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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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No se entiende la agonía

Hoy está en el hospital, conectado a una máquina. El cáncer se ríe de él: después de la clásica batalla, vieja como el mundo, el hombre

Hoy está en el hospital, conectado a una máquina. El cáncer se ríe de él: después de la clásica batalla, vieja como el mundo, el hombre pierde. Ni la medicina ni las ganas de vivir sirven de nada algunas veces. En otras habitaciones del hospital, otros hombres están guerreando. Algunos saldrán airosos y otros desaparecerán. Yo quería escribir sobre los recortes de sanidad y los problemas que han ocasionado al hombre anónimo y al resto de enfermos, pero no lo puedo hacer. Hace falta ironía para enfrentarse al sarcasmo de quienes recortan la sanidad y quieren convertir en cifras la enfermedad, pero no me queda ni una gota. Las llamadas se suceden:

- Delira por la medicación.

- ¿Sabe lo que está pasando?

- A ratos. Discute con los médicos.

- ¿Pero lo sabe?

- Es difícil decirlo.

Mirémoslo más de cerca. El hombre anónimo tuvo una vida corriente: llena de amor y recelo, una vida caracterizada por la mediocridad y grandeza, por las tardes estivales que se alargan hasta la caída de las primeras cañas y las mañanas frías de invierno, el abrigo apretado contra el pecho, camino de una reunión muy importante. Esa reunión tan importante no va a variar ni un minuto la duración de su vida. El proyecto fue un éxito. La inversión no salió bien. El amor y las peleas con su mujer, el crecimiento de los hijos, las promesas cumplidas o incumplidas, creer en Dios o descreer, las borracheras, el estudio, las lecturas, una mascota cariñosa que viene y va y finalmente el cangrejo y los tratamientos contra la enfermedad en dos años interminables, comidas que no saben a nada, el calor huidizo en pleno verano con una manta encima de las piernas, operaciones, recuperación, esperanza. Y hasta aquí hemos llegado.

- Ayer bromeaba con venderle parte de su morfina a los yonkis del barrio.

- ¿Y hoy?

- Le duele.

Nos dimos un abrazo y ocurrió aquello. Al poner mis manos en su espalda fue como si leyera en braille. Bajo la delgadez había un mensaje cifrado y lo leí. Aquella delgadez no pertenecía a este mundo. Los huesos de la espalda, al contacto con mis manos, ya no eran una arquitectura sino un lenguaje: -Adiós.

La espera es insoportable para los demás. ¿Cómo será para él? Hace un par de años murió un amigo mío, un hombre menos anónimo porque llevaba el apellido Berlanga. Yo lo conocí de rebote y sabía que estaba enfermo de cáncer. Por algún motivo, le caí bien. Charlábamos de vez en cuando si nos encontrábamos por ahí. Supe que había empeorado y de rebote, como siempre, lo vi por última vez. Estaba muy delgado, pero no fue eso lo que más me impresionó. Aquel hombre miraba las conversaciones. Digo bien: las miraba. El ruido que hacíamos y nuestra risa eran como eco, de vez en cuando sonreía pero era la sonrisa de quien está acordándose de algo. Los dedos del mundo se convertían en ceniza antes de tocarlo.

- Hola.

- Buenas, Juan...

Finalmente me acerqué y me miró como si yo fuera una fotografía. Nos dimos un abrazo y ocurrió aquello. Al poner mis manos en su espalda fue como si leyera en braille. Bajo la delgadez había un mensaje cifrado y lo leí. Aquella delgadez no pertenecía a este mundo. Los huesos de la espalda, al contacto con mis manos, ya no eran una arquitectura, sino un lenguaje:

- Adiós.

Poco después moría. Yo sabía que iba a morir muy pronto, me lo había dicho su espalda. La última vez que abracé al hombre anónimo fue este verano. Después de mil operaciones, después de radiaciones y química, el cáncer se había reproducido en los huesos de la cadera. Nadie lo decía claramente, pero no había esperanza. En una cena familiar alegre, ruidosa como las de Fellini a la orilla del mar, el hombre anónimo nos miraba y decía alguna cosa, pero el mundo a su alrededor era memoria. Y cuando la cena terminó y él se levantó a despedirnos, más viejo que su padre, me dio un abrazo. El mensaje de los huesos de la espalda reapareció. Me pilló por sorpresa.

- Ya nos vemos, tío-, dije.

¿Qué pasa por la cabeza del hombre anónimo ahora mismo? ¿Le importará que su sobrino no haya aparecido? ¿Hay una existencia superior desde la que podrá perdonarme, o simplemente va a desaparecer, a borrarse, y nada de lo que le hayamos dicho importará?

La espalda habló por él. Estamos acostumbrados a la vida y bastante hechos a la idea de la muerte. Puede que intuyamos lo que es una enfermedad. Sabemos que hay que pelear con ella y no ceder al desaliento. Unas se curan y otras no, pongamos lo mejor de nosotros, agarremos la vida hasta que se convierta en briznas y se quiebre. Y entonces, ¿qué? Antes de que llegue la muerte hay un trayecto espantoso. ¿Quién nos prepara para la agonía? Sería muy fácil que yo escribiera esta tarde sobre la muerte de un hombre anónimo, pero la muerte no ha llegado todavía y no sabemos cuánto va a tardar. El hombre anónimo está viviendo los últimos momentos de su existencia en un mareante dolor y yo estoy lejos, en otra ciudad, pendiente del teléfono.

- ¿Voy o no voy?

- No sé.

- ¿Pero me reconocerá?

- ...

Los huesos de su espalda, este verano, me decían:

- Quédate.

¿Qué pasa por la cabeza del hombre anónimo ahora mismo? ¿Le importará que su sobrino no haya aparecido? ¿Hay una existencia superior desde la que podrá perdonarme, o simplemente va a desaparecer, a borrarse, y nada de lo que le hayamos dicho importará? Me hago muchas preguntas y es imposible ponerme en su lugar. El español, esta lengua festiva, sarcástica y maravillosa tiene un dicho popular al que le encuentro ahora toda la significación:

- Está con un pie aquí y otro allá.

Ni aquí ni allí, ni con nosotros ni sin nadie. Qué piensa, de qué le sirve pensar cuando la memoria va a borrarse por completo. El español, esa lengua oscura, insuficiente y miedosa no tiene palabras que expliquen lo que pasa por la cabeza cuando todo está terminando.

- La poesía sirve para llenar de lenguaje los ámbitos donde el lenguaje no sabe llegar de otra manera -me dijo el poeta Juan Carlos Suñén. Llevo horas intentando escribir sobre la agonía y no he conseguido acercarme. Mi tío, el hombre anónimo, sigue lejos. Yo quiero comprenderlo. Quiero saber. Quiero que lo comprendas tú, que lo comprendamos todos. Alcanzo un libro de Francisco Brines de mi estantería y me pongo a buscar unos versos que me acerquen a esto. Algo que me permita tocar con el lenguaje eso de lo que es imposible escribir. Y lo encuentro. Va por ti, hombre anónimo. Mientras me decido a ir o a no ir, mientras te decides a irte o quedarte desafiando a la medicina occidental, brindemos con esta ginebra.

Y en el nombre del mar, que está lejano

y azul, siempre tendido

desde el remoto amanecer del mundo,

persignarme la frente, luego el pecho,

los delicados hombros que ahora rozo,

y besar, con los labios del niño rescatado,

este mundo tan viejo,

que hoy no alcanzo a saber

por qué, si el amor no se ha muerto,

me quiere abandonar.

Hoy está en el hospital, conectado a una máquina. El cáncer se ríe de él: después de la clásica batalla, vieja como el mundo, el hombre pierde. Ni la medicina ni las ganas de vivir sirven de nada algunas veces. En otras habitaciones del hospital, otros hombres están guerreando. Algunos saldrán airosos y otros desaparecerán. Yo quería escribir sobre los recortes de sanidad y los problemas que han ocasionado al hombre anónimo y al resto de enfermos, pero no lo puedo hacer. Hace falta ironía para enfrentarse al sarcasmo de quienes recortan la sanidad y quieren convertir en cifras la enfermedad, pero no me queda ni una gota. Las llamadas se suceden: