero también hay otra razón que resulta particularmente dura para quienes nos ilusionamos con la coalición en 2021: la dificultad de hacer políticas moderadas y prácticas en un momento en el que resultan mucho más atractivos los extremos que el centrismo.
El candidato de los democristianos, Friedrich Merz, tiene un 34% de intención de voto y ha prometido reformas profundas para desburocratizar el país y liberalizar su economía. Pero muy probablemente tendrá que gobernar con los socialdemócratas, repitiendo una Gran Coalición que a nadie le entusiasma y que encarna lo peor y lo mejor de la política alemana. Lo peor: la parsimonia mientras el mundo se transforma a toda velocidad. Lo mejor: la vocación de estabilidad y, como demuestra el mero hecho de que Scholz renunciara a seguir gobernando ante el fracaso de la coalición, una cultura política que, a diferencia de lo que sucede en España, sigue primando la responsabilidad.
Cuando, en 2021, los socialdemócratas, los verdes y los liberales formaron una coalición para gobernar Alemania, los europeos centristas salivamos. El objetivo del nuevo Gobierno, dijeron los socios, era modernizarla tras 16 años de liderazgo de Angela Merkel. Nadie pensaba que el país fuera mal, pero casi todo el mundo reconocía que estaba sumido en la autocomplacencia.
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