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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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¡No hay derecho!

En mi último viaje a la capital tenía que ir a toda prisa desde San Bernardo hasta la Puerta de Alcalá, donde me había citado con

En mi último viaje a la capital tenía que ir a toda prisa desde San Bernardo hasta la Puerta de Alcalá, donde me había citado con una pareja, así que me subí a un taxi. Me tocó un conductor parlanchín y enterado. El hombre tenía un ojo mirando a Moncloa y el otro para el Congreso de los Diputados, pero de alguna manera encontraba la forma de mirarme a mí por el retrovisor, del que colgaba un pino ambientador y una reproducción de la Almudena: primero me echaba un ojo y luego el otro, al punto de que si hubiera tenido yo cara de mosca no me extrañaría que el taxista me lanzase un lengüetazo y me devorase. Como estaba yo tan aturullado con las prisas, me expresé mal. Me abandonaron las palabras y la indicación, que era muy sencilla, la convertí en un desbarajuste que no quedó claro hasta que el taxista hubo bajado la bandera y recorrido un trecho de San Bernardo.

Primero, el taxista me dijo que acababa de llevar a un actor de cine. Le pedí disculpas por si mi presencia en su vehículo insigne lo defraudaba, y pasando a otra cosa me preguntó de dónde era. Para no añadir más lío a la macedonia geográfica, le dije lo que siempre les digo a los taxistas:

-De aquí.

Y el taxista me dijo, como dicen todos los taxistas:

-Anda que está buena España.

El hombre tenía buenas dotes de observación, lo que no es raro si pensamos que abarcaba un ángulo enorme entre un ojo y el otro. Conducía con la radio puesta, pero él sabía más que los locutores. Empezó celebrando que a Pujol lo hayan pillado con el carrito del helado, así lo expresó, y la metáfora es buena y veraniega, y luego hizo un rosario con todos los defraudadores que salen en los periódicos. Matas en la cárcel, Urdangarin en los juzgados, el caso de los EREde Andalucía (aquí hizo una pausa para expresar su gusto por la juez Alaya, concretamente por sus atributos naturales, o todo aquello que no aprendió la juez en la carrera ni en su oficio). Siguió remontándose al tesorero del PP y los sobresueldos, y luego se quejó de que los SMS que publicó El Mundo un año atrás no hayan tenido consecuencias.

-¡No hay derecho! -se lamentó. Y siguió con el repaso, bastante enjundioso, de las corrupciones de la patria. Yo escuché sin perder una coma y esperaba mi momento para hablar, no por añadir nada ni por discutirle al taxista, sino porque después de la esquina de San Bernardo y Gran Vía había tomado la dirección contraria. Pero tanto hablaba el taxista de la deriva nacional que no pude quejarme sobre la deriva del taxi.

El taxista tenía razón en todo y no le faltaba oportunidad para proclamarlo, así que deduje que Gran Vía debía estar cortada antes de Alcalá. Un par de chinos cruzaron Gran Vía por mal sitio y el taxista dio un frenazo que me sacó de mis elucubraciones. Se los quedó mirando fijamente con un ojo y me clavó a mí el otro por el espejito:

-¿Y éstos? ¿No está prohibida la venta ambulante? Pues ya ves, ahí hay policía. Si yo me salto un semáforo, me empapelan. Y esos chinos haciendo lo que les da la gana. Y si no, la Aguirre. ¡Madre mía! ¡No hay derecho!

Después de los chinos y de la Espe habló de los taxis ilegales, contra los que su gremio está en pie de guerra. En este momento, giró por Plaza de España hacia el Jardín del Moro. Bajo el túnel de los semáforos me pregunté de qué manera iba a apañárselas el taxista para dejarme en la Puerta de Alcalá, pero otra vez me sacó de mis pensamientos. El taxista estaba muy enojado, pero era muy simpático. Me preguntó qué pensaba yo de todo esto. No sabía si se refería al túnel, a la ruta hasta Alcalá o a la situación nacional en sí misma, así que le di otra respuesta categórica que sirviera para responder a las tres cosas:

-Lo veo jodidamente negro.

-Tú lo has dicho.

Como un hombre tan sabio me dio la razón, me puse muy contento. Aún le quedaba carrete para cagarse en los judíos y para repetir que no hay derecho, ahora refiriéndose a la situación en Gaza. La radio había enmudecido, yo creo que los locutores estaban escuchándolo a él también. Dimos unas cuantas vueltas más por callejas de cuya existencia no tenía yo noticia. Mirando el reloj, empecé a preocuparme seriamente por no llegar a tiempo. Peor, entonces nos dirigíamos hacia Atocha por la parte de Santa María de la Cabeza.

-El problema de España es que no se castiga a los chorizos -dijo-. Los ricos no tributan a Hacienda, roban a manos llenas, se llevan lo mangado a Suiza para no pagar impuestos, hacen tráfico de influencias, se dan el toque unos a otros, dominan a la policía y a los jueces y a nosotros nos clavan de impuestos. ¡Si tú supieras lo que pago yo de Autónomos, se te caían los cojones al suelo! ¡No hay derecho!

En fin. Eso pensé yo cuando vi lo que marcaba el taxímetro, y cuando descubrí que mis amigos ya se habían ido. Como no quería ennegrecer más la visión que el taxista tenía sobre nuestro país, le aboné la carrera. Frente al antiguo edificio de Correos, me quedé pensando en todo lo que se puede aprender sobre la corrupción española si uno cae en el taxi adecuado.

En mi último viaje a la capital tenía que ir a toda prisa desde San Bernardo hasta la Puerta de Alcalá, donde me había citado con una pareja, así que me subí a un taxi. Me tocó un conductor parlanchín y enterado. El hombre tenía un ojo mirando a Moncloa y el otro para el Congreso de los Diputados, pero de alguna manera encontraba la forma de mirarme a mí por el retrovisor, del que colgaba un pino ambientador y una reproducción de la Almudena: primero me echaba un ojo y luego el otro, al punto de que si hubiera tenido yo cara de mosca no me extrañaría que el taxista me lanzase un lengüetazo y me devorase. Como estaba yo tan aturullado con las prisas, me expresé mal. Me abandonaron las palabras y la indicación, que era muy sencilla, la convertí en un desbarajuste que no quedó claro hasta que el taxista hubo bajado la bandera y recorrido un trecho de San Bernardo.

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