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Juan Soto Ivars

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Ataques de falsa bandera en Barcelona

Pululé y bebí latas de cerveza en las calles de mi barrio, que estaba siendo incendiado. Me pareció más digno emborracharme con alcohol que con idealismo nacionalista

Foto: Un operario, junto a un coche quemado durante los disturbios del miércoles en Barcelona. (Reuters)
Un operario, junto a un coche quemado durante los disturbios del miércoles en Barcelona. (Reuters)

Pasé la noche del miércoles en la calle. Estaban incendiando mi barrio y a mí me dio el nihilismo. Como Rétif de la Bretonne en 'Las noches revolucionarias', me fui a la calle a emborracharme entre las llamas. Me pareció más digno emborracharme con alcohol que con idealismo nacionalista, una droga que hacía moverse a los jóvenes pirómanos como pollos sin cabeza.

Foto: Un 'mosso', durante una de las cargas en el aeropuerto de El Prat. (EFE) Opinión
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La única consigna parecía ser esta: montar barricadas donde hubiera contenedores, prenderles fuego y marchar a otra parte. No había dirección, ni horizonte: había 'pathos'. Algunos reían traviesos debajo de las capuchas corriendo de un lado para otro, como si jugaran. No eran los juegos del hambre: eran los juegos de la saciedad. Veían sirenas azules y corrían sin esperar a las cargas.

Rétif de la Bretonne contó la Revolución francesa de forma distinta al resto de cronistas. Lo hizo desde los burdeles, y presumía de salvar de las turbas a muchachas que luego se lo agradecían desfalleciendo entre sus brazos.

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No fue mi caso. Pululé y bebí latas de cerveza en las calles de mi barrio. Un detalle siniestro: en la calle casi habían desaparecido los adultos. Solo algunos bajaban en bata de sus casas con cubos de agua para apagar unos contenedores cuyas llamas se estaban contagiando a los árboles y a los coches aparcados. No vi enfrentamientos, sino una fiesta pantagruélica vestida de negro, y sombras que corrían a otra parte.

placeholder Un operario de limpieza recoge los destrozos de la noche del miércoles en Barcelona. (Reuters)
Un operario de limpieza recoge los destrozos de la noche del miércoles en Barcelona. (Reuters)

Mi barrio, de corriente, es precioso y tranquilo, burgués. Algunos embozados lo sabían. A mi lado, por la calle Nápoles, donde hace unos meses fui a hacerme una copia de las llaves de mi casa, un encapuchado le dijo a otro, “yo vivo ahí”, y echó un vistazo a unos balcones como si le hiciera ilusión que pudieran asomarse sus padres. Nadie me decía nada ni me miraba. Tenía una respuesta preparada por si alguno de estos revolucionarios de miércoles por la noche se encaraba con el extraño que los observaban con una lata de cerveza en la mano. Diría lo mismo que ese chico: "Yo vivo ahí".

Un encapuchado le dijo a otro, “yo vivo ahí”, y echó un vistazo a unos balcones como si le hiciera ilusión que pudieran asomarse sus padres

Pasaban las horas. Diagonal estaba repleta de hogueras donde se cruza con la calle Mallorca: los dueños de los restaurantes habían echado la persiana, los camiones de bomberos llegaban a apagar un fuego y, en cuanto se iban, los chicos volvían a buscar desesperadamente contenedores que usar como combustible en nuevos incendios.

La sensación de impunidad era enorme y me contagió. Sobre las 12 de la noche perdí el miedo a ser increpado. Empecé a pasear más cerca de las hogueras, de los encapuchados. Pude sentir algo parecido a su alegría destructiva. Tuve la tentación de ayudarles con un contenedor, pero preferí seguir bebiendo.

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En un momento dado, me senté a descansar en una terraza de un pub de la calle Bailén. Era increíble: a dos cuadras todo ardía y aquí ni siquiera levantaban la terraza. Pedí otra cerveza y el dueño del pub me la trajo con una especie de sonrisa simpática y enloquecida. Los clientes hablaban de policías brutales. Se referían a la noche como Leopoldo Panero habla del manicomio de Mondragón. Los jóvenes pasaban corriendo y mirando para atrás. Y de pronto, sin mediar palabra, el dueño empezó a recoger las mesas a toda prisa.

Tenía una respuesta preparada por si alguno de estos revolucionarios de miércoles por la noche se encaraba con el extraño: “Yo vivo ahí”

Un minuto antes estaba en la terraza y de pronto estaba encerrado en el pub mientras el dueño bajaba la persiana con estrépito. Oímos rebotar un par de pelotas y muchos pasos, y un hombre furioso gritó que no le habían dejado entrar a otro bar para protegerse, y que pensaba reventarles el negocio en cuanto saliera. Allí dentro, creo, fue donde alguien nos contó que Torra acababa de decir en la tele que los destrozos los causaban infiltrados. Algunos de los encapuchados que se habían metido en el bar empezaron a reírse a carcajadas. Cinco minutos más tarde, la algarada se había ido a otra parte y el dueño volvió a abrir la persiana.

placeholder Restos de cartón y botellas en las calles de Barcelona tras los disturbios del miércoles. (Reuters)
Restos de cartón y botellas en las calles de Barcelona tras los disturbios del miércoles. (Reuters)

Tengo que darle la razón en una cosa a Quim Torra. Los ataques perpetrados con impunidad el miércoles noche, a lo largo y ancho de mi barrio, prendiendo fuego a todos nuestros contenedores, sí eran “de falsa bandera”. De hecho, algunos jóvenes la llevaban puesta. Una bandera con la que la casta de magnates más corruptos ha persuadido a los jóvenes de que están de su parte. Una falsa bandera que, como todas las demás, sirve a los que restringen las libertades con recortes, precariedad y robo, para prometer un falso futuro de libertad.

La falsa bandera es precisamente lo que nos ha traído aquí. Como dice Bogart en 'Casablanca', yo no soy patriota sino borracho, y no les tengo a las banderas el más mínimo respeto. Adónde nos llevarán mañana esas banderas es algo que ninguno de los pirómanos puede decirnos. Pero qué bonito, qué constructivo, qué revolucionario sería si quemasen banderas en vez de contenedores.

Pasé la noche del miércoles en la calle. Estaban incendiando mi barrio y a mí me dio el nihilismo. Como Rétif de la Bretonne en 'Las noches revolucionarias', me fui a la calle a emborracharme entre las llamas. Me pareció más digno emborracharme con alcohol que con idealismo nacionalista, una droga que hacía moverse a los jóvenes pirómanos como pollos sin cabeza.

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