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Cómo están las puñeteras Ramblas (un año después del atentado)
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Juan Soto Ivars

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Cómo están las puñeteras Ramblas (un año después del atentado)

Toda esta mezcolanza sin sentido, este caos de idiomas y de religiones, de culturas y preferencias con el desodorante que el integrismo hirió hace un año pero no consiguió acobardar

Foto: Ramos de flores y objetos de todo tipo depositados en el mural de Miró de la Rambla de Barcelona en recuerdo de los atentados. (EFE)
Ramos de flores y objetos de todo tipo depositados en el mural de Miró de la Rambla de Barcelona en recuerdo de los atentados. (EFE)

Antes de llegar a la fuente de Canaletas, al arranque de las Ramblas, ya te has cruzado con un padre y un hijo con pinta de culturistas que llevan crestas amarillas al estilo mohicano sobre las cabezas rapadas. Con una mujer que camina bajo la tenue nubecilla de su pelo transparente y viste una camiseta con las palabras “Women Power” escritas sobre fondo rosa. Con una chica diminuta que carga a la espalda un contrabajo monstruoso como una tortuga camino del Liceo. Y también con un hombre que fuma tabaco electrónico y sería el actor perfecto para encarnar a Popeye, y con un policía muy joven que intenta explicar en inglés de academia nocturna cómo deben denunciar dos americanas el hurto de una cámara de fotos.

El verano pasado, todas esas personas no serían más que obstáculos en tu camino. Hubieras soñado con aplastarlos murmurando “cómo están siempre las putas Ramblas”, y para abstraerte del mogollón hubieras mirado Twitter. Entonces no discutíamos de manteros como ahora, sino de turismofobia y gentrificación, y con eso anduvimos hasta que la furgoneta de Younes Abouyaaqoub arrolló en zigzag a cientos de personas como las que hoy se te cruzan por el medio. 17 de agosto de 2017: el día en que la batalla por el espacio vital entre el nativo y el turista se interrumpió. El día en que, en esta ciudad dividida, la única distinción que importaba fue la que separa los heridos de los muertos.

placeholder Dos hombres se abrazan junto a la ofrenda que había el año pasado en las Ramblas. (Reuters)
Dos hombres se abrazan junto a la ofrenda que había el año pasado en las Ramblas. (Reuters)

Desde entonces miro con otros ojos al africano de ropa estampada que marcha con prisa, al padre que lleva a sus dos hijos de la mano sobre sendos monopatines y al pendenciero de mandíbula amenazadora, ese con ojos de ir a meterte tres hostias como te fijes en su novia. Y me molesta menos la bandada nipona y la manada alemana y la jauría australiana, y digo que “no quiero nada” con menos fastidio al morito que me ofrece hachís, chicas o cocaína, y esquivo con menos mala leche al jubilado que se queda parado de pronto para tomar aire y que, cuando mira Ramblas abajo, pone cara de velocidad.

Abouyaaqoub empezó a matar frente al hotel Continental. Allí me atiende un hombre que el año pasado tenía turno de noche en estas fechas. La recepción está en el primer piso y el tipo me cuenta lo que le contó su compañera: de pronto subían riadas gritando y los teléfonos ya no dejaron de sonar. Los hoteles de Barcelona colapsaron cuando medio mundo quiso contactar con sus familiares. Una misma angustia en todos los idiomas de la tierra, algo difícil de olvidar. Algunos empleados te lo dicen con palabras y a otros simplemente se lo notas. Un velo de silencio corporativo ha caído sobre muchas de las empresas de la zona cero.

Me molesta menos la bandada nipona y la manada alemana y la jauría australiana, y digo que no con menos fastidio al morito que me ofrece hachís

En hoteles como el Royal, que puedes ver en fotos de hemeroteca rodeado de heridos, prohíben a los empleados que hablen del tema. No quieren que la marca se relacione con la catástrofe, con lo que la memoria se va llenando de agujeros. Tampoco pueden hablar del tema en H&M, Oysho, Desigual, Springfield, Levi's, Carrefour. Así que la memoria de la masacre no es patrimonio de todos, sino que termina donde empieza la imagen de marca. Pero, sin embargo, algunos se saltan la disciplina con la condición de que no se diga dónde trabajan. Joan sale a la puerta con el uniforme y me dice que ahí mismo había más sangre de la que te creerías que cabe en un cuerpo humano. Esto pasa por preguntar.

Entre contratos temporales y mordazas de empresa encuentro a Mónica, que hace un año salió corriendo de la tienda al oír un chirrido de neumáticos, vio el infierno y ahora sufre ataques de ansiedad cada vez que oye derrapar un coche. En uno de los kioscos hablo con el paquistaní Fereydun, que aquel día perdió el miedo a las agujas hipodérmicas. En el Pans murmura una camarera que no tiene permiso para hablar pero se queda pálida. Y en la puerta del Tablao Flamenco Cordobés, la sevillana con acento extranjero que reparte propaganda casi se echa a llorar cuando le pregunto qué recuerda. “No quiero recordar nada de ese día”.

placeholder Vista de las Ramblas, abarrotadas de gente durante la Diada de Sant Jordi. (EFE)
Vista de las Ramblas, abarrotadas de gente durante la Diada de Sant Jordi. (EFE)

Más abajo de la Boquería pasa una señora extremadamente maquillada muy decidida, pero en un determinado punto cambia el rumbo y se desvía. Le ocurre lo mismo a una inglesa con el bote de protector solar en ristre como el micrófono de una reportera, y también se aparta la gente que se graba en vídeo mientras anda, y los cuatro 'hippies', y el rapero blanco. La señora de 90 en silla de ruedas, empujada por su hermana de 85, se para. Y una estatua humana que marchaba camino de su sitio se santigua. El mosaico de Miró, el dibujo redondo en el suelo de la Rambla, es el punto donde Abouyaaqoub detuvo el vehículo, como un dardo en la diana.

Nadie quiere pisarlo: de buena mañana han colocado velas y unas pocas flores, y ahora los turistas evitan pisar las líneas. Aminoran el paso, se aproximan cautelosos y solo tímidamente empiezan a tirar fotos del lugar, y luego siguen con su camino. Baja hacia la estatua de Colón un Valle-Inclán con camisa hawaiana, un obeso con ropa de Adidas, un argelino que cuenta billetes, una jubilada con flequillo fucsia, un 'hipster' en bicicleta, una niña con gafas de culo de vaso y gorra del Real Madrid, un paquistaní recién salido de una peluquería: toda esta mezcolanza sin sentido, este caos de idiomas y de religiones, de culturas y preferencias con el desodorante que el integrismo hirió hace un año pero no consiguió acobardar.

Antes de llegar a la fuente de Canaletas, al arranque de las Ramblas, ya te has cruzado con un padre y un hijo con pinta de culturistas que llevan crestas amarillas al estilo mohicano sobre las cabezas rapadas. Con una mujer que camina bajo la tenue nubecilla de su pelo transparente y viste una camiseta con las palabras “Women Power” escritas sobre fondo rosa. Con una chica diminuta que carga a la espalda un contrabajo monstruoso como una tortuga camino del Liceo. Y también con un hombre que fuma tabaco electrónico y sería el actor perfecto para encarnar a Popeye, y con un policía muy joven que intenta explicar en inglés de academia nocturna cómo deben denunciar dos americanas el hurto de una cámara de fotos.