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La nueva derecha radical tenía una cosa buena. Pero ya la ha traicionado
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Ramón González Férriz

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La nueva derecha radical tenía una cosa buena. Pero ya la ha traicionado

La defensa de la libertad de expresión es muy relevante tras una década de limitaciones. Los nuevos conservadores prometieron que abrazaban esa causa. Como demuestra el Gobierno de Trump, era mentira: su afán censor es parecido al de la izquierda

Foto: El presidente de EEUU, Donald Trump. (EFE/EPA/Pool/Bonnie Cash)
El presidente de EEUU, Donald Trump. (EFE/EPA/Pool/Bonnie Cash)
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Durante la última década, la izquierda ha creído ciegamente en una idea equivocada: la de que la solución a muchos problemas pasa por restringir las opiniones sobre ellos. Es la manera, piensa, de que actitudes nocivas como el racismo, el machismo o el clasismo desaparezcan.

Se trata del reverso de la tradicional actitud conservadora: hasta hace cuatro días, la derecha defendía que no se deben decir ciertas cosas ofensivas si socavan los valores sociales. Pero el caso es que en España, la izquierda en el Gobierno, muchas facultades de humanidades y ciencias sociales de las universidades públicas, editoriales históricas como Anagrama y medios progresistas como El País o El Diario han adoptado esa concepción restrictiva de lo que debería decirse y lo que no.

No se ha creado una dictadura, no es ni mucho menos cierto que "ya no se puede decir nada". Pero esa izquierda ha conseguido que se consideraran marginales o ilegítimos ciertos discursos conservadores y críticas perfectamente juiciosas a sus ideas. Y ha regañado severamente a los suyos cuando tenían dudas.

De ahí que fuera tan interesante que la nueva derecha transmitiera que abandonaba sus tradicionales reparos sobre la libertad de expresión y la abrazara. En ocasiones, con un entusiasmo verdaderamente revolucionario. Esos nuevos derechistas, representados en España por Vox, han dicho que la libertad de expresión incluye la propagación de teorías de la conspiración, la utilización de palabras ofensivas contra minorías vulnerables y las acusaciones más maximalistas contra las autoridades públicas. Cualquier cosa.

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En ocasiones, esa apertura radical ha llevado a situaciones desagradables. Quien valore las virtudes de la buena educación y se asome al universo de los pódcast, las cuentas de X o los canales de YouTube de esta derecha puede salir asqueado. Pero esa discusión, en ocasiones muy belicosa, es mejor que una política sistemática de señalamiento o expulsión social. Vox dice en su ideario que "no les decimos a los españoles cómo tienen que pensar, hablar o sentir" y que quiere una sociedad sin adoctrinamiento. Ese sería exactamente mi ideal.

'Wokes 'de derechas

Lamentablemente, la renovada pasión de esta derecha por la libertad de expresión ha resultado ser muy pasajera. Había pistas de sobra. En España, el ejemplo más clamoroso ha sido el contraste entre la defensa de Vox de la libertad absoluta y su apoyo a la persecución penal de las ofensas a la religión. O su idea de que el Gobierno no es quién para imponer una interpretación de la historia y, al mismo tiempo, su promesa de que si gobierna impondrá su propia interpretación de la historia. Pero, en todo caso, en los últimos meses, y gracias al ejemplo de Donald Trump y el movimiento MAGA, ha quedado aún más claro que esta derecha global pretende, en realidad, acotar agresivamente los discursos que la sociedad debe considerar aceptables y legítimos.

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Esta semana, Trump ha interpuesto una demanda contra el New York Times por supuestas difamaciones, que en realidad son meras críticas comunes en una prensa libre, por las que pide una compensación de 15.000 millones de dólares. Ha exigido a los museos que no muestren interpretaciones críticas de la historia de Estados Unidos y a las universidades privadas que no se desvíen de los criterios ideológicos del Gobierno. Hace dos días, su fiscal general, Pam Bondi, repitió una consigna de la izquierda radical: que la libertad de expresión no incluye los discursos del odio, y que por lo tanto el Gobierno puede perseguir a quienes expresen opiniones desagradables o crueles. De hecho, el vicepresidente J. D. Vance, que criticó incesantemente la cultura de la cancelación, ha exigido que se denuncie a los ciudadanos individuales que celebren el asesinato de Charlie Kirk, o que simplemente critiquen sus opiniones, y que las empresas que les dan empleo les despidan. Stephen Miller, uno de los principales asesores de Trump, ha afirmado que algunas organizaciones de izquierdas sin precedentes de violencia son en realidad organizaciones terroristas y que el Gobierno puede actuar contra ellas por sus opiniones. La policía ya ha detenido y deportado a estudiantes por sus opiniones sobre la aniquilación de palestinos en Gaza. En un caso que roza lo cómico, Elon Musk ha alterado reiteradamente el algoritmo que rige la inteligencia artificial de la red social X, Grok, para que sus respuestas coincidan exactamente con las de Elon Musk.

La mayoría de gente no está a favor de una libertad de expresión universal: solo quiere que su bando se pronuncie libremente y que se sancionen legal o socialmente las expresiones de sus adversarios. Pero el caso de esta nueva derecha es particularmente llamativo. Ha construido su ascenso, en buena medida, denunciando la censura woke. Pero en cuanto ha llegado al poder su líder máximo, Trump, ha empezado a reproducir exactamente esas mismas tácticas de hostigamiento y silenciamiento.

Quienes defendemos radicalmente la libertad de expresión sabemos que, en muchas ocasiones, esta da pie a afirmaciones desagradables o aborrecibles. Pero creemos que eso es mejor que la represión o el solipsismo. La nueva derecha radical reiteraba que también creía en ello. Solo ha tardado unos meses en traicionar esa afirmación.

Durante la última década, la izquierda ha creído ciegamente en una idea equivocada: la de que la solución a muchos problemas pasa por restringir las opiniones sobre ellos. Es la manera, piensa, de que actitudes nocivas como el racismo, el machismo o el clasismo desaparezcan.

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