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La tormenta populista ha pasado, o está pasando, o eso quiero creer
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Esteban González Pons

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La tormenta populista ha pasado, o está pasando, o eso quiero creer

Los electores no están dispuestos a seguir abriendo tan fácilmente las puertas del poder a los populistas e iliberales, al menos en Europa occidental

Foto: Marine Le Pen. (EFE)
Marine Le Pen. (EFE)

La llamada “nueva política” llegó galopando sobre una ola de nuevo populismo, nacionalismo e iliberalismo. La división del cuerpo electoral entre casta y pueblo, tan antigua por otra parte, recientemente enarbolada en Europa tanto por la extrema derecha como por la extrema izquierda, conduce directamente a la deslegitimación de la democracia representativa, del consenso constitucional, de las bases de la economía de mercado y de las organizaciones supranacionales. Todo aquello que a un espectador medio de televisión le pareciera lejano debería serlo, entre el líder y el pueblo nada ni nadie se puede interponer.

Dejando a un lado consecuencias menores del nuevo nacionalpopulismo, complejas, pero menores, como el auge de partidos antisistema a lo largo y ancho del continente o el bloqueo de acuerdos comerciales como Mercosur, por ejemplo, los grandes éxitos de la nueva política fueron la presidencia de Trump y el Brexit, ambos basados en la separación de la sociedad en dos mitades irreconciliables, el rencor hacia una élite a la que se acusa de ser demasiado poderosa, egoísta y extractiva, y el temor de la clase media a la globalización.

Sin embargo, los recientes resultados de las elecciones regionales celebradas en Alemania y Francia parecen poner de manifiesto dos cosas: una, que los partidos moderados, centrados, proeuropeos, capaces de pactar a derecha e izquierda pueden recuperarse del descrédito al que se les sometió. Y dos, que los electores no están dispuestos a seguir abriendo tan fácilmente las puertas del poder a los populistas e iliberales, al menos en Europa occidental.

Foto: La líder de Reagrupación Nacional, Marine Le Pen (EFE)

Voy a centrarme en dos declaraciones recientes, una de Viktor Orbán y otra de Marine Le Pen, que analizadas con detenimiento podrían confirmar lo que sospecho: que la nueva política iliberal empieza a agotarse.

El pasado fin de semana, el Gobierno de Hungría publicó un anuncio en distintos periódicos europeos, también en uno español, en el que a página completa se enumeraban las razones por las que la UE debe desaparecer. El susodicho anuncio, que tendrá consecuencias políticas en Bruselas, utilizaba los argumentos típicos de los promotores del referéndum del Brexit. A saber: la UE se ha convertido en un imperio burocrático, la UE no es nadie para decirnos qué leyes hemos de aprobar, el Parlamento Europeo es un títere de las oenegés, lo único que justifica la UE es el mercado común… Bien, lo sorprendente del tema es que se trataba de una inserción publicitaria de otro Estado miembro de la UE, pagada con fondos públicos de ese Estado miembro y fijando una posición que debería expresarse en el Consejo, la Comisión o el Parlamento, pero no en un anuncio propagandístico en otro país.

Foto: La eurodiputada húngara Katalin Cseh. (María G. Zornoza)
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Ningún problema si esas frases en contra de que los europeos estemos cada día más unidos las hubiera pronunciado el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, en una entrevista, pero que, desde su país, su Gobierno se gaste el dinero de los húngaros y de todos los europeos para trasladarnos ese mensaje antieuropeo a los españoles, además de berlanguiano y seguramente fraudulento, es de una deslealtad sin parangón. ¿Se imaginan que ahora el Gobierno de España insertase otro anuncio en la prensa magiar enumerando todo el dinero que los húngaros reciben gracias a su pertenencia a la UE? ¿Qué diría Orbán? ¿Prohibiría su publicación?

Obviamente, este anuncio se produce en un momento particularmente delicado para Orbán. Acaba de impulsar una ley contra las personas homosexuales en Hungría, la Comisión le ha advertido de que si no la retira habrá sanciones por conculcar los principios y valores europeos y, en el último Consejo, el primer ministro neerlandés le dijo a la cara que si no comparte los fundamentos de la democracia europea tal vez lo mejor sería que se replantease su pertenencia a la UE. Y Orbán tiene elecciones la próxima primavera.

Foto: Una protesta en Budapest contra la ley anti-LGBTQ (Reuters)

¿Qué se deduce de todo esto? Primero, que Hungría no puede permitirse un Brexit, al menos mientras Reino Unido o Rusia no le abran los brazos, y que por tanto Orbán va a ocultar su aislamiento político tras la falacia del enemigo exterior. Y segundo, y aquí es donde iba yo, que los excesos del iliberalismo paradójicamente están resucitando al centro político, y que Hungría empieza a sentirse muy sola en el escenario político europeo.

Cuando Fidesz, el partido de Orbán, fue expulsado del Partido Popular Europeo, se especuló con que formaría un gran Grupo Parlamentario de extrema derecha, sin embargo, por una parte, los polacos de Ley y Justicia y los italianos de Fratelli siguen sin aceptarlo entre los ultraconservadores del Parlamento Europeo, se encuentra relegado con Puigdemont en los no inscritos, y, por otra parte, su antigua aliada, la Lega de Salvini, ha emprendido su propio camino hacia el centroderecha con el que busca converger con Forza Italia y el PPE.

Los excesos del iliberalismo están resucitando al centro político, y Hungría empieza a sentirse muy sola en el escenario político europeo

Cuando un partido o un Gobierno se ven abocados a hacer inserciones publicitarias para colocar su mensaje es que se han quedado sin amigos y que ya no tienen quien les escriba.

Vayamos con Le Pen. El pasado domingo se celebró la segunda vuelta de las elecciones regionales y departamentales francesas, el prólogo de las presidenciales de la próxima primavera. Los Republicanos, el PP francés, para entendernos, y el Partido Socialista han ganado en todas las regiones. El partido del presidente Macron no ha conseguido ni una sola presidencia regional, ni tampoco el Frente Nacional, los dos representantes de la nueva política francesa.

Foto: Trump y Biden reflejados en la cámara de un operador en el segundo debate presidencial en EEUU. (Reuters)

La respuesta de Le Pen ha sido: “Perdemos porque se producen alianzas contra natura”. Que es lo mismo que reconocer que pierden porque se ha cerrado la brecha insondable que ellos abrieron entre votantes de derecha e izquierda y que los ciudadanos vuelven a pisar sin miedo el terreno del centro político. Si existe el centro, si la derecha y la izquierda moderadas pueden intercambiar votantes, los extremos pierden toda su fuerza electoral. Para que gane la extrema derecha o la extrema izquierda solo ha de ocurrir que desaparezca el centro político, pero en esta Europa pospandemia ocurre lo contrario: el centro está de vuelta.

Algo ha cambiado en el panorama político francés. Hasta el domingo, todo el mundo pensaba que las presidenciales serían una repetición de las de 2017, entre Macron y Le Pen. Ahora hay muchas posibilidades de que uno de los candidatos que pase a la segunda vuelta sea el representante del centroderecha —hay varios nombres en liza buscando la nominación—.

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Los Republicanos han aprendido a base de golpes a no reproducir el marco semántico ni las formas de la extrema derecha y vuelven a comportarse como lo que son: un partido moderado, central en la política francesa y que, más allá de discrepancias ideológicas, busca facilitar consensos en vez de romperlos. Desde ese momento, no es casualidad que las acciones de la Reagrupación Nacional de Le Pen hayan empezado a cotizar a la baja.

Y los socialistas, aunque todavía no en condiciones de ser una alternativa creíble al Elíseo, han demostrado tener más sustrato territorial del que algunos pronosticaban. Lejos parece quedar el experimento corbynista que abrazaba su último candidato presidencial, Benoît Hamon, felizmente jubilado para alivio del socialismo moderado.

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Algo similar está ocurriendo en Alemania, donde durante meses la CDU ha vivido angustiada una sangría electoral en cada elección regional. A ello se sumaba la ausencia de un liderazgo efectivo de partido tras la dimisión de Annegret Kramp-Karrenbauer, anterior presidenta y supuesta sucesora de Merkel. Ahora los democristianos alemanes tienen un nuevo candidato a canciller, moderado y favorable a los consensos, y los resultados empiezan a verse. Por primera vez en mucho tiempo, los conservadores miran con optimismo las elecciones de septiembre y las posibilidades de retener el Gobierno. Por el contrario, tanto el partido de extrema derecha AfD como el de extrema izquierda Die Linke repentinamente encuentran un límite en su radicalidad política.

Similares efectos pueden observarse en la política italiana, aunque como sabemos, en el país transalpino son especialistas en terremotos políticos. Actualmente, se observa una tendencia hacia la moderación y una vuelta a la política de grandes partidos. El centroderecha, como ya he dicho, quiere volver a aglutinarse en torno a Forza Italia, que, lejos de lo que se pueda pensar, es algo más que el experimento de Silvio Berlusconi: es el representante allí del PPE.

Y el centroizquierda, aunque dividido, camina también hacia la centralidad de la mano de dos ex primeros ministros, el tecnócrata Enrico Letta, al frente del Partido Socialista, y Giuseppe Conte, encabezando un remozado Movimiento 5 Estrellas que está a punto de cambiar los estatutos de su partido para abrazar finalmente —o eso dicen— la socialdemocracia.

Foto: Pablo Iglesias en Vallecas. (Ana Beltrán) Opinión
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Cuando vuelve la vieja política, a su calor regresan la moderación y el diálogo entre lo que ahora se llaman “bloques” de izquierda y derecha. Con todos los aciertos y errores que se quiera. Porque a diferencia de la nueva política, la vieja sabe de sus debilidades y sus limitaciones. Como también sabe que el juego democrático tiene las costuras anchas, pero también que nunca se pueden sobrepasar.

Sobrepasar costuras democráticas, justo lo que hacen día tras día en España partidos como Vox, Podemos o el club de los selectos independentistas, con la complicidad del presidente del Gobierno.

Sánchez es un producto de la nueva política, obstinado como Marine Le Pen en hacer del enfrentamiento su modo de supervivencia política.

La llamada “nueva política” llegó galopando sobre una ola de nuevo populismo, nacionalismo e iliberalismo. La división del cuerpo electoral entre casta y pueblo, tan antigua por otra parte, recientemente enarbolada en Europa tanto por la extrema derecha como por la extrema izquierda, conduce directamente a la deslegitimación de la democracia representativa, del consenso constitucional, de las bases de la economía de mercado y de las organizaciones supranacionales. Todo aquello que a un espectador medio de televisión le pareciera lejano debería serlo, entre el líder y el pueblo nada ni nadie se puede interponer.

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