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Tribuna Internacional
Por
La ley de hierro de Europa
En la hora de la verdad, la ley de hierro de la historia europea se ha fundido hasta hacerla irreconocible: la Europa occidental como baluarte último ya no está, o, si está, es insuficiente
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En Europa existe una ley de hierro, que ha condicionado la distribución de poder a lo largo de su historia hasta el presente, y cuya comprensión es esencial para analizar el funcionamiento político del continente. Su enunciado escueto es el siguiente: como parte integral de Eurasia, Europa oriental sufre las influencias asiáticas, Europa occidental es el último bastión que las resiste, y Europa central es el crisol que decanta el carácter europeo de cada época. Si se comprende esta ley se puede explicar el papel histórico de Rusia o la crisis actual con Estados Unidos. Pero también otras cuestiones que, en principio, no parecen guardar mucha relación con ella: el mayor o menor apoyo a la globalización en el seno del continente; la actitud hacia las migraciones; la distinta concepción de patriotismo y ciudadanía; el peso respectivo de la tradición, y varias otras.
El problema es que la ley es de hierro, pero de hierro líquido. El continente con mayor conflictividad histórica de todos ha sido un inmenso campo de Marte, por mucho que el politólogo norteamericano Robert Kagan atribuyera este origen a los americanos, y describiera a los europeos como oriundos de Venus. Las décadas de vida de la Unión Europea han sido la excepción a la beligerancia continua europea, pero solo en su territorio, en gradual expansión. En la Europa que quedaba fuera del manto protector de la UE, el dios Marte ha seguido manifestándose, así en las guerras balcánicas de los 90, o en Ucrania a partir de 2014, y con más intensidad desde 2022, sin olvidar lo ocurrido en Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur a principio de los 90 del siglo pasado, con un repunte en 2008 en Georgia. Y en el calor de la batalla que ha sido la historia europea, el hierro se fundía.
Así, conceptos como Europa occidental, central y oriental son maleables, especialmente cuando el centro implosiona, lo que ha ocurrido en distintos momentos de la historia europea. Durante el más reciente, cuando la Alemania nazi provocó el estallido de la Segunda Guerra Mundial -con la necesaria colaboración soviética, no se olvide, a raíz del pacto Ribbentrop-Mólotov-, hubo unos años en que la función de Occidente como bastión de resistencia solo le cupo al Reino Unido. En otras ocasiones, las más, el Occidente se ensancha y llega hasta su frontera natural, el Rin, e incluye a la península itálica. El Oriente europeo es un concepto mucho más esquivo, pues no se corresponde exactamente con la geografía. Pocos países percibidos como orientales desde la Europa occidental se reconocen como tales, sino que reivindican su condición de europeos del centro, así Polonia, alejada de un Oriente del que, tradicionalmente, solo han llegado malas noticias e influencias. Si la condición oriental es inexorable, como ocurre en el caso de Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania, o en el de Rumanía, Bulgaria, Grecia o Turquía, la latitud se prefiere a la longitud como incardinación geográfica, y se habla de países báltico-escandinavos (existe el concepto geopolítico de Baltoescandia) o de países del sureste europeo, como si, en el último caso, la atracción hacia el Mediterráneo (y su mar conexo, el mar Negro) atemperara su condición oriental. De esta manera, netamente orientales solo tendríamos a Ucrania y Bielorrusia, además de Rusia, a caballo entre Europa y Asia. Ni siquiera Georgia, Armenia y Azerbaiyán se perciben a sí mismos como orientales, sino caucásicos, unidos al resto de Europa a través del mar Negro y Anatolia.
¿Cuáles eran esas malas noticias e influencias procedentes de Asia? Hasta la última de ellas, en que los otomanos fueron frenados a las puertas de Viena, primero en 1529 y definitivamente en 1683, se trataba principalmente de invasiones. En Europa oriental y central –considerada Europa desde un punto geográfico, antes y después de que surgiera la civilización europea propiamente dicha- se temía a las invasiones de feroces ejércitos como a la peste negra. Hunos, ávaros, magiares, mongoles y turcos, en distintas épocas de la historia, han causado destrucción, muertes y pavor en las regiones orientales y centrales europeas, que actuaban a modo de rompeolas. Todos estos pueblos invasores procedían de un amplio espacio genéricamente conocido como Asia central, practicaban el nomadismo y tenían al caballo como elemento distintivo de su cultura y principal arma ofensiva, junto a adaptaciones requeridas por la caballería, como sillas y estribos especiales, y el arco compuesto, más fácil de disparar desde la montura. El punto máximo que alcanzaron los invasores asiáticos que se establecieron en los territorios europeos que conquistaron fue la llanura panónica, que en su parte principal corresponde a la actual Hungría: la ausencia de montañas desde las que los autóctonos pudieran organizar la resistencia, pastos extensos para los animales y agua abundante hacían de la Panonia el lugar ideal para estos pobladores de origen asiático. Los mongoles, aunque sembraron destrucción, no llegaron a asentarse, los hunos y ávaros desaparecieron en el curso de la historia, y solo los descendientes de magiares y turcos han llegado a la Europa actual.
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La asimilación de unos y otros a Europa discurrió por caminos muy distintos: los magiares tuvieron su centro de gravedad en la Panonia y fueron cristianizados –que, en el siglo X, equivalía a ser europeizados-, mientras que los turcos otomanos tuvieron su epicentro en Constantinopla, con Anatolia de hinterland y buena parte de los Balcanes como posiciones avanzadas en Europa. Su islamización y el hecho de que formaran un imperio, el otomano, con una lógica distinta a la de la Europa que había nacido después de las conquistas árabes, alejaron a los turcos de la civilización europea –de hecho, fueron sus principales enemigos entre los siglos XV y XVIII-, y solo se europeizaron a raíz de la proclamación de la República Turca por Kemal Atatürk, después del acercamiento gradual durante la época de las reformas otomanas (Tanzimat, jóvenes otomanos y jóvenes turcos).
En realidad, la asimilación de los que en su día fueron invasores ha sido la norma de la historia del continente, también con anterioridad al inicio de la historia europea propiamente dicha. Durante la República y el Imperio romano, celtíberos, celtas galos, ilirios o dacios fueron conquistados y asimilados. Una vez fijados los limes tras la máxima expansión imperial, los germanos más occidentales fueron penetrando como foederati y asimilándose a los aliados. Tras la caída del Imperio de Occidente, los germanos invasores fueron asumiendo prácticas y tradiciones propias de la civilización a la que sustituían, que, cada vez más, implicaba pasar por el tamiz de la Iglesia. El imperio carolingio conquistó y asimiló a sajones, que, cristianizados, se incorporaban a la civilización europea balbuciente, y otro tanto hacia Bizancio con los eslavos. Paganos de la Europa septentrional fueron los que más tardíamente se incorporaron a la Europa cristiana: los vikingos pasaron de invasores (siglos VIII-XI) a dar reyes santos como Olaf II de Noruega y fundar Estados tras fundirse con los locales, como Normandía y la Sicilia normanda. El último pueblo europeo en cristianizarse fue el lituano, en el siglo XIV.
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Por tanto, las invasiones asiáticas, con el proceso subsiguiente de asentamiento y cristianización (o nacionalización laica a principios del siglo XX, en el caso de Turquía), seguían un patrón preestablecido en el interior de Europa. Si se generaliza, se puede afirmar que la historia europea (y preeuropea) es un continuo desplazamiento de pueblos en dirección hacia el Oeste y Sur del continente, con un par de excepciones. La primera, las conquistas árabes y bereberes que, tras el intento infructuoso de la toma de Constantinopla, se dirigieron hacia el extremo noroccidental de África, para desde ahí saltar a la península Ibérica. Un siglo más tarde, la dinastía aglabí tunecina conquistaba Sicilia. Ambas, por tanto, siguieron una orientación Sur-Norte. La segunda excepción es que, en raras ocasiones, los desplazamientos han sido en dirección hacia el Este. El más famoso fue la gesta de Alejandro Magno, que dejó en herencia los llamados reinos helenísticos. Otro menos conocido fue el de los celtas gálatas, que, provenientes de la Galia, terminaron asentándose en Anatolia hacia el siglo III a.C. Un caso más reciente, ya en época europea propiamente dicha, fue la Ostsiedlung entre los siglos XII y XIV, nombre con el que se conoce al desplazamiento de pobladores alemanes hacia el Este motu proprio o invitados por autoridades locales, y que no fue precedido, como los otros dos citados, de una conquista militar.
Procede un breve inciso para subrayar que un fenómeno similar a las invasiones que sufrió Europa de pueblos nómadas provenientes del Asia central lo han padecido otras grandes civilizaciones asiáticas. Así, la dinastía Yuan fue establecida en China por los mongoles entre 1271 hasta su expulsión por los Ming en el siglo XIV. Otro tanto ha ocurrido en el subcontinente indio, con las tres dinastías túrquicas (siglos XIII-XIV) que controlaron el sultanato de Delhi, y, más tarde, con el imperio mogol, que conoció su apogeo entre los siglos XVI y XVII. Las conquistas fueron traumáticas para los pueblos que las experimentaron, con independencia de que los imperios resultantes conocieran cimas civilizatorias.
Volviendo a Europa, se decía más arriba que la última invasión asiática que vivió llegó a su punto de máxima expansión con el sitio de Viena de 1683, a partir del cual el Imperio Otomano fue experimentando un repliegue gradual hasta que solo conservó en territorio propiamente europeo una parte de Tracia y Constantinopla. Pero las influencias asiáticas no terminaron ahí. De Asia central provenía una concepción del poder muy diferente a la que se gestaba en Europa. En aquella, una y otra vez, las distintas comunidades políticas que iban surgiendo se caracterizaban por un poder personalísimo, que llevaba la impronta de sus líderes guerreros, y tendía a expandirse de manera ilimitada, como las llanuras y estepas infinitas. En Europa, sin embargo, su geografía y profundidad histórica favorecían la coexistencia de potencias rivales, sin la capacidad de imponerse al resto por periodos prolongados, creando límites de facto al poder militar. De cuando en cuando, estallaban conflictos de envergadura cada vez mayor, hasta que uno de ellos tuvo alcance paneuropeo, coincidiendo con las postrimerías del apogeo otomano. Me estoy refiriendo la Guerra de los Treinta Años (1618-48), concluida en la paz de Westfalia, que consagró la idea de tolerancia religiosa, y, con ella, la idea de limitar el poder religioso e intelectual. La herencia clásica y un cristianismo que se quería más próximo al mensaje evangélico original contribuyeron al desarrollo científico, técnico y político que terminaría dando la primacía mundial a Europa.
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Hacia el Este, el principado de Moscú se había convertido en el zarato ruso con Iván IV, conocido como el Terrible, a mediados del siglo XVI. Aunque con epicentro en Europa oriental, ya en su época se había conquistado Siberia occidental. En el siglo siguiente, proseguiría la conquista asiática hasta llegar al Pacífico, y, ya en el XIX, el imperio ruso conquistaría Asia central, que se conocería como Turquestán ruso. Rusia pasaba a asumir un estatuto profundamente ambiguo. Por una parte, su origen geográfico y religioso era europeo: el principado de Moscú reivindicaba una vinculación sin solución de continuidad con la Rus de Kiev, cuyo gran príncipe Vladimiro el Grande fue bautizado a finales del primer milenio. Iván III, abuelo de Iván el Terrible, había adoptado la idea de la Tercera Roma, recogiendo el testigo de la Segunda o Constantinopla después de que fuera conquistada por los turcos. Rusia se presentaba como baluarte de la cristiandad europea frente a los bárbaros asiáticos. Sin embargo, no está ni mucho menos claro que el principado de Moscú, como quiere la historiografía nacional, fuera muralla frente a la Horda de Oro, uno de los Estados sucesores del imperio mongol. Más bien debe su configuración ideológica y de poder a esas raíces. Por otra parte, la expansión territorial del imperio ruso terminó abarcando mucho más territorio ruso que europeo, si se acepta la división convencional entre Asia y Europa en los Urales.
El patrón tradicional europeo de conquistas y desplazamientos se ha mantenido desde la época de Iván IV: se han producido en dirección Oeste y no a la inversa (salvo en caso de desmoronamiento interno, así al final de la Primera Guerra Mundial o, también, de la Guerra Fría), como el fracaso de las ofensivas de Napoleón y Hitler nos recuerda. Sin embargo, la cosa no está tan clara en el caso de las ideas. De hecho, cuando estas han fluido en dirección hacia el Este, Rusia ha sido percibida como plenamente europea por el resto de los europeos. Otras veces, sin embargo, las ideas han circulado -más bien han sido impuestas, acompañadas de conquista- en sentido opuesto. Rusia es percibida entonces por la mayoría de los europeos con el temor que generaban antaño las invasiones asiáticas, como sucedió con la revolución comunista. Vivimos con la Rusia de Putin, especialmente tras la guerra de agresión contra Ucrania, uno de estos momentos, que se acompaña esta vez de la reacción tradicionalista, contra el globalismo, lo woke, y con una exaltación de los valores cristianos interpretados de manera sui generis. Como ocurrió con el credo comunista, estas ideas encuentran terreno fértil entre una parte de la opinión pública europea, que no repara en que son el manto ideológico con que se recubre una pulsión de poder descarnado. Sucede entonces que la Europa oriental termina quebrando, -y algo así se empieza a detectar en un elevado porcentaje del electorado de Rumanía y Bulgaria-, por heroica que haya sido y siga siendo la defensa de los ucranianos, y la Europa central se encoge, en el presente ejemplificada por una parte considerable del electorado germano-oriental y eslovaco, e incluso mayoritaria del electorado húngaro. La manera en que se encare el reto dependerá de cómo resista el bastión occidental. El grave problema que afronta Europa en esta hora crítica es que, desde la Segunda Guerra Mundial, había situado dicho bastión más allá del confín europeo, en ultramar. Y que, como ahora comprobamos con sorpresa y consternación, la Administración Trump ha comunicado sin contemplaciones a los europeos que no contemos para nuestra defensa con el baluarte norteamericano, destinado ahora a proteger a su país frente a la superpotencia rival, que ha dejado de ser Rusia.
En la hora de la verdad, la ley de hierro de la historia europea se ha fundido hasta hacerla irreconocible: la Europa occidental como baluarte último ya no está, o, si está, es insuficiente. Para sobrevivir, toda Europa, occidental, central y oriental (incluyendo aquí el Sureste europeo y la región balto-escandinava) ha de unirse para protegerse de la embestida rusa y el abandono norteamericano. En otras palabras: sólo la Europa unida podrá desempeñar el papel de última defensa que tradicionalmente se había reservado a la parte occidental del continente.
*Juan González-Barba, diplomático y ex secretario de Estado para la UE (2020-21).
En Europa existe una ley de hierro, que ha condicionado la distribución de poder a lo largo de su historia hasta el presente, y cuya comprensión es esencial para analizar el funcionamiento político del continente. Su enunciado escueto es el siguiente: como parte integral de Eurasia, Europa oriental sufre las influencias asiáticas, Europa occidental es el último bastión que las resiste, y Europa central es el crisol que decanta el carácter europeo de cada época. Si se comprende esta ley se puede explicar el papel histórico de Rusia o la crisis actual con Estados Unidos. Pero también otras cuestiones que, en principio, no parecen guardar mucha relación con ella: el mayor o menor apoyo a la globalización en el seno del continente; la actitud hacia las migraciones; la distinta concepción de patriotismo y ciudadanía; el peso respectivo de la tradición, y varias otras.