España is not Spain
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¿Cómo está la cosa por ahí? Así es vivir en Barcelona estos días
En los últimos días, cada vez que alguien de mi familia pone la televisión, yo tengo que darle luego explicaciones por teléfono
Lo peor de vivir en Barcelona estos días es la preocupación de la familia y los amigos. Pasó algo parecido en 2017, cuando la sangre no llegó al río pese a que los políticos lo intentaron. Ahora, como entonces, atendemos llamadas preocupadas como los enfermos crónicos. He oído decir que lo peor no es la enfermedad en sí, con sus molestias, sino tener que convertirte en el enfermero emocional de la gente a la que le importas. “No, estoy bien, no te preocupes, de verdad, en serio”, etc. En los últimos días, cada vez que alguien de mi familia pone la televisión, yo tengo que darle luego explicaciones por teléfono.
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Por eso he decidido poner en negro sobre blanco la respuesta a la gran pregunta: ¿cómo se vive la cosa por aquí? Cómo se vive, al menos, si no eres parte de los alborotos violentos, ni de las manifestaciones pacíficas, ni tampoco de quienes sienten que se les rompe España. Es decir: si no te merece respeto esta revolución de ricos pero tampoco estás al acecho, deseando que la policía abra cabezas. Si te has visto, como la mayor parte de la ciudad, envuelto en un agrio 'merdé' de ultras del que no entiendes ni la finalidad, ni el sentido ni nada.
Durante el día, es como si vivieras en una ciudad normal. Usas el transporte, haces tus compras y te cruzas con gente sin preguntarte de qué lado están
Bien. Durante el día es como si vivieras en una ciudad normal. Usas el transporte público, haces tus compras y te cruzas con gente sin preguntarte de qué lado están, o si están, como tú, en medio. Dado que los servicios municipales de limpieza trabajan para proporcionar al barcelonés un espejismo de paz, a ratos casi te olvidas. Pienso que sería más constructivo que dejasen de limpiar hasta que los violentos desaparezcan. Así, al menos, oleríamos el resultado de la violencia. Y quizás alguno entendería que no es de izquierdas destrozar el mobiliario público de tu ciudad porque te gusta mucho tu bandera.
Sobre esta normalidad aparente, falsa, escribió Zweig en 'El mundo de ayer'. El día que estalló la violencia en Viena, a cuatro calles, él seguía conversando de literatura y bebiendo cerveza con total normalidad. Tardó en enterarse de lo que pasaba, se lo tuvieron que decir. Kafka también dejó anotada en su diario esta estupefacción, esta normalidad perversa, torcida, el día que estalló la Gran Guerra: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Y así es, exactamente. No es desinterés, sino asombro.
La cabeza se te llena de pensamientos nuevos, incómodos y obsesivos. Por ejemplo: mi mujer tiene que atravesar una de las calles donde está habiendo más violencia para volver del trabajo. La otra tarde oí el helicóptero cerca de casa y me asomé a Twitter. Vi fotos de multitudes, salí a la calle a tantear el ambiente y en cuanto me acerqué al mogollón noté el olor del plástico quemado. Vi fuegos a lo lejos, mensaje rápido para Andrea: “Oye, no vengas por el paseo, rodea esta zona que me parece que va a haber cargas y hostias por aquí otra vez”. “Vale, luego te veo, ¿falta algo?”. “Nada, evita esas calles y listo”.
La cabeza se te llena de pensamientos incómodos y obsesivos. Por ejemplo: mi mujer tiene que atravesar una calle donde está habiendo violencia
Al día siguiente, cancelas una cena con amigos, o calculas cuánto lleva la basura en la cocina porque no quieres que tus desperdicios se conviertan en combustible, o le das vueltas a la idea de ir al cine pero al final decides que no lo harás, porque sabes que es probable que te topes con los disturbios al volver. Cuando hablas con amigos de otros barrios, les preguntas como si tal cosa si tienen contenedores por allí, y esto es lo más inquietante: has tardado nada y menos en acostumbrarte a una situación intolerable, dolorosa y violenta en tu ciudad.
Escribía Sergi Pàmies en 'La Vanguardia' que la mera idea de ir a un concierto una tarde cualquiera parece de repente muy difícil. Te dices a ti mismo que deberías hacer el esfuerzo, porque así desalojarás la política un rato de la cabeza, pero no siempre lo consigues. Si pones música en casa, el helicóptero de la policía te recuerda dónde estás y qué está pasando aquí. Y cuando menos te lo esperas, discutes. La discusión siempre está al acecho. Notas un sabor a quemado en el paladar y sabes perfectamente que es la política. En pocos días, la tienes incrustada ahí.
Lo más duro de esta situación es que es imposible conservar la independencia mental. Por más que te quieras mantener ajeno, acabas el día con cansancio doble, enfadado o triste, la cabeza llena de ruido. Piensas en lo que va a pasar cuando comes, cuando vas al váter, al comprar el pan. Hora tras hora, sigues las últimas noticias preguntándote si es que a nadie le apetece calma.
Por la noche, mientras el ruido de sirenas te recuerda que la violencia se ha reanimado a 600 metros de tu cama, explicas por teléfono a un amigo cómo está la cosa. Y entonces te das cuenta de lo jodido que estás. Después de hacerle el reporte que has hecho ya 10 o 12 veces, te pregunta: “¿Y qué tal por lo demás?”, Te oyes a ti mismo responder: "Pues la verdad es que estos días no hay mucho de 'lo demás".
Lo peor de vivir en Barcelona estos días es la preocupación de la familia y los amigos. Pasó algo parecido en 2017, cuando la sangre no llegó al río pese a que los políticos lo intentaron. Ahora, como entonces, atendemos llamadas preocupadas como los enfermos crónicos. He oído decir que lo peor no es la enfermedad en sí, con sus molestias, sino tener que convertirte en el enfermero emocional de la gente a la que le importas. “No, estoy bien, no te preocupes, de verdad, en serio”, etc. En los últimos días, cada vez que alguien de mi familia pone la televisión, yo tengo que darle luego explicaciones por teléfono.