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Juan Soto Ivars

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Por qué nos enganchamos tanto a los videojuegos y otras basurillas en red

Desde Pokémon Go hasta los cromos de fútbol, son formas de llevar a buen puerto el instinto de cazador

Foto: Una joven juega con la aplicación Pokemon Go cerca del Palacio de la Ciencia y la Cultura de Varsovia. (EFE)
Una joven juega con la aplicación Pokemon Go cerca del Palacio de la Ciencia y la Cultura de Varsovia. (EFE)

Yo no he jugado a Pokémon Go y no pienso hacerlo. Me engancho como un yonki a cualquier estímulo compulsivo, y esto de Pokémon debe ser una cosa suficientemente vacía, estimulante y adictiva como para pasarse horas persiguiendo bichillos con la mente descansando en la nada absoluta. Algo tan bien diseñado, tan adictivo como el Candy Crush, a cuyos soniditos de tragaperras anduve viciado hasta el punto de fantasear con pincharme heroína para quitarme ese vicio y no acabar como Celia Villalobos.

He leído muchas críticas a Pokémon Go y eso me hace pensar que debe ser todavía mejor de lo que parece. Si hay críticas, es porque muchos miles de personas se entregan a ello y otros tantos miles lo ven con malos ojos.

Desde esta distancia de seguridad que me he impuesto por el bien de mi tiempo, me recuerda a la afición a coleccionar cromos Panini. Fueron años a búsqueda de ese futbolista del Deportivo de la Coruña que no salía en ningún sobre pero que alguien juraba tener pegado en su álbum, tardes enteras intercambiando, el mazo resobado en el bolsillo de las repes...

Creo que, desde Pokémon Go hasta los cromos de fútbol, son formas de llevar a buen puerto el instinto de cazador. En este sentido, casi prefiero que la gente cace Pokémons o concatene novias o compre más libros de los que va a leer a que se hagan furtivos en las sabanas de Kenia.

Algunos profetas ponen el grito en el cielo ante ciertas actitudes de los pokemitas. Un hombre de treinta y cinco años, lo que en mi pueblo es "un tío con los huevos negros", se para ante la placa de la Zona Cero de Nueva York, saca el móvil del bolsillo y encuentra apoyado en el memorial un muñequete. Rápidamente lo captura, presume de ello en las redes sociales y se convierte en el imbécil del momento. Otra caza a su presa en Auschwitz, y no me cabe duda de que pronto veremos a gente que caza sus pokémons en el velatorio de sus abuelos.

Esa gente que va por el mundo con la cámara delante del ojo obedece a la misma compulsión obsesiva de la caza

Y a mí que ya no me parece raro. ¿Acaso no son los turistas, en general, capturadores compulsivos? Durante la semana pasada he visto en Islandia a miles de personas que se plantaban delante del géiser o la fumarola y no lo miraban en ningún momento directamente, sino que interponían el móvil para grabarlo todo. En los años 80 y 90 nos partíamos de risa de ver a los japoneses, a los que Ibáñez caricaturizaba en los mortadelos con la cámara siempre delante de la cara, sin sospechar que el cambio de milenio nos amarillearía a todos la piel con los filtros de Instagram.

Pensaba yo en Islandia, y en el museo del Prado, y en las terrazas con caña: para verlo todo a través de la jodida pantallita, podrían quedarse en su casa y descargarse el vídeo, ¿qué diferencia hay? Pero no, no es lo mismo que te sirvan el rinoceronte en un plato que salir a cazarlo tú. Esa gente que va por el mundo con la cámara delante del ojo obedece a la misma compulsión obsesiva de la caza.

Creo que somos todos, desde el coleccionista de postales al pirado que entra pegando tiros en un centro comercial, el final de una estirpe de cazadores que hoy anda por el mundo confundida, frustrada y atrofiada. Pero el instinto, como ven ustedes, siempre sale por alguna parte.

Yo no he jugado a Pokémon Go y no pienso hacerlo. Me engancho como un yonki a cualquier estímulo compulsivo, y esto de Pokémon debe ser una cosa suficientemente vacía, estimulante y adictiva como para pasarse horas persiguiendo bichillos con la mente descansando en la nada absoluta. Algo tan bien diseñado, tan adictivo como el Candy Crush, a cuyos soniditos de tragaperras anduve viciado hasta el punto de fantasear con pincharme heroína para quitarme ese vicio y no acabar como Celia Villalobos.

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