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Tribuna Internacional
Por
El teléfono de oro de Trump y la fantasía de reindustrializar Occidente
Los políticos prometen nuevas fábricas, autosuficiencia industrial y trabajo bien pagado para hombres no universitarios. Por desgracia, es una ensoñación fruto de la nostalgia por una sociedad desaparecida
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El martes pasado, la Trump Organization, la empresa familiar del presidente de Estados Unidos, anunció que lanzará un servicio de telefonía que ofrecerá un móvil de fabricación propia con el sistema operativo Android. El teléfono, dijo la compañía, será "brillante y dorado"; en algunos aspectos, aseguró, será mejor que el iPhone de Apple. Costará menos de quinientos dólares y, como contó ayer este periódico, se fabricará en Alabama, California y Florida.
Una de las razones por las que Trump volvió al poder fue la promesa de que reindustrializará Estados Unidos. Muchas cosas que ahora se fabrican en China, India o Vietnam se pueden volver a fabricar en casa, dijo. Eso no solo será bueno para la economía nacional, sino también para la autoestima masculina, sugieren los guerreros culturales de la derecha. El objetivo es que América vuelva a ser un país industrial, en el que los hombres sin estudios universitarios tengan trabajos duraderos y bien pagados, recuperen el orgullo y el poder adquisitivo, y los obreros vuelvan a ser de clase media.
Suena muy bien. La pena es que es mentira.
No solo Trump, también los progresistas europeos
La empresa de Trump no tardó en reconocer que los primeros modelos de su teléfono se fabricarán en China. El Wall Street Journal llevó a cabo un análisis según el cual es imposible fabricar un teléfono móvil en Estados Unidos a un precio competitivo. No se pueden manufacturar pantallas, baterías, procesadores o cámaras a la altura de las que se producen en los países asiáticos. Para ello habría que quitar los aranceles que ha impuesto el propio Trump —que hacen más caros productos clave que son necesarios para la fabricación de aparatos tecnológicos—, invertir miles de millones y esperar cinco años.
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La pregunta es si Trump y los republicanos se creen realmente que todo esto es posible, o si consideran que la reindustrialización es solo una parte más de la batalla cultural que están librando muchos hombres no solo contra el progresismo, el ecologismo o el feminismo. Sino contra un fenómeno que parece más irreversible: el hecho de que la economía de los países ricos no va a ser industrial, sino que va a estar dominada por el sector de los servicios y, en última instancia, por las mujeres y los universitarios a los que una parte de la base trumpista detesta.
Con todo, estas fantasías reindustrializadoras no son solo un meme de la nueva derecha, sino también de la izquierda utópica que sueña con un plan económico sacado de los años sesenta que nunca volverá. Pero incluso la Europa oficial anhela ese modelo. Pedro Sánchez habla con frecuencia de la reindustrialización de España; verde, digital y sostenible, eso sí. La Comisión Europea lleva más de una década hablando de devolver las grandes industrias a Europa, y desde la pandemia, la invasión de Ucrania y el regreso al poder de Trump, se ha hartado de hablar de una nueva política industrial vinculada a la tecnología, los medicamentos o la defensa que, por el momento, no ha tenido resultados muy relevantes. De hecho, y aunque a largo plazo pueda dar algunos frutos, solo ha tenido tres efectos negativos. En primer lugar, convencer a la gente de que la reindustrialización es posible y hacerla fantasear con soluciones que son inviables. En segundo lugar, diluir el impacto que la inteligencia artificial y la robotización va a tener en nuestro panorama laboral. En tercero, impulsar uno de los peores instintos económicos y políticos: el proteccionismo.
Más allá del teléfono
La pasión reindustrializadora tiene raíces económicas, pero, sobre todo, es una fantasía cultural. Mi familia procedía de la clase baja rural; gracias a la industrialización de España en los años sesenta pudo ascender social, educativa, económica y culturalmente. Es comprensible que muchos líderes actuales quieran repetir esa experiencia, que parece atractiva no solo por la economía que genera, sino también por una estabilidad social que nuestro modelo actual parece incapaz de crear. Por desgracia, es imposible.
El teléfono de Trump es solo una encarnación —brillante, dorada— de esta fantasía. Nadie puede creer que en Florida vayan a crearse plantas manufactureras en las que trabajadores locales, y no inmigrantes, se pongan a fabricar componentes y luego los manden a Alabama para que allí otros americanos los ensamblen junto a pantallas traídas del sur de Los Ángeles. No habrá mañana grandes fábricas de mascarillas, cañones o chips, que generen cientos de miles de puestos de trabajo duraderos, bien pagados y masculinos, y que superen los salarios de la construcción, en Sabadell ni en Plasencia. Si algún día vuelven esas fábricas, de hecho, estarán pobladas básicamente por ingenieros y científicos de big data que gestionarán robots, no empleados locales.
Pero, mientras tanto, los políticos seguirán con su fantasía. Que es de carácter eminentemente nostálgico. Pero ese mundo no va a volver. Habrá que ser un poco más imaginativo.
El martes pasado, la Trump Organization, la empresa familiar del presidente de Estados Unidos, anunció que lanzará un servicio de telefonía que ofrecerá un móvil de fabricación propia con el sistema operativo Android. El teléfono, dijo la compañía, será "brillante y dorado"; en algunos aspectos, aseguró, será mejor que el iPhone de Apple. Costará menos de quinientos dólares y, como contó ayer este periódico, se fabricará en Alabama, California y Florida.