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Un cadáver insepulto recorre Europa cada Primero de Mayo
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Un cadáver insepulto recorre Europa cada Primero de Mayo

La izquierda, tal y como había sido pensada en Europa a finales del XIX ha colapsado: su ideología está caducada y se ha visto superada por los acontecimientos de la vida

Foto: Los secretarios generales de CCOO y UGT, Unai Sordo y Pepe Álvarez (d), participan en la manifestación del Primero de Mayo en Madrid. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Los secretarios generales de CCOO y UGT, Unai Sordo y Pepe Álvarez (d), participan en la manifestación del Primero de Mayo en Madrid. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Los resultados de las recientes elecciones portuguesas han desatado una oleada de análisis críticos que concluyen lapidariamente en una afirmación muy sencilla: la izquierda -tal y como había sido pensada en Europa a finales del XIX- no existe ya, ha colapsado. Su ideología está caducada y se ha visto superada por los acontecimientos de la vida. La conclusión no es novedosa.

Tras la caída del muro de Berlín en 1989 y el triunfo del constitucionalismo democrático que siguió luego, todo apuntaba hacia el agotamiento de la socialdemocracia. La quiebra previa del leninismo y la colosal presión de los intereses capitalistas embozados tras una retahíla de soflamas altisonantes (desregularización, liberalización, mercado, liberalismo…) como expresión simulativa de una Fantasía sin contenido propositivo que sólo buscaba borrar de la faz de la tierra los mecanismos del Estado social, abocaron a la socialdemocracia a la más terrible inocuidad argumental y llevaron a sus partidos a un posicionamiento defensivo que intentó resistir haciéndose fuerte en sus todavía potentes maquinarias electorales y en unos sindicatos que habían estado en los orígenes de la fundación del movimiento obrero.

La Europa de posguerra que tan sagazmente captara Tony Judt, había roto su punto de equilibrio y de manera casi imperceptible -como a menudo sucede en la Historia con los procesos de fondo en que nadie capta los efectos de lo que está sucediendo- los Estados constitucionales comenzaron a deslizarse poco a poco hacia un antimodelo. Un proyecto de aniquilación implacable del prototipo de servicios públicos que habían sido la pieza crucial de la identidad europea tras el exitoso contrato social tácito que, en la parte libre del continente, sucedió a la II Guerra Mundial.

Era el fin de lo que Maier, en un libro todavía no superado, llamó Recasting Bourgeois Europe. El Estado Social y Democrático de Derecho concebido en los años de entreguerras y llevado a la práctica en media Europa después de 1945, al que se incorporaron Portugal y España tras la caída de sus respectivas dictaduras. Todo un hallazgo que al entender la equidad como un derecho que necesariamente debía contrapesar los excesos de la libertad individual, depositaba en el Estado la procura de la existencia colectiva. Aquello que en lenguaje de Forsthoff se conocería como Daseinsvorsorge​.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Juan Barbosa) Opinión

La erosión de este exitoso modelo vino dada por la acción simultánea de dos grandes tipos de factores, uno estructural de naturaleza real y otro intelectual de carácter superestructural.

La creciente incapacidad del Estado social para mantener el imparable crecimiento que todo sistema económico requiere en aras a conseguir autosujetar la legitimidad que lo soporta, unida a la conversión del menester gubernativo y a buena parte de la acción de lo público en un oficio cada vez más clientelar y con mayor peso en los PIB nacionales, hacían menos aceptables para la ciudadanía las crisis estructurales que, como había predicho Marx, resultaban cíclicas y letales para el sistema.

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Y cuando se produjo la mayor de todas ellas – la que surgió de la Guerra del Yom Kippur y el petróleo en 1973 – la confianza en un régimen que había convertido la búsqueda de la equidad en prosecución de la igualdad saltó por los aires.

La desolación que provocó fue el perfecto terreno abonado para que prosperaran dos fenómenos, que en realidad eran la misma cara de una sola moneda. Una "ilusión financiera" que usufructuando los recursos ociosos que liberaban las economías de los fracasados países del Este desató la mayor burbuja que haya conocido la vida moderna y que, aunque desfalleciente, todavía llega hasta nuestros días. Y una repulsa y desprecio generalizado hacia las burocracias profesionalizadas que se habían apoderado de lo público y que, desde su descontrolado dominio de los aparatos institucionales, hacían mangas y capirotes de un Estado que pagábamos todos con unos impuestos que cada vez asfixiaban más la actividad productiva y dejaba particularmente desfalleciente a los estamentos medios.

Ese fue, sin duda, el veraz y potente argumento de Margaret Thatcher. La idea que le dio el triunfo en Westminster; el grito electoral que consagró el éxito del antimodelo que marcó su mandato y que pronto extendió su fama por Europa. El lema que sirvió para desacreditar completamente a un Welfare incapaz de autorreformar el principio clientelar-burocrático y el gasto cautivo que maliciosamente fomentaba.

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Lo que vino después, todos lo sabemos. El retroceso electoral de la izquierda y la pérdida de prestigio del modelo, la destrucción del siglo de hegemonía cultural gramsciana de una socialdemocracia pertrechada en lemas caducos y extraños a un mundo que ya era otro. El mundo de la reproducción mecánica de Benjamin, de la vida larga, que hacía obsoleto el mecanismo de seguridad social fabricado por Bismarck. El mundo de lo digital, de la globalización, de la destrucción de la virtud clásica, de la sustitución de la verdad por veracidad, del trabajo fabril por la inteligencia fabuladora innovativa. Un mundo disruptivo, en suma, al que el tradicional discurso socialdemócrata no tenía nada más que ofrecer que construcciones ideológicas forjadas en el mito ilustrado del progreso continuo. Una ideología que hacía de la manifestación del 1 de mayo su gran símbolo externo. Un símbolo sagrado y expresión a la vez, de la lucha de clases que se ofrecía como motor de la historia.

Quienes hayan acudido a la última manifestación del último Primero de Mayo en Madrid, pueden comprobar cuán fantasmagórico es el espectro que exhibe. Lo que desprestigia, además de denigrar, a quienes la promueven y dicen asistir: algún ministro -uno o dos- acompañados de sus secretarios y escoltas (que cobran dietas del Estado por estar allí) sujetando pancartas prefabricadas, liberados que ese día trabajan y devengan salario de su sindicato, canciones grabadas que -como contaba Manuel Azcárate de la vieja URSS- repiten himnos de los que nadie sabe la letra y apenas se recuerda el ritmo; tres o cuatro mil personas que aparentan lo que no son y que se manifiestan ante una tribuna repleta de líderes que han llegado en taxi para repetir ante la televisión mantras preestablecidos y que son la expresión del mal que corroe a los sindicatos… la descomposición de lo que fuera un proyecto ideológico de transformación de la humanidad.

Algo que no sucede con las organizaciones patronales que, al menos en España, no son ni eso. Acontecimientos como el inexplicado asunto de un tal Gerardo Díaz Ferrán cuyo ascenso y caída a la cúpula de la CEOE está todavía por aclarar, o el actual momento de lucha por el poder que vive la cúpula patronal, acreditan que allí viven únicamente instrumentos para hacer negocios a cuenta del Estado, para aparentar representar una colectividad empresarial que no existe como tal y, mientras tanto, intentar lucrarse impúdicamente de una estructura representativa que conceptualmente procede del franquismo.

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No es ese el caso de las fuerzas sindicales españolas que, a pesar de que heredaron un legado patrimonial y legal que procedía del verticalismo oficial, en los momentos iniciales de la democracia albergaron en su seno ideas transformadoras que se mantuvieron vivas durante algún tiempo y que responden a realidades que, aunque hayan mutado profundamente, siguen expresando los grandes anhelos de justicia que históricamente defendieron todos aquellos que persiguieron la mejora del género humano.

Unos ideales que sólo pueden continuar vivos si se pegan a la realidad de nuestro mundo y, tras enterrar definitivamente sus fantasmas insepultos -como la manifestación del 1 de mayo-, se afanan honestamente por comprender primero y responder después a los graves problemas que está generando lo nuevo.

*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

Los resultados de las recientes elecciones portuguesas han desatado una oleada de análisis críticos que concluyen lapidariamente en una afirmación muy sencilla: la izquierda -tal y como había sido pensada en Europa a finales del XIX- no existe ya, ha colapsado. Su ideología está caducada y se ha visto superada por los acontecimientos de la vida. La conclusión no es novedosa.

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