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Yo soy un europeo, ¿y usted no?
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Esteban González Pons

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Yo soy un europeo, ¿y usted no?

Son las experiencias vividas y compartidas durante estos cinco años las que me han llevado a reflexionar profundamente sobre el significado de ser europeo

Foto: Una bandera de la Unión Europea. (EFE)
Una bandera de la Unión Europea. (EFE)

El próximo mes de junio, se cumplirán cinco años desde que, con la maleta en una mano y la credencial de diputado europeo en la otra, aterricé en la ciudad de Bruselas, capital política y administrativa de este invento llamado Unión Europea. Cinco años en los que he tenido la oportunidad de trabajar, vivir y convivir con gente de 27 países diferentes. Cinco años en los que hemos tenido alguna que otra alegría pero sobre todo muchos disgustos y no pocas desgracias. Desde los efectos de la crisis económica y social, que casi nos cuesta un divorcio con Grecia, hasta la crisis de emigrantes y refugiados, resumida en la dramática foto del niño Aylán ahogado en las costas de Turquía. Desde las agresiones orquestadas por Moscú contra Ucrania o Georgia hasta la crisis británica del Brexit, la intentona secesionista catalana o la deriva nacional-populista de Rumanía, Polonia y Hungría. Desde la amenaza de las 'fake news' y la guerra híbrida hasta el enfriamiento de las relaciones políticas con Estados Unidos. Sin olvidarnos de los asesinatos de periodistas como Daphne Caruana y Jan Kuciak o los terribles atentados terroristas de París, Barcelona, Berlín, Bruselas o Niza.

De todas estas experiencias, he extraído importantes lecciones. Pero quizá la más importante de ellas sea que, en esta vida, no solo somos nosotros y nuestras circunstancias, sino también las circunstancias de quienes nos rodean. No he renunciado a ninguno de mis principios. Pero me he autoimpuesto la obligación de ponerme más a menudo en el lugar de los demás, para ver las cosas con sus ojos. Me he esforzado en escuchar un poco más antes de opinar y en tratar de entender, aunque no las comparta, las razones de quienes no piensan como yo. No es que antes no lo hiciera. Pero he aprendido a hacerlo de otra manera.

Foto: Euros y libras bajo las letras de la palabra Brexit en una ilustración. (Reuters)
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Son las experiencias vividas y compartidas durante estos cinco años las que me han llevado a reflexionar profundamente sobre el significado de ser europeo. Sobre los efectos que en nuestro modo de pensar y de actuar tiene el formar parte de una comunidad de 500 millones de ciudadanos. Y ahora que nos encontramos a las puertas de unas elecciones decisivas para el futuro de la Unión Europa, creo que esta reflexión es más importante que nunca.

Ser europeo nos define más de lo que creemos, reforzando nuestras identidades nacionales con atributos que, de otra manera, nos serían ajenos

Hay quien piensa, y así lo veremos en estos comicios, sobre todo por parte de los partidos nacional-populistas y euroescépticos, que ser europeo es solo un calificativo geográfico con el que complementamos nuestra partida de nacimiento. Yo pienso que ser europeo nos define mucho más de lo que creemos, y no solapando nuestras identidades nacionales sino reforzándolas con atributos que, de otra manera, nos serían totalmente ajenos. A pesar de lo que digan los Salvini de todas las nacionalidades, ideologías y partidos, Europa es algo que nos identifica en nuestra propia vida. Que nace en nuestro pasado, vive en nuestro presente y proyecta nuestro futuro.

Los europeos dimos al mundo lo mejor y lo peor que teníamos. Desde la democracia, el parlamentarismo y la declaración de derechos del hombre y del ciudadano hasta el nazismo, el comunismo, los campos de concentración y el Holocausto judío.

Foto: Pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo. (Reuters)

Ser europeo es un privilegio. Somos privilegiados por haber nacido en un continente de paz y libertad. Un espacio donde se respetan los derechos humanos, donde todas las personas gozan de elevados estándares de protección social. Donde funcionan la Justicia, la separación de poderes y el Estado de derecho. Privilegiados porque aquí, al contrario de lo que pasa en muchas otras partes del mundo, no hay metas imposibles de alcanzar. Los europeos sabemos que en Europa todavía es posible hacer los sueños realidad.

Pero ser europeo es también una obligación. Porque siglos de miseria, de guerras y pobreza nos contemplan. Los errores del pasado vienen a nosotros con la súplica de no repetirlos. Incontables son las veces que nos hemos enfrentado los unos con los otros hasta matarnos. Somos el continente que más cerca ha estado de acabar consigo mismo, y hasta en dos ocasiones por poco lo conseguimos.

Cuando faltan apenas 15 días para decidir el futuro de Europa, son muchos los que insisten en contraponer y enfrentar dos visiones de Europa. Una es más conservadora, apegada a las raíces, al cristianismo y a los valores tradicionales. La otra es más progresista, globalizadora y proclive a los cambios. Una busca preservar las esencias de Europa. La otra quiere abrir Europa a nuevas esencias.

Es la coexistencia pacífica de las dos almas europeas la que ha permitido a nuestro continente superar los errores del pasado

A izquierda y derecha, hay quien ve en la existencia de estas dos corrientes un elemento de conflicto, siendo imperativa la elección entre una y otra. Y será con esa falsa disyuntiva que acudirán a pedir el respaldo de los votantes. Yo, en cambio, veo en la existencia de esas dos formas de ver Europa nuestra mayor fortaleza. Es la coexistencia pacífica de las dos almas europeas la que ha permitido a nuestro continente superar los errores del pasado y encontrar un camino común hacia el bienestar y la prosperidad. Viendo todo lo que hemos logrado, sería un error permitir que la balanza se inclinase únicamente hacia un extremo.

Es en el entendimiento de las dos formas de ver Europa donde se está haciendo posible el nacimiento de una identidad europea. Una nueva manera de ver y entender el proyecto comunitario que forma parte del ADN social, político y cultural de una nueva generación de europeos, nacidos, criados y educados en un continente sin fronteras. La generación de los que, además de sentirse bretones y franceses, bávaros y alemanes o valencianos y españoles, se sienten también europeos.

Yo me enorgullezco de celebrar el surgimiento de esa identidad europea nacida de la diversidad. La de aquí y la venida de fuera. Porque mal que le pese al nacionalismo de mente estrecha, Europa también se construye con manos extranjeras. No podría ser de otra manera.

La lección más importante que nos ha dado la migración es que se puede ser europeo sin haber nacido en Europa

La inmigración siempre es causa de inquietud, tanto para el que llega como para el que acoge. Pero solo los más extremistas y sectarios serán capaces de negar la contribución de los migrantes al progreso de nuestras sociedades y al proyecto de construcción europea. La inmigración ha contribuido a ensanchar las costuras intelectuales, morales y culturales de Europa. A crear lugares propicios para lo diferente allí donde pensábamos que todo sería siempre uniforme. Pero la lección más importante que nos ha dado la migración es que se puede ser europeo sin haber nacido en Europa. Porque lejos de ser simplemente una cuestión geográfica, es también y sobre todo una cuestión de principios y de valores. No basta con apelar a la bandera y a Don Pelayo si no encontramos ni rastro de los atributos que nos definen como europeos.

Una persona muy cercana y querida para mí me dijo el otro día que no era europeo por haber nacido en Europa, sino porque Europa había nacido en él. Que Europa nos hacía mejores a nosotros, y que por eso nosotros deberíamos igualmente intentar hacer una mejor Europa. Permítanme que ese sea mi cometido para los próximos cinco años. Europa no puede ser otra cosa que un continente de paz, libertad y tolerancia. Un espacio de justicia, dignidad e igualdad de oportunidades para todos. Una tierra de acogida, respeto y esperanza. Quien no entienda esto, es que todavía no ha comprendido el alcance de lo que significa realmente ser europeo.

El próximo mes de junio, se cumplirán cinco años desde que, con la maleta en una mano y la credencial de diputado europeo en la otra, aterricé en la ciudad de Bruselas, capital política y administrativa de este invento llamado Unión Europea. Cinco años en los que he tenido la oportunidad de trabajar, vivir y convivir con gente de 27 países diferentes. Cinco años en los que hemos tenido alguna que otra alegría pero sobre todo muchos disgustos y no pocas desgracias. Desde los efectos de la crisis económica y social, que casi nos cuesta un divorcio con Grecia, hasta la crisis de emigrantes y refugiados, resumida en la dramática foto del niño Aylán ahogado en las costas de Turquía. Desde las agresiones orquestadas por Moscú contra Ucrania o Georgia hasta la crisis británica del Brexit, la intentona secesionista catalana o la deriva nacional-populista de Rumanía, Polonia y Hungría. Desde la amenaza de las 'fake news' y la guerra híbrida hasta el enfriamiento de las relaciones políticas con Estados Unidos. Sin olvidarnos de los asesinatos de periodistas como Daphne Caruana y Jan Kuciak o los terribles atentados terroristas de París, Barcelona, Berlín, Bruselas o Niza.

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