Si no entiendes cómo piensa la gente partidista, no entiendes la política
Los políticos actuales y sus fans son capaces de defender que un mismo hecho es bueno o malo en función de si lo hago yo o lo hace mi enemigo. No tienen un solo sistema ético, sino dos: uno para los propios, otro para los adversarios
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Jesus Hellín)
Pedro Sánchez consideraba que, dado que Mariano Rajoy no lograba aprobar los presupuestos, debía convocar elecciones; hoy, Sánchez lleva tres años con unos presupuestos prorrogados. El PSOE convirtió los sobres con billetes que recibieron durante años algunos miembros del PP en el emblema de la corrupción política; hoy sabemos que el PSOE utilizaba ese medio de pago. Donald Trump tronó contra el adoctrinamiento ideológico demócrata en las universidades privadas estadounidenses; hoy pretende que estas se comprometan por escrito a adherirse a las líneas políticas de la Casa Blanca republicana. Javier Milei acusó a los peronistas de empobrecer a los argentinos por intervenir el mercado cambiario del peso y el dólar; hoy su gobierno hace lo mismo.
Casi toda la discusión política gira hoy sobre cuestiones relacionadas con la hipocresía. Quienes no formamos parte de ningún bloque partidista y cambiamos con frecuencia de voto, contemplamos el espectáculo asombrados. Reconocemos que la realidad es muy compleja y que todos tenemos derecho a cambiar de opinión, pero ¿de qué pasta estarán hechos los políticos, y sus fans en los medios y las redes, para asumir con tanta naturalidad lo que para nosotros serían contradicciones insoportables?
Esta estupefacción surge de una de las ideas principales en las que se basa la democracia liberal: que existen un puñado de nociones éticas que deben ser universales. Deben poder aplicarse a todos. Y nos obligan a juzgar con la misma severidad o generosidad a todo el mundo. Si entiendo que algo que hace una persona es malo, debo considerar que es malo aunque lo haga otra.
Hoy, casi todo el mundo que participa en la conversación pública dice estar de acuerdo con estos postulados. Pero casi nadie los aplica. No solo porque son objetivamente difíciles de cumplir. Sino por algo que debemos tratar de entender, sobre todo, quienes vemos este espectáculo con la relativa distancia que nos da el hecho de no ser fieles a ningún bloque: esos profesionales de la política o de la opinión, y sus incontables seguidores, creen de verdad que su bando representa al bien, y por lo tanto que pueden ignorar sus errores éticos. Y si son conscientes de ellos, tienden a considerar que son un mal imprescindible para alcanzar el bien máximo: que gobiernen los suyos y no gobiernen los otros.
La gente partidista tiene siempre en la cabeza, de manera natural, dos códigos éticos: uno es el que aplica a los suyos; el otro, a sus rivales. No se trata de una muestra de hipocresía, sino de un sólido sistema de creencias. Cuando Óscar Puente acusa a la oposición de generar polarización, no está siendo cínico: lo cree de verdad. Cuando Isabel Díaz-Ayuso señala a Televisión Española por su partidismo no olvida que Telemadrid incurre en él de una manera parecida; es que cree que lo primero es malo porque lo hacen sus rivales y lo segundo bueno porque lo hacen los suyos. Viktor Orban, el primer ministro húngaro, es capaz de sostener al mismo tiempo que la Unión Europea es un demonio totalitario y que Hungría no va a abandonarla y quiere más dinero por ello. El cerebro partidista actual funciona así.
La pregunta que nos hacemos quienes no tenemos esa clase de mentalidad es: ¿cuánto tiempo puede sobrevivir la democracia cuando esta forma de pensar no solo es cada vez más respetable, sino más recomendable para cualquiera que quiera ascender socialmente?
No tiene nada de raro que las sociedades se dividan en dos y que los miembros de cada uno de los dos bloques sean más fieles al suyo que a la sociedad a la que dicen defender. Y que operen con dos sistemas éticos paralelos. Pero eso resulta especialmente llamativo en un momento en el que todo el mundo dice defender nociones ilustradas como el "estado de derecho", la "igualdad de los ciudadanos" o "la lucha contra la corrupción". Durante toda la historia, el dinero público se ha utilizado para financiar vicios privados, como parece que ha hecho José Luis Ábalos. Desde siempre, el poder público ha sido una vía para que se enriquezcan los mandatarios y sus familias, como hace hoy Donald Trump. Si lo que sucede en la actualidad es llamativo es porque el partido del primero dice que su razón de ser es la lucha feminista y el del segundo, acabar con la corrupción.
Lo más probable es que esta mentalidad partidista esté transformando ya el sistema político: de la imperfecta democracia de ciudadanos al caótico choque ritual entre tribus. Si todo lo que hace mi partido es justificable, y todo lo que hace el otro es una muestra de su hipocresía, ¿para qué íbamos a preservar la alternancia? La consecuencia lógica de este proceso mental consiste en preferir un sistema autoritario del propio bando a uno democrático en el que podría llegar a mandar mi rival. Así es como piensan, ahora, demasiadas mentalidades partidistas.
Pedro Sánchez consideraba que, dado que Mariano Rajoy no lograba aprobar los presupuestos, debía convocar elecciones; hoy, Sánchez lleva tres años con unos presupuestos prorrogados. El PSOE convirtió los sobres con billetes que recibieron durante años algunos miembros del PP en el emblema de la corrupción política; hoy sabemos que el PSOE utilizaba ese medio de pago. Donald Trump tronó contra el adoctrinamiento ideológico demócrata en las universidades privadas estadounidenses; hoy pretende que estas se comprometan por escrito a adherirse a las líneas políticas de la Casa Blanca republicana. Javier Milei acusó a los peronistas de empobrecer a los argentinos por intervenir el mercado cambiario del peso y el dólar; hoy su gobierno hace lo mismo.