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El negro es mejor que tú
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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El negro es mejor que tú

Escribo estas líneas incómodas y torcidas para agradecer que haya gente más valiente y más generosa que yo. Sentimientos compasivos como los míos no sirven para nada

Foto: Voluntarios reparten comida a los necesitados. (EFE)
Voluntarios reparten comida a los necesitados. (EFE)

Había un negro siempre en la esquina de la calle Provença con el paseo Sant Joan que me mataba. Estaba tirado en la calle y tenía un vaso de papel manchado de café, donde algunos transeúntes le vertían las monedas. Apenas hablaba español para dar las gracias a la gente que le echaba dinero, pero se comunicaba con un lenguaje mucho más preciso. Era el lenguaje del desamparo. Tú ibas haciendo tu vida y él siempre estaba allí. Hace tiempo que no lo veo. A veces, además de la mezquina limosna, yo le daba un apretón de manos. Pensaba que a mí me gustaría que me saludasen los vecinos, y seguía mi camino con las tripas revueltas, reventado y cobarde.

El hombre llevaba más de un año por aquí, y de pronto desapareció. Las señales de intemperie le habían dejado la ropa estropeada y la piel curtida. Un día cogí fuerzas y le pregunté dónde dormía, yo creo que no me entendió lo que le dije. ¿De qué país? Tampoco me respondió nada que yo entendiera. La verdad es que me costaba horrores hacerle cualquier pregunta. Salía disparado como un ratón después de la dádiva miserable. Durante este intercambio él se limitaba a sonreír y decía gracias gracias gracias amigo.

No era una persona que pudieras ignorar tan fácilmente. Te colocaba frente a algo de ti y de tu mundo que no siempre estabas dispuesto a mirar

Sospecho que mucha gente del barrio le echaba dinero en el vaso, porque no era una persona que pudieras ignorar tan fácilmente. Desprendía dolor y desamparo. Te colocaba frente a algo de ti y de tu mundo que no siempre estabas dispuesto a mirar. A falta de comunicación entre nosotros empecé a componer en mi cabeza una historia para él. Pensé en lo que estaba haciendo y me espeluznó mi cobardía y mi ausencia de bondad. De una forma o de otra, ese hombre siempre me hacía optar por la versión más cómoda. Un dinero, un saludo, pocas preguntas, ¡y hasta otro día!

Estamos acostumbrados a convivir con esta tensión que pone la idea de la ciudad con las patas para arriba. Nos confortamos en la idea de que esa gente es parte del mobiliario urbano hasta que aparece uno con la piel tan negra que te hace imposible eludir su viaje. Creo que estaba solo, y era evidente que había hecho un viaje demasiado largo para terminar tirado en la intersección de calle Provença con paseo Sant Joan.

Un día tenía una radio en la que sonaba música de Los 40 Principales, alguien se la habría dado. Mi impresión fue nefasta porque me sentí obligado a comprarle unas pilas. Fui al supermercado a hacer mis compras y cuando volví con las pilas el hombre ya no estaba. Todavía rondan por casa, en un cajón.

A mí se me hace muy difícil ir por la calle desde que he empezado a aceptar la existencia de estas personas como algo más que mobiliario urbano

A mí se me hace muy difícil ir por la calle desde que he empezado a aceptar la existencia de estas personas como algo más que mobiliario urbano. Durante muchos años los ignoraba, iba a lo mío, pero entonces me contó una amiga la historia de un mendigo que había estado muerto dos días hasta que empezó a oler.

Empecé a trabar con cada uno relaciones mediocres y cobardes y superficiales. Empezaron a ponerme contra las cuerdas. No sé cómo nos las apañamos para vivir en ciudades donde hay gente tirada por la calle, incluso gente que apenas habla español y que ha hecho un largo viaje para acabar mendigando en un país lejano. Esto no está escrito con afán moralista, sino con sentimiento de culpa impotente y una asquerosa perplejidad.

Pero es así. Podría hacer voluntariado y me niego. Pienso en estas cosas y me quedo paralizado. Los arrebatos humanitarios se apagan rápidamente, son puntuales. En seguida encuentro otra cosa en la que pensar.

Así que escribo estas líneas incómodas y torcidas para agradecer que haya gente más valiente y más generosa que yo. Sentimientos compasivos como los míos no sirven para nada. Esto está escrito con una vergüenza de lo más estéril.

Había un negro siempre en la esquina de la calle Provença con el paseo Sant Joan que me mataba. Estaba tirado en la calle y tenía un vaso de papel manchado de café, donde algunos transeúntes le vertían las monedas. Apenas hablaba español para dar las gracias a la gente que le echaba dinero, pero se comunicaba con un lenguaje mucho más preciso. Era el lenguaje del desamparo. Tú ibas haciendo tu vida y él siempre estaba allí. Hace tiempo que no lo veo. A veces, además de la mezquina limosna, yo le daba un apretón de manos. Pensaba que a mí me gustaría que me saludasen los vecinos, y seguía mi camino con las tripas revueltas, reventado y cobarde.

Pobreza