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Una receta portuguesa para evitar las discusiones tontas
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Una receta portuguesa para evitar las discusiones tontas

Escribió Ángel Crespo que “el portugués tiene un gran sentido del ridículo, del suyo y del ajeno, y puede que su conversación sea menos fácil frente a las extravagancias y ridiculeces internacionales”

Foto: Risto Mejide. (Gtres)
Risto Mejide. (Gtres)

Lisboa, querida, cuántas cosas nos enseñas a los españoles desnortados. Paseábamos por la Rua da Senhora de Gloria, en la trasera de Alfama que llaman Santa Apolonia, cuando se abrió una ventana y una loca pegó un gemido como si la estuvieran follando. Pensé que podía ser la mismísima María Lisboa, la del fado que cantaba Amalia Rodrigues, que tiene “de conchas su vestido y de algas su cabellera, y en las venas, el latido del motor de una traineria”.

Pero no era una loca, sino un grupo de críos pequeños. Abrían la ventana, sacaban la cabeza, proferían gritos orgásmicos y volvían a cerrar la ventana muertos de risa. Estaban jugando a un juego sagrado, antiguo como la infancia: escandalizar a los adultos. Deseaban encender la vergüenza y el enfado en la gente que pasaba por Senhora de Gloria, pero como ellos mismos sentían vergüenza por sus chillidos orgásmicos (de excelente factura), no conseguimos verles las caras. Gemían y metían la cabeza en casa con la agilidad de caracoles.

Ese mismo día, Risto Mejide había escrito un artículo estúpido al otro lado de la Península Ibérica y lo había publicado en ElPeriódico de Cataluña. Se jactaba de que la tiene más larga que nadie. Se refería a su cola, concretamente la que formaban sus lectores cada Sant Jordi. El publicista lerdo intentaba escandalizar a los pobres escritores, a la gente que hace literatura, esos que dan lo mejor de sí mismos para recibir poquísimos lectores en un país de cultura decadente.

Mejide, como tantos otros gilipollas (pienso en Chicote, en Miqui Puig, en Inda, en toda la piara de tipos duros que hozan en la tele), es un niño de doce años que saca la cabeza por la ventana y profiere gemidos orgásmicos para escandalizar a los paseantes. Para nuestra desgracia, la treta le funciona y, al instante, un montón de aludidos escritores levantaban la cabeza con dignidad y se dedicaban a otra de nuestras pasiones nacionales: abroncar y defender el honor herido.

Nos hemos acostumbrado a defendernos de las tonterías y hemos olvidado que lo único que destruye al provocador es la respuesta silenciosa

Algo bueno de Lisboa es que contagia al paseante la indolencia y la ternura portuguesas, que no es saudade, sino meiguice. Cunha Leão dijo que “la blandura del temperamento caracteriza a los portugueses, particularmente emotivos. Una de nuestras palabras-tipo es meiguice. La afectividad nos define, forma el tesoro de nuestra psicología, se encuentra en la base de la comprensión y del querer”.

La meiguice es, pues, eso que se respira en Lisboa y que nos enamora de los portugueses. Eso que crea una atmósfera tierna como miga de pan blanco en el interior de los cafés y las braserías de la ribera del Tajo. Eso que demuestra que, como escribió Jorge Días, “para el portugués, el corazón es la medida de todas las cosas”.

Pero la meiguice tiene otra vertiente que se ve en el trato que profesan los lisboetas hacia los turistas ridículos, esos que pisan los adoquines de la Baixa con botas de montaña, ataviados de ropa térmica del Decathlon como si anduvieran por los riscos de Machupichu: una mezcla de amabilidad y fastidio que, tras unas cuantas lecturas, podemos identificar también como meiguice.

Escribió Ángel Crespo que “el portugués tiene un gran sentido del ridículo, del suyo y del ajeno, y puede que su conversación sea menos fácil frente a las extravagancias y ridiculeces internacionales en que tan pródigo es el turismo de los últimos decenios”.

Sería positivo para los españoles adoptar un poco de la 'meiguice' portuguesa, de esa afabilidad que hace a nuestros vecinos tan dignos de respeto

Yo no puedo dejar de pensar en el ridículo de las declaraciones que marcan la pauta de nuestros debates nacionales. Pienso, por ejemplo, en esos tertulianos que increpan al moderador a gritos, chillando “¡por alusiones, por alusiones!”, y no dejo de preguntarme cuánto más demoledor sería el silencio, la media risa disgustada ante las gilipolleces que aluden constantemente.

Nos hemos acostumbrado a defendernos de las tonterías y de las provocaciones y hemos olvidado que lo único que destruye al provocador es la respuesta silenciosa. Tras mis días en Lisboa, donde paso cada año el 25 de abril, quiero patrocinar la meiguice en España como vacuna contra ristos y mejodes, contra todos estos escándalos de poca monta que se han vuelto tan habituales desde la popularización de las redes sociales.

Si la saudade, o vivir bajo el encantamiento dulce del recuerdo, ha salvado las ciudades portuguesas del proceso de horrorificación que ha destruido la belleza cutre de nuestros pueblos y ciudades españolas, la meiguice nos puede salvar todavía de los sofocos y disputas estériles provocados por la tribu de los gilipollas, tan hondamente asentada en España, tan alimentada por nuestra tendencia a limpiar la ofensa cuando cualquier tipejo se caga en nuestra madre.

Sería positivo para los españoles adoptar un poco de la meiguice portuguesa, de esa afabilidad que se engarza al sentido del ridículo propio y ajeno, y que hace a nuestros vecinos tan dignos de respeto.

Lisboa, querida, cuántas cosas nos enseñas a los españoles desnortados. Paseábamos por la Rua da Senhora de Gloria, en la trasera de Alfama que llaman Santa Apolonia, cuando se abrió una ventana y una loca pegó un gemido como si la estuvieran follando. Pensé que podía ser la mismísima María Lisboa, la del fado que cantaba Amalia Rodrigues, que tiene “de conchas su vestido y de algas su cabellera, y en las venas, el latido del motor de una traineria”.

Risto Mejide