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Tribuna Internacional
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Con la G… ¿animal de compañía?
Trump tenía (y probablemente aún tiene) la habilidad de crear apodos que no solo resonaban entre el electorado estadounidense, sino que además se adherían con facilidad
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Cuando Dios creó el mundo, la primera tarea que encomendó a los humanos, concretamente a Adán, fue la de poner nombre a las cosas: las aves del cielo, los peces del mar, las bestias, tanto salvajes como domésticas. Hay un poder inherente en dar nombre a algo. De hecho, muchas tradiciones religiosas no cristianas, el vudú y similares, creen que conocer el nombre de una cosa significa poder controlarla.
A lo largo de la historia, el poder del "nombrar" ha sido un tema filosófico y literario recurrente. Lucrecio afirmaba: "Los nombres, ya sabes, tienen poder. Dan forma a nuestra visión del mundo".
Más recientemente, Unamuno vinculó el acto de nombrar con la existencia misma. Como nos dijo: "El nombre es el ser; lo que no tiene nombre no existe".
En tiempos aún más recientes, Trump hizo uso del "nombrar", concretamente de los apodos, con un impacto devastador en sus oponentes
En tiempos aún más recientes, Donald Trump hizo uso del "nombrar", concretamente de los apodos, con un impacto devastador en sus oponentes políticos.
- "Crooked Hillary" (Hillary la Corrupta)
- "Little Marco" (Marco el Pequeño)
- "Sleepy Joe Biden" (Joe el Soñoliento)
Trump tenía (y probablemente aún tiene) la habilidad de crear apodos que no solo resonaban entre el electorado estadounidense, sino que además se adherían con facilidad. La gente los recordaba sin esfuerzo. Tanto así que, durante su primera campaña presidencial, surgieron competiciones informales en línea para intentar superarlo, inventando apodos aún más ingeniosos.
En su campaña más reciente, Trump abandonó el "Sleepy Joe" para rebautizar al presidente Biden como "Crooked Joe" (Joe el Corrupto), debido a los escándalos financieros de su familia, los problemas fiscales de su hijo Hunter y las acusaciones de que la familia había recibido ingresos del extranjero, de países como Ucrania y China. Cuando el primer debate presidencial con Biden dejó claro al mundo que, si bien podía ser corrupto, sin duda también estaba demasiado adormilado para la reelección, Trump tuvo que enfrentarse a dos nuevos adversarios: Kamala Harris y su candidato a la vicepresidencia, Timothy Walz.
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Kamala Harris era famosa, o mejor dicho, infame en EEUU por lo que se conocía como sus "word salads": discursos, declaraciones y conversaciones que parecían divagar sin llegar a decir nada concreto. Walz, por su parte, fue ridiculizado por la derecha debido a que, como gobernador de Minnesota, supuestamente ordenó la instalación de máquinas expendedoras de tampones en los baños masculinos de los institutos para atender a estudiantes transgénero.
Trump, siempre rápido con su ingenio para los apodos, no tardó en bautizar a los dos:
- A Kamala Harris, Kamambla, con ese "bla" final haciendo referencia a que nada de lo que dice tiene sentido.
- A Tim Walz, simple y contundente: Tampon Tim.
De los apodos de Trump a la política española
Recientemente aterricé en Madrid y, como me gusta hacer, charlé con varios taxistas sobre el estado de la política en mi país favorito fuera de EEUU. Los taxistas lo saben todo. Ven lo que los demás no queremos ver y, salvo que les preguntes, lo guardan para sí. A menudo detectan tendencias antes que el resto de la sociedad, porque además de conducir, se pasan el día escuchando la voz del pueblo.
En una de esas conversaciones, oí por primera vez el nuevo apodo del presidente Pedro Sánchez: el Galgo de Paiporta. Como recientemente escribí una columna sobre la DANA en Valencia y sus similitudes con los incendios en Palisades, California, el apodo me resonó de inmediato. Confieso que solté una carcajada por dos razones. Primero, porque el apodo era astuto, ingenioso y acertado. Y segundo, porque dejaba claro que el estilo de mercadotecnia política de Trump ha cruzado el Atlántico.
Sin embargo, tenía dos preguntas para mi taxista.
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La primera, inspirada en una fábula de Tomás de Iriarte que me contaba mi abuelo cubano:
- "¿Galgo de Paiporta o podenco?"
La pregunta provocó una buena carcajada. Siempre me llena de satisfacción cuando consigo conectar con la cultura española. Como estadounidense de nacimiento, a veces me siento más como observador que como participante.
Mi taxista, que conocía la fábula, respondió:
- "Zapatero quería que comiéramos conejo. Sánchez cree que somos conejos. ¡Quizás mejor podenco!"
Tras las competiciones de apodos en la primera campaña de Trump, pregunté si había oído algún otro mejor para Sánchez que el Galgo de Paiporta
Cuando terminamos de reírnos, pasé a mi segunda pregunta. Tras haber visto las competiciones de apodos en EEUU durante la primera campaña de Trump, le pregunté si había oído algún otro mejor para Sánchez que el Galgo de Paiporta.
Rápidamente me aclaró que "mejor" quizá no era la palabra adecuada, pero sí que había escuchado algunos bastante buenos:
- Pedro Sinpresupuestos
- Pepito Puigdemont
- El Okupa de Moncloa
Y a estos añadió uno más:
- El Podenco de Paiporta.
¿Un punto de inflexión?
En EEUU, creo que parte del éxito de los apodos de Trump se debe a su originalidad. Sus sobrenombres para los políticos siempre tenían alguna base en la realidad, o al menos en la versión de la realidad que él quería presentar, y además contenían cierto grado de ingenio y humor. Algo que, tristemente, escasea en el discurso político actual.
El Galgo de Paiporta, apodo popularizado por Díaz Ayuso, no es solo un simple ejercicio de "bautizar" a un adversario. Es un punto de inflexión. Un momento en el que un líder político—en este caso, Pedro Sánchez—posiblemente mostró su verdadero carácter. Y, a juzgar por el apodo, esos colores resultaron estar más cerca del amarillo que del rojo.
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En EEUU, el electorado estaba cansado de que la izquierda calificara a Trump y a su equipo de extrema derecha, fascistas o nazis. No tanto por la carga política de esas etiquetas, sino porque su uso repetitivo demostraba falta de imaginación, ausencia de humor—que tanto necesita nuestro debate político—y, en última instancia, una carencia de inteligencia.
Así que mis respetos a la señora Díaz Ayuso por mantener fresco el debate en España. Y un agradecimiento especial a mi taxista, que pidió no ser mencionada por nombre y que se mostró encantada de que los apodos que compartió aparezcan en esta columna.
Si alguno de ustedes, queridos lectores, conoce otros apodos que superen a estos, no duden en compartirlos en los comentarios. Siempre con humor, por supuesto.
*J.K. Franko, abogado estadounidense que ha escrito libros y artículos sobre política y derecho, especializándose en derecho constitucional de EEUU. Vive en Dallas, Texas, y es autor de varias novelas, incluyendo la trilogía Ley del Talión (Ojo por ojo, Diente por diente, Vida por vida) y su novela recientemente publicada Hasta que tu muerte nos separe (Ed. Roca, 2024).
Cuando Dios creó el mundo, la primera tarea que encomendó a los humanos, concretamente a Adán, fue la de poner nombre a las cosas: las aves del cielo, los peces del mar, las bestias, tanto salvajes como domésticas. Hay un poder inherente en dar nombre a algo. De hecho, muchas tradiciones religiosas no cristianas, el vudú y similares, creen que conocer el nombre de una cosa significa poder controlarla.