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Cuando la construcción europea se para, crece la OTAN
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Cuando la construcción europea se para, crece la OTAN

El pasado 9 de mayo celebramos el día de Europa. Una jornada que debería ser de especial importancia en nuestro calendario y que, sin embargo, suele pasar sin pena ni gloria en el almanaque patrio

Foto: Tres banderas de la Unión Europea ondean frente a la sede de la Comisión Europea en Bruselas. (EFE/Julien Warnand)
Tres banderas de la Unión Europea ondean frente a la sede de la Comisión Europea en Bruselas. (EFE/Julien Warnand)
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A muchos de ustedes les habrá pasado inadvertido. Pero no es culpa suya. Si no fuese por mi labor como diputado en el Parlamento Europeo, dudo que me hubiese enterado de que el pasado 9 de mayo celebramos el día de Europa. Una jornada que debería ser de especial importancia en nuestro calendario y que, sin embargo, suele pasar sin pena ni gloria en el almanaque patrio. Aunque, todo hay que decirlo, España en esto no es la excepción sino la norma.

Tal día como ese, pero de 1950, el entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, presentó las bases para la construcción de una comunidad económica europea, cuyo paso inaugural fue la puesta en común de la producción del carbón y el acero por parte de los que, hasta hacía cinco años, habían sido enemigos, Francia y Alemania.

La elección del carbón y el acero no fue casual. Primero, porque fue precisamente esa industria la que alimentó las dos guerras mundiales. Pero también porque su producción se concentraba en un territorio por el cual habían peleado durante siglos galos y germanos. Como ven, todo tiene un por qué.

Foto: El primer ministro de Italia, Mario Draghi, durante su discurso en el Parlamento Europeo. (EFE/EPA/Julien Warnand) Opinión
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De aquella propuesta, concretada en julio de 1952 y de la que inicialmente formarían parte seis estados, Francia, Alemania Occidental, Italia y los países del Benelux, con los años surgió la Unión Europea de la que disfrutamos hoy y, con ella, el periodo de paz y prosperidad ininterrumpido más largo de la historia de este continente, el cual, por cierto, había mostrado a lo largo de los siglos una fascinante habilidad para desangrarse y empobrecerse en guerras fratricidas, ya fuese por un trozo de tierra, por un rey depuesto o por la manera de entender y ejercer la religión.

Aunque no podemos obviar otros elementos, es innegable que fue en parte gracias al proyecto comunitario europeo que vimos la caída de las dictaduras fascistas del sur primero, España incluida, y de las dictaduras comunistas del este después. Y, en cada uno de esos momentos, observamos un tránsito natural desde aquellos anticuados regímenes autoritarios hacia sistemas parlamentarios modernos. Democracias nuevas, inspiradas, articuladas y sí, financiadas, por el proyecto europeo.

Tan natural resultó el proceso de unidad europea que, fuera de tomar por normal lo extraordinario, hemos acabado por ignorarlo. Y, por desgracia, los gobiernos nacionales hacen poco o nada por recordarlo. Al contrario, usan siempre a la Unión Europea y sus instituciones como subterfugio para sus propios errores, aprovechándose, en cambio, de sus éxitos, aunque les sean ajenos. Por eso siempre digo que tenemos magníficos líderes europeos, pero pocos líderes europeístas.

Foto: Banderas de la Unión Europea en la entrada de la Comisión en Bruselas. (Reuters/Yves Herman)
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Ese desdén hacia las instituciones europeas, como era de esperar, acabó por tener consecuencias. Así tuvimos el Brexit y el resurgir de movimientos nacionalpopulistas y antieuropeos que, por primera vez en años, ha puesto en riesgo el devenir del proyecto comunitario. Y no es un riesgo pequeño. Créanme.

Miro con preocupación el auge de nuevos partidos que hacen del antieuropeísmo su bandera. Los hay a derecha y a izquierda. Pero miro con más preocupación aún cómo partidos, de los llamados tradicionales, se rinden ante estos movimientos, tan ruidosos como dañinos, en un intento desesperado por asomar la cabeza.

Ahí tienen el ejemplo de Fidesz, un partido hasta hace no mucho de la familia del centroderecha europeo, responsable en gran medida de la modernización de Hungría y de su adhesión a la Unión Europea, pero que a día de hoy ha desviado su camino de tal manera que parece difícilmente reconducible. Orbán se siente más cómodo mirando a Moscú que a Bruselas.

Foto: Marine Le Pen. (Reuters/Yves Herman) Opinión

Y ahí tienen también el ejemplo, más doloroso si cabe, del Partido Socialista francés. Otrora el gran partido de la socialdemocracia europea junto con el SPD alemán. El partido que nos dio a Mitterrand, a Delors. Que hizo de la construcción europea su razón de ser. Que participó junto a la CDU en la gran reconciliación franco-alemana. Es triste ver cómo este partido, casi una institución de la política gala, ha acabado rindiendo las armas democráticas y entregándose a los insumisos de Jean Luc Mélenchon, firmando un pacto de gobierno que lleva entre sus propuestas, literalmente, la desobediencia a las normas europeas. Triste epitafio para el socialismo francés, que ha desaparecido entre las aguas turbias de ese nuevo nacionalpopulismo galo, que lo mismo oscila entre Le Pen y Zemmour que se va con Mélenchon, quien por cierto debería exigirles a sus pupilos españoles los derechos de autor. Los morados han hecho del plagio programático su mejor herramienta. Ahí lo dejo.

Pero volviendo a lo que nos ocupa, han sido necesarios una presidencia estadounidense calamitosa y peligrosamente cercana al extremismo, como fue la de Donald Trump, una pandemia global que ha dejado millones de muertos, una crisis migratoria y de refugiados sin precedentes, una crisis económica de largo alcance, una amenaza terrorista como nunca antes vista desde los atentados del 11-S, y ahora un autócrata con botón nuclear y ambiciones expansionistas en nuestra frontera oriental, para que de nuevo los europeos, como ocurrió en 1950, sintamos la necesidad de reorganizarnos.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, tuvo el acierto de atisbar una preocupación ciudadana por el devenir de la Unión Europea. Por eso convocó la Conferencia sobre el Futuro de Europa, una especie de Estados generales donde instituciones, organizaciones sociales y ciudadanos han estado debatiendo en pie de igualdad y durante más de 12 meses qué rumbo queremos tomar como Unión en los próximos años. Todo ello pese a la reticencia del Consejo, es decir, de los gobiernos de los estados, y de los partidos más euroescépticos.

Foto: Sebastián Guillén, durante una de sus intervenciones en el Parlamento Europeo. (Parlamento Europeo/Mathieu Cugnot)

Y resulta que, frente a ese discurso anticuado de la Europa como mercado, fruto de complejos propios del siglo pasado, los europeos nos han dicho lo que algunos ya sospechábamos: que Europa es y debe aspirar a ser bastante más que un mercado. Que somos una comunidad política, de principios y valores. Y que no somos estáticos. Avanzamos con el tiempo y con las circunstancias. Evolucionamos. Cambiamos. Progresamos.

Decía Schuman en su declaración de 1950 que, cuando se dejó de hacer Europa, apareció la guerra. Han tenido que pasar algo más de 70 años para que volvamos a comprobar la exactitud de sus palabras. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos europeos han vuelto a incorporar el escenario de una guerra continental en sus planes de contingencia.

Curiosamente, la inclusión de ese escenario es lo que nos ha abierto los ojos a una triste realidad. Que los europeos llevamos tanto tiempo lastrando nuestras inversiones en defensa que, hoy en día, difícilmente podríamos resistir una eventual confrontación bélica. Dicho en otras palabras, aunque Rusia es menos potente de lo que aparenta, la Unión Europea tendría muchas dificultades para sostener una guerra contra ella. Es cierto que estamos bajo el paraguas de la OTAN. Pero no es menos cierto que solo 21 de 27 países de la Unión forman parte de la Alianza. ¿Qué pasaría si Moscú decidiese atacar uno de esos seis que no quedan vinculados a la defensa colectiva como son Chipre, Irlanda, Austria, Malta o, hasta ahora, Suecia y Finlandia? En la petición oficial formulada entre ayer y el domingo por las autoridades de Helsinki y Estocolmo para unirse a la OTAN tienen la respuesta.

Foto: Conchi, en Estrasburgo. (Cedida)

Termino ya. Europa está en un momento determinante de su historia. Y si ha pensado usted, querido lector, que no le afectará, créame que se equivoca. Aquellos tiempos en los que valía ponerse de perfil se han acabado. No nos hemos repuesto todavía de la pandemia y ya nos merodea una crisis energética, probablemente peor que la de los años 70. Y, si el enfrentamiento con Rusia se agrava, no podemos descartar que acabemos involucrados en algún tipo de conflicto bélico. No se trata de ser alarmistas, sino de estar preparados.

Por eso he apoyado en el Parlamento Europeo el llamamiento a una Convención Europea que dé paso a una reforma de los tratados. Nuestras instituciones y nuestro modelo de gobierno europeo se han quedado anacrónicos frente a la rapidez con la que se suceden los acontecimientos. Necesitamos nuevas estructuras políticas y económicas, necesitamos procesos de toma de decisiones más eficaces y ágiles. Necesitamos revisar los marcos competenciales, para definir bien lo que debe seguir siendo hecho por los Estados y lo que puede y debe ser hecho a nivel comunitario. Necesitamos una Europa autónoma, en lo económico, lo político y lo militar, para tomar sus propias decisiones. Aunque no lo vean ahora, puede que nuestra supervivencia vaya en ello.

Europa necesita reinventarse para hacerse más fuerte. Y esta vez no lo dicen los políticos. Lo han dicho ustedes, los ciudadanos. Lo han entregado en sus conclusiones sobre la Conferencia para el Futuro de Europa. Y lo han dejado por escrito el pasado 9 de mayo. Pero a usted, probablemente, nadie se lo haya dicho.

A muchos de ustedes les habrá pasado inadvertido. Pero no es culpa suya. Si no fuese por mi labor como diputado en el Parlamento Europeo, dudo que me hubiese enterado de que el pasado 9 de mayo celebramos el día de Europa. Una jornada que debería ser de especial importancia en nuestro calendario y que, sin embargo, suele pasar sin pena ni gloria en el almanaque patrio. Aunque, todo hay que decirlo, España en esto no es la excepción sino la norma.

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