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Estudié hebreo y quería irme a un kibutz. Siempre he defendido a Israel, pero se acabó
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Ramón González Férriz

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Estudié hebreo y quería irme a un kibutz. Siempre he defendido a Israel, pero se acabó

Muchos hemos tenido un vínculo especial con la cultura judía y con Israel. Hemos visto sus injusticias y temido a su nacionalismo. Pero, pese a todas las reticencias, nos hemos identificado con él y lo hemos defendido. Hoy eso es, para mí, imposible

Foto: Funeral de los dos palestinos muertos en el ataque de colonos el viernes en sinjil (Cisjordania). (EFE/Magda Gibelli)
Funeral de los dos palestinos muertos en el ataque de colonos el viernes en sinjil (Cisjordania). (EFE/Magda Gibelli)
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A finales de los años noventa, empecé a estudiar hebreo. Mi profesor era Jaime Vándor, un judío que sobrevivió a la invasión nazi de Hungría en el gueto de Budapest, y que gracias a la embajada española pudo emigrar a Barcelona. Cuando me preguntó por qué había decidido aprender esa lengua, le respondí que no era judío, pero quería pasar un tiempo en un kibutz porque tenía curiosidad por el socialismo israelí. Recuerdo su mirada escéptica. Estudié dos años pero no aprendí casi nada y, frustrado, lo dejé. Nunca fui a un kibutz. Pero mi vinculación con la cultura judía e Israel no hizo más que crecer.

Era una vinculación desordenada y basada sobre todo en la cultura, en la mayoría de los casos de origen estadounidense y centroeuropeo. Sus autores no eran necesariamente sionistas —Philip Roth, por ejemplo, tuvo una compleja y contradictoria relación con Israel, y Bob Dylan solo habla explícitamente del país en una canción—, pero Israel siempre estaba ahí, al fondo, como una presencia ineludible. Formaba parte de mi mundo de una manera natural.

Su existencia encajaba con lo que muchos miembros de mi generación, la primera nacida en la España democrática, estábamos aprendiendo sobre la historia europea que, sentíamos, ahora también era la nuestra. Lo más importante consistía en que la Shoah había sido una catástrofe inimaginable. Que no había sido solo un crimen contra los judíos, sino contra toda la humanidad. Y que lo que había hecho Occidente a partir de la segunda mitad de los años cuarenta —la democratización de muchos países, la creación del Estado de bienestar moderno, un sistema internacional multilateral y el nacimiento de Israel—, era una restitución exitosa. Aunque el caso de Israel era, en ocasiones, desesperantemente conflictivo.

Eso también era un aprendizaje. El gran historiador judío Tony Judt sí había ido a un kibutz. No solo eso: había sido militante del laborismo israelí, propagandista del sionismo y voluntario del ejército. Pero se había desencantado pronto y a principios del siglo XXI, durante el mandato de Ariel Sharon, cuando yo empecé a leerle, su fe en el sionismo se había venido abajo, consideraba que el conflicto con Palestina era irresoluble y veía el futuro de Israel en términos trágicos. En 2003 publicó un artículo en el que afirmó que consideraba verosímil que algún día Israel se convirtiera en "la primera democracia moderna en llevar a cabo una limpieza étnica a gran escala". El artículo generó una inmensa polémica; muchos judíos le acusaron de antisemita y las grandes asociaciones sionistas estadounidenses pidieron que se cancelaran sus apariciones públicas y que se le despidiera de la universidad.

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Yo tenía 26 años y no sabía si Judt tenía razón. Pero, aunque fuera solo de manera teórica, me gustaba su postura: había demostrado su amor por Israel; tenía todo el derecho del mundo a criticarlo sin piedad. Quizá esa fuera la mejor opción, pensé. Poco después, en 2005, publiqué mi primer libro: era una intrascendente biografía divulgativa de Franz Kafka, el escritor judío europeo por antonomasia. En ella contaba que, como tantos otros judíos de su época hartos del antisemitismo, estudió hebreo y fantaseó con instalarse en Palestina. Kafka solo escribió un breve y ambiguo cuento sobre los árabes, pero eso ya fue un poco más de lo que hicieron la mayoría de sionistas de principios del siglo XX. Estos apenas prestaron atención a los que ya vivían en la tierra a la que ellos querían ir; como si, más que humanos, fueran una mera abstracción sin derechos ni voluntad. Los israelíes de principios del siglo XXI sobre los que escribía Judt, que entonces se aferraban a los asentamientos ilegales de Cisjordania, parecían estar cometiendo ese mismo y trágico error. Pero agravado, porque ahora tenían a esos árabes delante de sus ojos.

Un año después, en 2006, empecé a trabajar en la revista cultural Letras Libres. Con frecuencia, la izquierda latinoamericana la acusaba de actuar al dictado de Israel porque su propietario, Enrique Krauze, es judío. En un par de ocasiones incluso oí cómo gente nos acusaba de estar financiados por el Mossad. Hacía poco que se habían producido los atentados islámicos de Nueva York, Madrid y Londres, y eran los años de las amenazas de muerte por las caricaturas de Mahoma y las declaraciones de Mahmoud Ahmadineyad sobre el carácter ficticio del Holocausto y la necesidad de eliminar Israel de la faz de la tierra. En ese contexto, la defensa de Israel nos parecía parte integrante de la lucha contra el fanatismo islámico. Pero junto a esa defensa publicábamos frecuentes críticas en las que afloraba el miedo a que la derecha nacionalista israelí acabara con lo mejor del sionismo. El gran intelectual Avishai Margalit publicó en la revista un ensayo en el que decía que Israel estaba amenazado por el "mesianismo nacionalista". "El proyecto de Israel es que siga siendo un sueño —terminaba— y no se convierta en una pesadilla".

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Esa fue más o menos mi postura durante la década y media posterior. En buena medida, era una mera réplica de lo que pensaban los escritores que admiraba, porque nunca he sido un especialista en la cada vez más abstrusa lógica política de Oriente Medio. Como para muchos periodistas, políticos, diplomáticos o escritores liberales de mi generación, Israel era una parte muy importante de mi visión del mundo, pero no necesariamente la más importante: bastante teníamos con la crisis financiera, la construcción de la UE o, más tarde, el auge de los movimientos populistas. Yo era solo un sionista reticente.

El 7 de octubre y hoy

Sin embargo, cuando el 7 de octubre de 2023 Hamás asesinó a casi 1.200 personas, la mayoría de ellas civiles israelíes, y secuestró a 250, no sentí ninguna clase de ambivalencia. Pensé que era una atrocidad. Pensé que había que aprovechar la ocasión para impedir que eso pudiera volver a suceder. Pensé que el objetivo de destruir Hamás para siempre era perfectamente legítimo. Pensé que el ejército israelí podía y debía entrar en Gaza para asegurarse de ello. Enseguida, sin embargo, volvió el viejo miedo. Un año después del atentado, escribí en este periódico que Israel ya había ganado la guerra y que Benjamin Netanyahu debía empezar a pensar en la paz. Temía que si el conflicto se prolongaba se produjera un deslizamiento hacia la crueldad y una indiferencia aún mayor por el sufrimiento ajeno.

Pero me estaba quedando corto. Nunca pensé que Israel pudiera matar a decenas de miles de palestinos, la mayoría de ellos civiles y muchos de ellos niños y mujeres, y poner trabas a la ayuda que llegara a los que quedaran vivos. Nunca pensé que su objetivo fuera no solo la ocupación de Gaza, sino la sistemática destrucción de sus infraestructuras, sus viviendas y los medios necesarios para la más precaria existencia. No fui capaz de imaginar, ni creo que nadie lo fuera, que el plan tras esa destrucción consistía en convertir Gaza en un inmenso resort turístico administrado por Estados Unidos en el que trabajarían como camareros y limpiadores los palestinos que quedaran allí. Tras casi ocho décadas de dudas morales, vidas destruidas, debates sobre el derecho internacional, terrorismo y violencia, incesantes propuestas de solución, guerras regionales y polarización en todo el planeta, la semana pasada el ministro de finanzas israelí resumió el fin del conflicto de una manera asombrosa: dijo, simplemente, que la Gaza arrasada podía convertirse en un "chollo inmobiliario".

Foto: genocidio-gaza-netanyahu-espana-1hms Opinión

El sionismo no es solo eso, pero me temo que en eso se ha convertido el Gobierno que representa al sionismo. En estos días he hablado sobre esta sensación con periodistas, políticos y altos funcionarios que han mantenido una relación con la cultura judía e Israel tan intensa como la mía. Más que conversaciones, eran lamentos. La posición de Israel se ha vuelto indefendible, me han dicho muchos, aunque no todos se sientan capaces de decirlo por el peso de su propia trayectoria, o incluso de sus sentimientos. La pesadilla que temía Margalit se ha convertido en realidad y en el proceso Israel ha destruido tres cosas que ahora mismo es imposible perdonarle. En primer lugar, y eso es lo más importante, ha acabado con decenas de miles de vidas inocentes. En segundo lugar, ha degradado las numerosas virtudes cívicas del sionismo liberal y ha capturado su proyecto para convertirlo en un violento ensueño nacionalista. Y, en tercer lugar, con ello ha contribuido a algo a lo que ya estaban contribuyendo muchas otras fuerzas de la geopolítica actual: a la paulatina desaparición del orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial, del que Israel era parte central, basado en la democracia liberal, el multilateralismo, el derecho internacional y los límites a la guerra. No era un orden ideal. Era con frecuencia hipócrita y fracasó innumerables veces. Pero lo que viene ahora es mucho peor e Israel ha contribuido a ello.

En España hemos convertido esta tragedia en un grotesco circo doméstico en el que tertulianos semi-analfabetos discuten a muerte la definición de la palabra "genocidio". En el que el corazón de la discusión está ahora mismo ocupado por una competición ciclista y un concurso musical. El Gobierno ha decidido no intentar unir al país alrededor de una causa justa, sino convertirla en una nueva fuente de enfrentamiento y una estrategia electoral.

Pero es una tragedia. Sobre todo, evidentemente, por las decenas de miles de muertes inútiles y la gente sin hogar y sin tierra. En una dimensión completamente distinta, también lo es para los israelíes que se han dejado atrapar por el mesianismo violento. Y aunque eso importe mucho menos, es una derrota para quienes siempre sentimos que debíamos apoyar a Israel y ya no estamos dispuestos a hacerlo.

A finales de los años noventa, empecé a estudiar hebreo. Mi profesor era Jaime Vándor, un judío que sobrevivió a la invasión nazi de Hungría en el gueto de Budapest, y que gracias a la embajada española pudo emigrar a Barcelona. Cuando me preguntó por qué había decidido aprender esa lengua, le respondí que no era judío, pero quería pasar un tiempo en un kibutz porque tenía curiosidad por el socialismo israelí. Recuerdo su mirada escéptica. Estudié dos años pero no aprendí casi nada y, frustrado, lo dejé. Nunca fui a un kibutz. Pero mi vinculación con la cultura judía e Israel no hizo más que crecer.

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